John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Era cierto que la madre de John hijo no había querido que fuese actor, pero el atrevimiento del comentarista político era enorme. ¡La más notoria de sus especulaciones irresponsables era que el trayecto más suave e inalterable de John hijo hacia la presidencia pasaba por Los Ángeles! Para Patrick, la inanidad de semejante teoría, digna de Hollywood, era doble: primero, afirmar que el joven Kennedy debería haber seguido los pasos de Ronald Reagan y, segundo, asegurar que John Fitzgerald Kennedy hijo había querido ser presidente.

Patrick prefirió sus otros demonios, más personales, y apagó el televisor. Allí, en la oscuridad, la nueva idea de intentar que lo despidieran le saludaba con la familiaridad de una vieja amiga. Sin embargo, esa otra idea nueva, la de que era un hombre cuya compañía una mujer sólo aceptaría a condición del anonimato, le hacía estremecerse, y también provocaba una tercera idea nueva: ¿y si dejaba de oponer resistencia a Mary y se acostaba con ella? (Por lo menos Mary no insistiría en proteger su anonimato.)

Había, pues, tres nuevas ideas brillando en la oscuridad, que le apartaban de la soledad de una mujer de cincuenta y un años que no quería abortar pero a la que aterraba tener un hijo. Por supuesto, que aquella mujer abortase o dejara de abortar no era asunto de Patrick Wallingford, no era asunto de nadie salvo de ella misma.

Y a lo mejor ni siquiera estaba embarazada. Tal vez tan sólo tenía el abdomen un poco prominente. Quizá le gustaba pasar los fines de semana en un hotel con un desconocido, y todo aquello no era más que una actuación. Actuar era el punto fuerte de Patrick, lo hacía constantemente.

– Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto -susurró en la habitación a oscuras. Era lo que decía cuando quería estar seguro de que no estaba actuando.

10. El intento de conseguir el despido

La mezcla de éxtasis y duelo causada por la nueva tragedia de la familia Kennedy llevaba casi una semana en el primer plano de la actualidad cuando Wallingford intentó, sin conseguirlo, prepararse para un improvisado fin de semana con la señora Clausen y el pequeño Otto en la casita del lago. El telediario del viernes, una semana después de que la avioneta de Kennedy cayera al mar, sería el último antes de que Patrick viajara al norte, aunque no podría conseguir un vuelo desde Nueva York que conectara con Green Bay hasta el sábado por la mañana. No había ninguna manera óptima de viajar a Green Bay.

El noticiario del jueves por la noche fue bastante malo. Ya no sabían qué decir, y una indicación evidente de ello fue la entrevista que le hizo Wallingford a una crítico feminista a quien nadie hacía caso. (Incluso Evelyn Arbuthnot la había dejado ex profeso al margen.) La mujer había escrito un libro sobre la familia Kennedy en el que afirmaba que todos los hombres eran misóginos. No le sorprendía que un joven Kennedy hubiera matado a dos mujeres en su avioneta.

Patrick pidió que omitieran la entrevista, pero Fred creía que aquella autora hablaba en nombre de muchas mujeres. A juzgar por la brusca reacción de las periodistas en la redacción neoyorquina, la crítico feminista no hablaba en nombre de ellas. Wallingford, siempre indefectiblemente cortés como entrevistador, tuvo que hacer un esfuerzo por mantener las formas.

La mujer se refería una y otra vez a la «fatal decisión» del joven Kennedy, como si su vida y su muerte hubiesen sido una novela. «Partieron tarde, estaba oscuro, había niebla, sobrevolaban el mar y John-John tenía una experiencia limitada como piloto.

Con un atisbo de sonrisa en su apuesto rostro y una expresión reveladora de que la señora no le convencía, Patrick pensaba que todo eso no era nuevo. También le parecía reprensible que aquella arrogante mujer llamara una y otra vez «John-John» al difunto.

– Ha sido víctima de su propio pensamiento viril, el síndrome masculino de los Kennedy -comentó la escritora-. Está claro que John-John obedecía a los impulsos de la testosterona. Todos son así.

– Todos… -fue lo único que Wallingford acertó a decir.

– Ya sabe lo que quiero decir -replicó ella-. Los hombres del lado paterno de la familia.

Patrick echó un vistazo al apuntador electrónico, donde reconoció las que debían ser sus siguientes observaciones, destinadas a conducir a la entrevistada a la afirmación todavía más dudosa de la «culpabilidad» de los jefes de Lauren Bessette en Morgan Stanley. Que sus jefes la hubieran obligado a quedarse hasta muy tarde «aquel viernes fatal», como lo llamaba la crítico feminista, era otro de los motivos de que la avioneta se hubiera estrellado.

Pero acompañaba a la mujer un agente de prensa, a quien Fred halagaba por razones desconocidas. El agente de prensa quería que Wallingford formulara la pregunta tal como estaba escrita, puesto que la demonización de Morgan Stanley era el siguiente objetivo de la crítico y Wallingford (con fingida inocencia) tenía que prepararle el terreno para lanzar su ataque.

– No tengo claro que John F. Kennedy hijo estuviera «impulsado por la testosterona» -dijo Patrick, saliéndose del guión-. Desde luego, no es usted la primera persona a la que oigo decir eso, pero yo no le conocí, y usted tampoco. Lo que está claro es que hemos hablado de su muerte hasta la exasperación. Creo que deberíamos tener un poco de dignidad y no insistir más en ello. Es hora de seguir adelante.

Wallingford no esperó la reacción de la mujer insultada. Le quedaba un minuto de programa, pero había un amplio montaje de imágenes de archivo. Puso fin bruscamente a la entre vista diciendo, como tenía por costumbre: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto». Entonces emitieron las ubicuas imágenes de archivo; poco importaba que la presentación fuese un poco desordenada.

Los espectadores del canal de noticias internacionales, fatigados ya de la insistencia en el duelo, volvieron a ver las imágenes repetidas hasta la saciedad: las tomas del barco meciéndose en el agua, de la subida a bordo de los cadáveres, una imagen totalmente gratuita de la iglesia de Santo Tomás Moro y otra de un sepelio en el mar, a falta del sepelio verdadero. Las últimas imágenes del montaje, cuando expiraba el tiempo, eran de Jackie recién estrenada en la maternidad, con el pequeño John en brazos, la mano en la nuca del recién nacido, su pulgar triplicando el tamaño de la minúscula oreja del bebé. El peinado de Jackie había pasado de moda, pero las perlas eran atemporales y la sonrisa que la caracterizaba estaba intacta.

Wallingford pensó que parecía muy joven. (Y lo era… ¡las imágenes se remontaban a 1961!)

Le estaban desmaquillando cuando Fred se le acercó para echarle un rapapolvo.

– Se te ha ido la mano, Pat -le dijo, dejando en el aire si era consciente de que esta manera de referirse a la torpeza del presentador podía tener más de una interpretación. No esperó a que Wallingford le replicara.

Un presentador debía tener libertad para decir la última palabra. Lo que indicaba el apuntador electrónico no era sacrosanto. Fred debía de tener otros motivos de irritación. Pero a Patrick no se le había ocurrido que, entre sus colegas periodistas, cuanto tenía que ver con el joven Kennedy era sacrosanto. Su negativa a participar en la cobertura informativa de lo ocurrido demostraba a los directivos que había perdido el entusiasmo por su profesión.

– Me ha gustado lo que has dicho, ¿sabes? -le comentó a Patrick la joven maquilladora-. Creo que era necesario decirlo.

Era la muchacha que parecía estar encaprichada de él y que había vuelto de sus vacaciones. El aroma de goma de mascar se mezclaba con su perfume; su olor y lo cerca que la joven estaba de su cara recordaron a Wallingford la mezcla de olores y el calor en un baile de adolescentes en el instituto. No se había sentido tan excitado desde la última vez que estuvo con Doris Clausen.

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