– ¿Quién ha de decir lo que es «suficiente razón» cuando se trata de su razón personal? Usted debe elegir -repitió Wallingford-. Nadie puede ni debe tomar esa decisión por usted.
– La verdad es que eso no es demasiado consolador -le dijo la mujer-. Estaba decidida a abortar hasta que le vi a usted en el comedor. No entiendo qué es lo que su presencia me ha provocado.
Wallingford había sabido desde el principio que todo aquello acabaría por ser culpa suya. Hizo el esfuerzo más discreto posible por retirar el brazo que le asía la mujer, pero ella no iba a soltarle con tanta facilidad.
– No sé qué me pasó cuando hablé con usted -siguió diciendo la mujer-. ¡No me había dirigido de esa manera a nadie en toda mi vida! No debería culparle personalmente de lo que hacen los medios de comunicación, o lo que yo creo que hacen. Me había afectado mucho la noticia de lo ocurrido a John Kennedy hijo, y estaba aún más trastornada por mi primera reacción. ¿Sabe qué pensé al enterarme de que la avioneta se había perdido?
– No. -Patrick sacudió la cabeza; el agua caliente le perlaba la frente de sudor, y veía las gotículas sobre el labio superior de la mujer.
– Me alegré de que su madre hubiera muerto, pues así no tendría que vivir esa tragedia. Lo sentí por él, pero me alegré de que ella estuviera muerta. ¿No es eso horrible?
– Es perfectamente comprensible -replicó Wallingford-. Usted es madre…
Su impulso de darle unas palmaditas en la rodilla bajo el agua fue sincero, es decir, impulsivo sin el menor contenido sexual. Pero como el impulso se transmitió a lo largo del brazo izquierdo, al final no hubo mano con la que tocarle la rodilla. Sin querer, apartó bruscamente el muñón, en el que volvía a notar el movimiento de los insectos invisibles.
El gesto incontrolable de Wallingford no arredró a la madre y abuela preñada, que volvió a tomarle calmosamente el brazo. Una vez más Patrick depositó de buena gana el muñón sobre el regazo de la mujer, un gesto que a él mismo le sorprendió, y ella le tomó el antebrazo sin ningún reproche, como si sólo hubiera perdido momentáneamente algo que atesoraba.
– Le pido disculpas por atacarle en público -le dijo sinceramente-. Ha sido una impertinencia, algo que sólo he podido hacer porque estoy fuera de mí. -Le aferró el antebrazo con tanta fuerza que Wallingford notó un dolor imposible en el inexistente pulgar izquierdo, y se contorsionó-. ¡Dios mío! ¡Le he hecho daño! -exclamó la mujer, soltándole el brazo-. ¡Y ni siquiera le he preguntado qué le ha dicho el médico!
– Estoy bien -replicó Patrick-. Son los nervios regenerados cuando me hicieron el trasplante y que se están portando mal. El médico cree que el problema radica en mi vida amorosa, o quizás en el estrés.
– Su vida amorosa -dijo la mujer en un tono neutro, como si no le interesara hablar del asunto. Tampoco Wallingford quería abordarlo-. Pero ¿por qué sigue usted aquí? -le preguntó de repente.
Patrick pensó que se refería a la bañera de agua caliente, y estuvo a punto de decirle que estaba allí porque ella le retenía. Entonces comprendió que le preguntaba por qué no había regresado a Nueva York. Y si no era Nueva York, ¿no debería estar en Hyannisport o en Martha's Vineyard?
Wallingford temía decirle que retrasaba la vuelta inevitable a su discutible profesión («discutible» dado el espectáculo en torno a los Kennedy, al que él no tardaría en contribuir). Sin embargo, y aunque a regañadientes, lo admitió así y, además, le dijo que se proponía ir caminando a Harvard Square para recoger un par de libros que su médico le había recomendado. Había pensado pasar el resto del fin de semana leyéndolos.
– Pero temía que en Harvard Square alguien me reconociera y me abordara más o menos como usted lo ha hecho esta mañana… me lo habría merecido -añadió.
– ¡Dios mío! -exclamó la mujer-. Dígame qué libros son y yo se los traeré. A mí nadie me reconoce.
– Es usted muy amable, pero…
– ¡Déjeme que le traiga los libros, por favor! ¡Así me sentiré mejor!
Se echó a reír nerviosamente, al tiempo que se echaba atrás el cabello mojado. No sin cierta timidez, Wallingford le dijo los títulos.
– ¿El médico se los ha recomendado? ¿Tiene usted hijos?
– Hay un niño que es como un hijo para mí, o quiero que lo sea más -le explicó Patrick-. Pero aún es demasiado pequeño para que pueda leerle Stuart Little o La telaraña de Charlotte . Sólo los quiero para imaginarme leyéndoselos dentro de unos pocos años.
– Le he leído La telaraña de Charlotte a mi nieto hace unas pocas semanas -le dijo la mujer-. Y lloré de nuevo… lloro cada vez que leo ese cuento.
– No recuerdo muy bien la historia, pero mi madre también lloraba -admitió Wallingford.
– Me llamo Sarah Williams.
El percibió una curiosa vacilación en la voz de la mujer cuando le dijo su nombre y le tendió la mano.
Patrick se la estrechó, y las manos de ambos tocaron la espuma burbujeante de la bañera. En aquel momento los chorros que creaban el remolino cesaron y el agua quedó al instante clara e inmóvil. Fue un poco sorprendente y un augurio evidente, lo cual le provocó a Sarah Williams otro acceso de risa nerviosa. La mujer se irguió y salió de la bañera.
Wallingford admiró esa manera que tienen las mujeres de salir del agua con el bañador mojado, cuando un dedo tira automáticamente hacia abajo del borde posterior de la prenda.
En pie, su pequeño vientre volvía a parecer casi liso, tan escasa era la hinchazón. Por el recuerdo que tenía del embarazo de la señora Clausen, Wallingford supuso que Sarah Williams estaba embarazada de dos meses, tres a lo sumo. Si ella no le hubiera dicho que estaba encinta, él no lo habría adivinado jamás. Y tal vez siempre tenía aquel abolsamiento, incluso cuando no estaba embarazada.
– Le llevaré los libros a su habitación -le dijo Sarah mientras se envolvía en una toalla-. ¿Qué número tiene?
El se lo dio, agradecido por la ocasión de prolongar su estancia allí, pero mientras aguardaba que ella le trajera los libros, debería decidir si regresaba a Nueva York aquella noche o esperaba al domingo por la mañana.
Tal vez Mary aún no habría dado con él, y eso proporcionaría a Patrick algo más de tiempo. Incluso podría descubrir que tenía la fuerza de voluntad suficiente para retrasar el momento de encender el televisor, al menos hasta que Sarah Williams llegara a su habitación. Tal vez aquella mujer miraría las noticias con él; ambos parecían convenir en que la cobertura sería insoportable. Siempre es mejor no mirar a solas un mal noticiario… y no digamos una Super Bowl.
Sin embargo, tan pronto como estuvo de regreso en la habitación, fue incapaz de seguir resistiendo. Se quitó el bañador mojado pero no el albornoz, y, mientras reparaba en el destello de la luz de los mensajes en el teléfono, sacó el mando a distancia del cajón donde lo había escondido y encendió el televisor.
Examinó un canal tras otro hasta dar con la cadena especializada en noticias, donde vio cumplido lo que podría haber predicho (John E Kennedy hijo, conexión con Tribeca). Allí estaban las puertas metálicas de la buhardilla que John hijo compró en el número 20 de North More. La residencia de los Kennedy, que estaba al otro lado de la calle, delante de un viejo almacén, ya se había convertido en un santuario. Los vecinos de Kennedy hijo (y probablemente personas totalmente ajenas al lugar que pasaban por vecinos) habían depositado velas y flores, y, perversamente, también habían dejado unas postales que parecían las que se usan para desearle a un enfermo que se restablezca. Si bien Patrick consideraba terrible que la joven pareja y la hermana de la señora Kennedy hubieran muerto, como era lo más probable, detestaba a aquella gente que se revolcaba en un dolor imaginario allá en Tribeca. Ellos eran los que hacían posible lo peor de la televisión.
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