John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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– ¡No me hable de solidaridad! ¡Si usted se solidarizara con esa pobre gente, los dejaría en paz!

Puesto que la mujer estaba claramente perturbada, ¿qué podía hacer Wallingford? Sujetó la cuenta sobre la mesa con el muñón, anotó el número de su habitación, la firmó y dejó una propina. La mujer le observaba fríamente. Patrick se puso en pie, se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar el restaurante. Los niños que estaban en la sala le miraban fijamente el brazo sin mano.

Un subjefe de cocina, que parecía enojado y vestía de blanco de los pies a la cabeza, le miraba desde detrás de un mostrador.

– Hiena -le dijo.

– ¡Chacal! -gritó una anciana desde una mesa adyacente. La mujer, la primera atacante de Patrick, le dijo a sus espaldas:

– Buitre… se alimenta de carroña…

Wallingford siguió andando, pero notaba que la mujer le seguía; le acompañó a los ascensores, donde él oprimió el botón y esperó. La oía respirar, pero no la miraba. Cuando la puerta del ascensor se abrió, entró en el camarín y dejó que la puerta se cerrase a sus espaldas. Hasta que pulsó el botón de su planta y se volvió no supo que la mujer no estaba allí, y le sorprendió encontrarse a solas.

Patrick pensó que aquellas actitudes se debían a la atmósfera de Cambridge, a todos aquellos intelectuales de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que odiaban la vulgaridad de los medios de comunicación. Se cepilló los dientes, con la mano derecha, naturalmente. Nunca olvidaba que acababa de aprender a cepillárselos con la izquierda cuando ésta dejó de responderle. Todavía sin saber lo que había ocurrido, bajó al vestíbulo y tomó un taxi para ir al consultorio del doctor Zajac.

Le desconcertó que el doctor Zajac, y en concreto su cara, oliera a actividad sexual. Esta prueba de vida privada no era lo que Wallingford deseaba saber de su cirujano, mientras éste leaseguraba de nuevo que no había nada alarmante en las sensaciones que experimentaba en el muñón.

Resultó que existía una palabra para la sensación producida por los pequeños e invisibles insectos que pululaban encima o debajo de su piel.

– Formicación -le dijo el doctor Zajac.

Naturalmente, Wallingford no le oyó bien.

– ¿Perdone?

– Esa palabra significa «alucinación táctil» -le explicó el médico-. Formicación, con eme.

– Ah.

– Es como si los nervios tuvieran una memoria larga -siguió diciendo Zajac-. Lo que los provoca no es la mano desaparecida. He mencionado su vida sentimental porque usted se refirió a ella en cierta ocasión. En cuanto al estrés, me basta con imaginar la semana que le espera. No le envidio los próximos días. Ya sabe a qué me refiero.

No, Wallingford no sabía a qué se refería el doctor Zajac. ¿Qué creía que le esperaba en los próximos días? Pero aquel hombre siempre le había parecido algo loco. Patrick se dijo que tal vez todo el mundo en Cambridge estaba un poco loco.

– La verdad es que no soy muy feliz en el aspecto sentimental -le confesó Wallingford, pero no dijo más, pues no recordaba haber hablado nunca de su vida amorosa con Zajac. (¿Acaso los analgésicos habían sido más potentes de lo que creía cuando los tomó?)

En el consultorio del cirujano, intentó discernir las evidentes diferencias con el pasado, y se sintió más confuso. Aquella estancia era un suelo sagrado, pero parecía haber cambiado mucho desde la ocasión en que la señora Clausen le violó en la misma silla en la que él ahora se sentaba y desde la que examinaba las paredes.

¡Pues claro! ¡Las fotos de los pacientes famosos de Zajac habían desaparecido! En su lugar había dibujos infantiles, en realidad dibujos de un solo niño, de Rudy. Castillos en el cielo, le pareció a Patrick, y varios de un gran barco que se hundía. Sin duda el joven artista había visto la película Titanic. (Tanto Rudy como el doctor Zajac la habían visto dos veces, aunque el cirujano había hecho que Rudy cerrara los ojos durante la escena de sexo en el coche.)

En cuanto a la modelo de la serie de fotos de una mujer en las etapas progresivas de su embarazo… en fin, no era sorprendente que Wallingford se sintiera atraído por la basta sexualidad de la mujer. Debía de ser Irma, la misma dama que había dicho ser la esposa de Zajac cuando respondió a la llamada telefónica de Patrick. Wallingford se enteró de que Irma esperaba gemelos cuando preguntó por los marcos vacíos que colgaban de las paredes en media docena de lugares, siempre a pares.

– Son para los gemelos, cuando nazcan -le dijo el doctor Zajac con orgullo.

Nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados envidiaba a Zajac por tener gemelos, si bien aquel imbécil de Mengerink opinaba que los gemelos eran lo que Zajac se merecía por haberse tirado a Irma el doble de lo que él opinaba que era «normal». Schatzman no tenía ninguna opinión sobre el próximo nacimiento de los gemelos del doctor Zajac, porque Schatzman estaba más que jubilado… había muerto. Y Gingeleskie (el vivo) había trocado la envidia que le causaba Zajac por la envidia más virulenta hacia un colega más joven, a quien Zajac había incorporado a la asociación quirúrgica. Nathan Blaustein había sido el mejor alumno de cirugía clínica que Zajac había tenido en Harvard. El doctor Zajac no envidiaba en absoluto al joven Blaustein; reconocía simplemente que éste le superaba en técnica, que era un genio de la medicina.

En cierta ocasión, un niño de diez años de New Hampshire se cercenó un dedo al manipular un aventador de nieve, y el doctor Zajac insistió en que Blaustein se encargara de implantárselo. El dedo pulgar estaba destrozado y se había congelado de una manera irregular. El padre del chico tardó casi una hora en encontrar el dedo amputado en la nieve, y entonces la familia tuvo que conducir durante dos horas hasta Boston. Pero la intervención fue un éxito. Zajac ya estaba tanteando a sus colegas para añadir el nombre de Blaustein a la placa del consultorio y el membrete de las cartas, una petición que había irritado no poco a Mengerink y sin duda había hecho que Schatzman y Gingeleskie (el difunto) se revolvieran en sus tumbas.

En cuanto a las ambiciones que había tenido el doctor Zajac de trasplantar manos, ahora Blaustein se ocupaba de ello. (Zajac había predicho que no tardaría en haber diversos procedimientos de trasplante.) El cirujano dijo que le gustaría formar parte del equipo, pero creía que el joven Blaustein debía dirigir la operación, porque era el mejor cirujano de todos ellos. No sentía ni envidia ni resentimiento. De una manera inesperada, incluso para sí mismo, el doctor Nicholas M. Zajac era un hombre feliz y relajado.

Desde que Wallingford perdió la mano de Otto Clausen, Zajac se había limitado a sus inventos de prótesis, que diseñaba y montaba en la mesa de la cocina mientras escuchaba los can tos de sus aves. Patrick Wallingford era el conejillo de Indias perfecto para probar los inventos de Zajac, porque estaba dispuesto a presentar las nuevas prótesis en su noticiario de la noche, aunque no las llevara personalmente. La publicidad había sido beneficiosa para el cirujano.

Una prótesis de su invención, que, como era predecible, se llamaba «la Zajac», se fabricaba ahora en Alemania y Japón. (El modelo alemán era más caro, pero ambos se comercializaban en todo el mundo.) El éxito de la Zajac había permitido al cirujano reducir a la mitad el tiempo que dedicaba a la práctica quirúrgica. Todavía enseñaba en la Facultad de Medicina, pero podía dedicarse más a sus invenciones, así como a Rudy e Irma, y dentro de poco a los gemelos.

– Debería usted tener hijos -le decía Zajac a Patrick Wallingford, mientras el cirujano apagaba las luces del consultorio y los dos hombres tropezaban torpemente en la oscuridad-. Los hijos le cambian a uno la vida.

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