John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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El segundo, Matthew David Scott, de Absecon, localidad de Nueva Jersey, es el único receptor de una nueva mano a quien Wallingford consideraría envidiable por los aspectos interesantes de su trasplante. Nunca envidió la mano del señor Scott, pero en la cobertura que dieron los medios de comunicación al partido de los Phillies, en el que el hombre de los petardos hizo el primer lanzamiento, Wallingford reparó en que Matthew David Scott estaba con su hijo. Lo que Patrick envidiaba del señor Scott era aquel niño.

Había tenido premoniciones de lo que llamaría el «sentimiento de paternidad» cuando aún estaba en plena recuperación, tras haber perdido la mano de Otto. Los analgésicos no tenían nada de especial, pero podrían haberle impulsado a mirar sin compañía, por primera vez, la Super Bowl. ¡Uno no mira a solas un partido de esa importancia!

Seguía queriendo llamar a la señora Clausen y pedirle que le explicara lo que sucedía en el partido, pero la XXXIII Super Bowl era el aniversario del accidente o suicidio de Otto Clausen en su camión de transporte de cerveza, y, además, los Packers no jugaban. En consecuencia, Doris le había dicho a Patrick que tenía la intención de marcharse lejos, donde no hubiera posibilidad de ver ni oír el partido. Patrick estaría solo.

Se tomó una o dos cervezas mientras miraba el encuentro, pero no lograba entender por qué aquello gustaba tanto a la gente. Para ser justo, era un mal partido. Los Broncos ganaron la Super Bowl como lo hicieran el año anterior, y sin duda sus hinchas estaban satisfechos, pero el encuentro no había sido reñido, ni siquiera competitivo. Para empezar, los Falcons de Atlanta estaban fuera de lugar en la Super Bowl. (Por lo menos ésa era la opinión de todas las personas con las que más adelante Wallingford hablaría en Green Bay)

No obstante, incluso mientras miraba distraídamente la Super Bowl, por primera vez Patrick podía imaginarse yendo a un partido de los Packers en el estadio Lambeau con Doris y el pequeño Otto. O tal vez sólo con el niño cuando fuese un poco mayor. La idea le había sorprendido, pero corría enero de 1999. En abril de ese año, cuando Wallingford viera a Matthew David Scott y su hijo en el encuentro de los Phillies, la misma idea ya no le sorprendería; había dispuesto de un par de meses mas para echar de menos a Otto hijo y a la madre del muchacho. Aunque fuese cierto que había perdido a la señora Clausen, Wallingford temía con razón que si ahora (a mediados del verano de 1999, cuando Otto hijo sólo contaba ocho meses de edad y ni siquiera gateaba) no hacía un esfuerzo por ver más al pequeño Otto, no habría ninguna base sobre la que edificar una relación cuando el chico fuese mayor.

La única persona en Nueva York a la que Wallingford confesó sus temores de que había perdido la oportunidad de ser padre fue Mary. ¡Difícilmente podría haber elegido una confidente peor! Cuando Patrick le dijo que anhelaba «ser más que un padre» para Otto Clausen hijo, Mary le recordó que podía embarazarla a ella cuando le viniera en gana y ser así padre de un niño que viviría en Nueva York.

– No tienes necesidad de ir a Green Bay, en Wisconsin, para ser padre, Pat -le dijo Mary.

Que hubiera pasado de ser una chica tan simpática al empeño en expresar el monocorde deseo de recibir la «simiente» de Wallingford no beneficiaba su reputación entre las demás mujeres de la sala de redacción, o así lo creía Patrick, que seguía pasando por alto el hecho de que los hombres habían influido mucho más en Mary. Había tenido problemas con los hombres o, por lo menos (era lo mismo), eso creía ella.

Wallingford nunca sabía si por las noches, cuando terminaba de presentar el noticiario y decía «Buenas noches, Doris, buenas noches, mi pequeño Otto», ellos le estaban viendo. La señora Clausen no le había llamado ni una sola vez para decirle que había visto el noticiario de la noche.

Era un viernes de julio de 1999, y una ola de calor azotaba Nueva York. La mayor parte de los fines de semana, Wallingford iba a Bridgehampton, donde había alquilado una casa. Con excepción de la piscina (desde que era manco Patrick jamás se bañaba en el mar), era como si estuviese en la ciudad. Veía a las mismas personas en las mismas fiestas, lo cual, por cierto, era lo que a Wallingford y a muchos otros neoyorquinos les gustaba de estar allí.

Aquel fin de semana, unos amigos le habían invitado al cabo Cod, desde donde irían en avioneta a Martha's Vineyard. Pero incluso antes de que notara los ligeros pinchazos en el lugar donde le habían amputado la mano (algunas de las punzadas parecían extenderse al espacio vacío donde estuvo la mano izquierda), telefoneó a sus amigos y canceló el viaje con alguna excusa tonta.

En aquellos momentos no sabía lo afortunado que había sido al no volar a Martha's Vineyard ese viernes por la noche. Entonces recordó que había prestado su casa de Bridgehampton a un grupo de mujeres de la redacción para que pasaran allí el fin de semana. Iban a celebrar una fiesta con motivo del próximo nacimiento de un bebé… o una orgía, imaginó cínicamente Patrick. Sintió la pasajera curiosidad de saber si Mary estaría allí. (Era el Patrick anterior al tan formal de ahora quien tenía esa curiosidad.) Pero no le preguntó a Mary si era una de las mujeres que usarían su casa de verano aquel fin de semana. De habérselo preguntado, ella habría sabido que estaba libre y se habría mostrado deseosa de cambiar sus planes.

Wallingford todavía subestimaba lo sensibles y vulnerables que eran las mujeres que han tenido serias dificultades para quedar en estado. No era probable que Mary hubiera preferido asistir a la fiesta que otra mujer organizaba para celebrar su embarazo.

Así pues, Patrick se encontraba en Nueva York un viernes a mediados de julio, sin planes para el fin de semana y sin ningún lugar adonde ir. Mientras le maquillaban para presentar el noticiario del viernes, pensó en llamar a la señora Clausen. Nunca se había invitado a sí mismo, siempre había esperado a que ella le invitara a Green Bay. No obstante, Doris y Patrick eran conscientes de que los intervalos entre sus invitaciones se habían prolongado. (La última vez que estuvo en Wisconsin, aún había nieve en el suelo.)

¿Y si Wallingford se limitaba a llamarla y le decía: «¡Hola! ¿Qué hacéis tú y el pequeño Otto este fin de semana? ¿Qué tal si yo fuese a Green Bay?». Y eso fue lo que hizo, sin pensarlo dos veces: telefoneó a Doris de repente.

Le respondió el contestador automático: «Hola. El pequeño Otto y yo nos vamos a pasar el fin de semana al norte. Allí no tenemos teléfono. Estaremos de vuelta el lunes».

Patrick no dejó ningún mensaje, pero sí un poco de maquillaje en el teléfono. Estaba tan distraído por la voz de la señora Clausen en el contestador, y todavía más por su imagen, a medias imaginada y a medias soñada, en la casita del lago, que sin pensarlo trató de limpiar el maquillaje que embadurnaba el auricular con la mano izquierda. Se sorprendió cuando el muñón estableció contacto con el aparato… ésa fue la primera punzada.

Cuando colgó, las sensaciones punzantes continuaron. Se miró el muñón, esperando ver hormigas u otros pequeños insectos moviéndose por el tejido cicatricial, pero allí no había nada. Sabía que no podía haber bichos bajo el tejido, pero los notó continuamente mientras presentaba el noticiario.

Más tarde Mary observaría que su saludo habitual a Doris y al pequeño Otto, normalmente alegre, le había parecido un tanto apático, pero Wallingford sabía que no podían estar viéndole, pues la señora Clausen le había dicho que la casita del lago carecía de electricidad. (En general, era reacia a hablar de ese lugar del norte, y si hablaba lo hacía con timidez y en voz tan baja que no era fácil oírla bien.)

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