John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Las sensaciones hormigueantes prosiguieron mientras desmaquillaban a Patrick. Como pensaba en algo que le había dicho el doctor Zajac, apenas era consciente de que la maquilladora habitual estaba de vacaciones. Suponía que se había encaprichado de él, pero aún no le había tentado. Se dijo que la manera en que aquella chica mascaba chicle era lo que echaba en falta. Sólo ahora, cuando estaba ausente, la imaginó por un instante de una nueva manera, desnuda. Pero las punzadas sobrenaturales en la mano invisible seguían distrayéndole, así como el recuerdo del brusco consejo que le diera Zajac: «No haga el tonto si cree que me necesita». Así pues, Patrick no hizo el tonto y telefoneó al domicilio de Zajac, aunque suponía que el cirujano especializado en las manos más afamado de Boston pasaría los fines de semana del verano fuera de la ciudad.

Lo cierto era que aquel verano el doctor Zajac había alquilado una casa en Maine, pero sólo durante el mes de agosto, cuando tuviera la custodia de Rudy. Medea , a la que ahora llamaban con más frecuencia Colega , se comía montones de almejas y mejillones, con concha y todo, pero la perra parecía haber superado el gusto por sus propias heces, y ahora Rudy y Zajac jugaban al Iacrosse con una pelota. El chico incluso había asistido a un centro donde enseñaban a jugar al lacrosse durante la primera semana de julio. Rudy estaba con Zajac, pasando el fin de semana en Cambridge, cuando telefoneó Wallingford.

Irma se puso al aparato.

– Sí, ¿quién es? -preguntó.

Wallingford contempló la remota posibilidad de que el doctor Zajac tuviera una revoltosa hija adolescente. Sólo sabía que Zajac tenía un hijo pequeño, de seis o siete años… como el hijo de Matthew David Scott. Patrick siempre veía en su mente al chiquillo desconocido con jersey de béisbol, las manos alzadas como las de su padre, ambos celebrando aquel lanzamiento victorioso en Filadelfia. (Algún periodista lo había llamado «lanzamiento victorioso».)

– ¿Sí? -repitió Irma. ¿Era una canguro del hijito de Zajac, malhumorada y sexualmente obsesionada? Tal vez era la empleada doméstica, pero su voz era demasiado áspera para ser una empleada del doctor Zajac.

– ¿Está el doctor Zajac? -le preguntó Wallingford.

– Soy la señora Zajac -respondió Irma-. ¿Quién es usted?

– Patrick Wallingford. El doctor Zajac me operó…

– ¡Nicky! -le oyó Patrick gritar, aunque Irma había cubierto parcialmente el micrófono con la mano-. ¡Es el hombre del león!

Wallingford pudo identificar en parte el ruido de fondo: casi con toda seguridad un niño, sin ninguna duda un perro y el inequívoco ruido sordo de una pelota. Oyó el sonido de una silla arrastrada por el suelo y el de las garras de un perro que caminaba por un suelo de madera. Debían de estar practicando alguna clase de juego. ¿Trataban de lanzar la pelota lejos del perro? Cuando por fin Zajac se puso al aparato, estaba sin aliento.

Tras describirle los síntomas, Wallingford añadió esperanzado:

– Es posible que sólo se deba al tiempo.

– ¿El tiempo? -inquirió Zajac.

– Ya sabe… la ola de calor -le explicó Patrick.

– ¿No está bajo techo la mayor parte del día? -quiso saber Zajac-. ¿Es que no hay aire acondicionado en Nueva York?

– No siempre es dolor -siguió diciéndole Wallingford-. A veces la sensación es como el comienzo de algo que no va a ninguna parte. Quiero decir que parece como si la punzada o el picor fuesen a desembocar en el dolor, pero no es así, y cesa tan bruscamente como ha empezado, como algo interrumpido… algo eléctrico.

– Precisamente -le dijo el doctor Zajac. ¿Qué esperaba Wallingford? Le recordó que, sólo cinco meses después del trasplante, había recuperado veintidós centímetros de regeneración nerviosa.

– Lo recuerdo -replicó Patrick.

– Pues bien, considere que esos nervios todavía tienen algo que decir -concluyó Zajac.

– Pero ¿por qué ahora? -le preguntó Wallingford-. Ha pasado un año y medio desde que perdí la mano. Había sentido algo anteriormente, pero no tan concreto. Tengo la sensación de que realmente estoy tocando algo con el dedo anular o el índice de la mano izquierda, ¡y ni siquiera tengo la mano izquierda!

– ¿Cómo van los demás aspectos de su vida? -replicó el doctor Zajac-. Supongo que su clase de trabajo comporta cierto grado de estrés. No sé cómo avanza su vida sentimental, pero recuerdo que eso le preocupaba un tanto, o así me lo dijo. Mire, no olvide que hay otros factores que afectan a los nervios, incluso a los nervios que han sido seccionados.

– No se sienten «seccionados», eso es lo que quiero decir -puntualizó Wallingford.

– Claro que sí, y lo que yo le digo. Lo que usted siente se conoce médicamente como «parestesia», una sensación errónea que está más allá de la percepción. El nervio que le hacía sentir dolor o le proporcionaba la sensación del tacto en el dedo anular o índice de la mano izquierda ha sido cortado dos veces, ¡primero por un león y luego por mí! Esa fibra cortada se encuentra todavía en el haz nervioso del muñón, acompañada por millones de otras fibras que van y vienen por todas partes. Si el tacto, la memoria o un sueño estimulan la neurona conectada con el extremo de ese nervio del muñón, envía el mismo mensaje de siempre. Las sensaciones que parecen provenir del lugar donde estuvo su mano izquierda son registradas por las mismas fibras y tramos nerviosos que procedían de la mano izquierda. ¿Lo comprende?

– Más o menos -replicó Wallingford, aunque debería haberle dicho que no.

Siguió mirándose el muñón, por el que volvían a moverse las hormigas invisibles. Se había olvidado de mencionarle al médico aquella sensación como de insectos en movimiento, pero Zajac no le dio tiempo a hacerlo.

El cirujano se había dado cuenta de que su paciente estaba insatisfecho.

– Mire, si eso le preocupa, tome el avión y venga aquí. Alójese en un buen hotel. Le veré por la mañana.

– ¿El sábado por la mañana? -replicó Wallingford-. No quiero estropearle el fin de semana.

– No iré a ninguna parte -le dijo Zajac-. Sólo tendré que buscar a alguien que abra el edificio. No será la primera vez que lo haga. Tengo las llaves en el consultorio.

En realidad, Wallingford ya no estaba preocupado por la falta de la mano, pero ¿qué otra cosa iba a hacer aquel fin de semana?

– Vamos, hombre, tome el puente aéreo -le decía Zajac-. Le veré por la mañana, sólo para tranquilizarle.

– ¿A qué hora? -le preguntó Wallingford.

– A las diez en punto -respondió Zajac-. Alójese en el hotel Charles. Está en Cambridge, en la calle Bennett, cerca de Harvard Square. Tienen un gimnasio estupendo y piscina.

Aunque un gimnasio y una piscina nunca habían sido los rasgos que más le gustaban de un hotel, Wallingford accedió.

– De acuerdo, veré si consigo una reserva.

– No se preocupe, de eso me encargo yo -le dijo Zajac-. Me conocen, e Irma es socia de su gimnasio.

Wallingford dedujo que Irma, aquella mujer no demasiado amable, debía de ser la esposa del cirujano.

– Se lo agradezco -fue todo lo que Wallingford pudo decirle.

Oía en el fondo los alegres gritos del hijo de Zajac, los gruñidos y brincos de aquel perro que parecía salvaje, los rebotes de la pelota dura y pesada.

– ¡En mi vientre no! -gritó Irma.

Patrick oyó también esas palabras. ¿A qué se refería la mujer? Él no podía saber que Irma estaba embarazada, y mucho menos que esperaba gemelos. El parto sería a mediados de septiembre, pero su abdomen era ya tan voluminoso como la mayor de las jaulas de aves canoras. Era evidente que no quería que un niño o un perro saltaran sobre su vientre.

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