Patrick dio las buenas noches a la pandilla de la sala de redacción. Nunca había sido el último en marcharse, y tampoco iba a serlo aquella noche, pues Mary le estaba esperando junto a los ascensores. Lo que la joven había acertado a oír de la conversación telefónica le había desorientado. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
– ¿Quién es ella? -le preguntó Mary.
– ¿A quién te refieres?
– Debe de estar casada, si vas a verla un sábado por la mañana.
– Por favor, Mary…
– ¿Quién es esa persona cuyo fin de semana temes estropear? -inquirió ella-. ¿No es así como lo has dicho?
– Voy a Boston para ver a mi cirujano, Mary.
– ¿Solo?
– Sí, solo.
– Llévame contigo -le pidió ella-. Si vas solo, ¿por qué no me llevas? De todos modos, ¿cuánto tiempo vas a estar con tu cirujano? ¡Puedes pasar el resto del fin de semana conmigo!
El corrió un riesgo considerable y le dijo la verdad.
– No puedo llevarte, Mary. No quiero que tengas un hijo mío porque ya soy padre, y no veo lo suficiente al pequeño. No quiero otro hijo al que no pueda ver lo suficiente.
– Ah -dijo ella, como si la hubiera pegado-. Comprendo. Eso aclara las cosas. No siempre eres claro, Pat. Te agradezco que lo seas tanto.
– Lo siento, Mary.
– Es el pequeño Clausen, ¿verdad? Quiero decir que en realidad es tuyo. ¿Se trata de eso, Pat?
– Sí -replicó Patrick-. Pero eso no es ninguna noticia, Mary. No lo conviertas en una noticia, por favor.
Era evidente que ella estaba enojada. El aire acondicionado era fresco, incluso frío, pero de repente Mary era más fría.
– ¿Quién crees que soy? -gruñó-. ¿Por quién me tomas?
– Por uno de nosotros -fue lo único que Wallingford pudo decir.
Mientras se cerraba la puerta del ascensor, la vio pasearse de un lado a otro, los brazos cruzados sobre los senos pequeños y bien formados. Llevaba una falda veraniega de color canela y una rebeca de color melocotón, abrochada en el cuello, pero por lo demás abierta, «un suéter contra el aire acondicionado», como él había oído decir a una de las mujeres de la sala de redacción. Mary llevaba la rebeca sobre una camiseta de seda blanca. Tenía el cuello largo, la figura bonita, la piel suave, y a Patrick le gustaba especialmente su boca, que le hacía poner en tela de juicio su determinación de no acostarse con ella.
En el aeropuerto de La Guardia le pusieron en lista de espera para volar en el puente aéreo. Hubo una plaza disponible en el segundo vuelo. Oscurecía cuando el avión aterrizó en Logan, y una bruma ligera cubría el puerto de Boston.
Patrick pensaría en ello más adelante, al recordar que su avión aterrizó en Boston más o menos al mismo tiempo que John F. Kennedy hijo trataba de aterrizar en el aeropuerto de Martha's Vineyard, no muy lejos de allí. O tal vez el joven Kennedy intentaba ver Martha's Vineyard a través de aquella misma luz indeterminada, en algo similar a la bruma que cubría Boston.
Wallingford se registró en el hotel Charles antes de las diez y fue de inmediato a la piscina cubierta, donde pasó media hora a solas, relajándose. Habría estado más tiempo, pero cerraban la piscina a las diez y media. Como con una sola mano no podía nadar, se limitaba a flotar y pedalear en el agua. De acuerdo con su personalidad, se las arreglaba para flotar bien.
Después del baño, pensaba vestirse e ir a pasear por los alrededores de Harvard Square. Funcionaban ya las escuelas de verano y habría estudiantes a los que mirar, que le recordarían su juventud mal empleada. Probablemente encontraría algún sitio donde cenar como es debido, con una botella de buen vino. En una de las librerías de la plaza tal vez encontraría algo mejor que el libro que había llevado consigo, una biografía de Byron del tamaño de un ladrillo. Pero incluso en el taxi, durante el trayecto desde el aeropuerto, había notado los efectos del calor opresivo, y cuando, tras abandonar la piscina, regresó a su habitación, se quitó el bañador mojado, se tendió desnudo en la cama y cerró los ojos para descansar uno o dos minutos. Debía de estar cansado. Cuando se despertó, casi al cabo de una hora, estaba aterido a causa del aire acondicionado. Se puso un albornoz y leyó el menú del servicio de habitaciones. Lo único que quería era una cerveza y una hamburguesa. Ya no le apetecía salir.
Fiel a sí mismo, no encendería la televisión durante el fin de semana. Puesto que la única alternativa era la biografía de Byron, la resistencia de Patrick a encender el receptor era todavía más notable. Pero se durmió con tanta rapidez (Byron apenas había nacido y el irresponsable padre del futuro poeta aún vivía) que la biografía no le causó dolor alguno.
Por la mañana desayunó en el restaurante informal situado en la planta baja del hotel. La sala le molestaba, sin que supiera por qué. No se debía a los niños. Tal vez había demasiados adultos a quienes parecía molestarles la presencia de los niños. La noche anterior y aquella mañana, precisamente cuando Wallingford no miraba la televisión ni siquiera echaba un vistazo al periódico, el país entero estaba pendiente de una de aquellas noticias en las que se especializaba el canal de los desastres. La avioneta de John Kennedy hijo había desaparecido, y parecía ser que había caído al océano. Pero no había nada que ver, y lo que salía una y otra vez en la pantalla era la imagen del pequeño Kennedy en el cortejo fúnebre de su padre. Allí estaba John hijo, un niño de tres años con pantalones cortos, saludando marcialmente al féretro de su padre, tal como su madre, susurrándole al oído, le había dicho que lo hiciera sólo unos segundos antes. Más adelante Wallingford se diría que esa imagen podría considerarse el momento representativo del siglo más próspero de Estados Unidos, un siglo que también había muerto, aunque sigamos comercializándolo.
Tras desayunar, Patrick siguió sentado, tratando de terminar el café sin devolver la mirada a una mujer de edad mediana que le había estado mirando sin cesar desde el otro extremo de la sala. Pero al final la mujer avanzó hacia él. Fingía que sólo pasaba por allí, pero Wallingford sabía que iba a decirle algo. Siempre se daba cuenta de esas cosas, y a menudo era capaz de adivinar lo que las mujeres iban a decirle, pero no fue así en esta ocasión.
En el pasado había sido guapa. No usaba maquillaje, y su cabello castaño sin teñir se estaba volviendo gris. Las patas de gallo en las comisuras de los ojos castaño oscuro le daban un aire de tristeza y fatiga que hacía pensar a Wallingford en la señora Clausen cuando fuese mayor.
– Escoria… cerdo asqueroso… ¿cómo puede dormir por la noche? -le preguntó la mujer en un áspero susurro. Apretaba los dientes y sólo los separaba lo suficiente para escupirlas palabras.
– Disculpe? -le dijo Patrick Wallingford.
– No ha tardado mucho en venir aquí, ¿no es cierto? -siguió diciéndole ella-. Esas pobres familias… ni siquiera han rescatado los cuerpos. Pero eso no le detiene a usted, ¿verdad? Medra en la desgracia ajena. Su cadena debería llamarse el canal de la muerte… no, ¡el canal del duelo! ¡Porque hacen algo más que invadir la intimidad de la gente, les roban su aflicción! ¡Hacen público su duelo privado, incluso antes de que hayan tenido ocasión de afligirse!
Wallingford supuso, erróneamente que la mujer hablaba en general de su pasado como presentador de noticias. Desvió la vista de la mirada fija de la mujer, pero vio que ninguno de los demás clientes del hotel que estaban desayunando acudiría en su ayuda. A juzgar por sus expresiones unánimemente hostiles parecían compartir el punto de vista de aquella demente.
– Procuro informar de lo que sucede de una manera solidaria… -empezó a decir Patrick, pero la mujer, casi violenta, le interrumpió.
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