John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Doris ni siquiera se quitó el abrigo. Había ido al hotel sin ningún motivo oculto. Debía de tener ganas de pasear en coche, eso era todo.

Esta vez, cuando Wallingford vio al bebé, el pequeño Otto pareció reconocerle. Aunque eso era altamente improbable, desazonó todavía más a Patrick, y regresó a Boston con una premonición inquietante. No sólo Doris no había querido tener ningún contacto con la mano, ¡sino que apenas la había mirado! ¿Acaso el pequeño Otto se había convertido en el único receptor de su afecto y atención?

Wallingford se sintió inquieto durante varios días, reflexionando en las señales que la señora Clausen podía estar enviándole. Le había dicho que, cuando el pequeño Otto creciera, quizá le gustaría ver y asir la mano de su padre de vez en cuando. ¿A qué edad se refería? ¿Cuando fuese mucho mayor? ¿Qué significaba «de vez en cuando»? ¿Intentaba Doris decirle a Patrick que se proponía verle menos? La reciente frialdad de la mujer hacia la mano le había causado a Wallingford el peor insomnio desde los dolores que siguieron a la intervención quirúrgica. Algo iba mal.

Ahora, cuando Wallingford soñaba con el lago sentía frío, un frío como el que uno siente cuando lleva un bañador húmedo tras la puesta del sol. Cierto que ésa era una de las sensaciones que experimentó durante el sueño inducido por el analgésico indio, pero en esta nueva versión el bañador húmedo no conducía a la relación sexual. No conducía a ninguna parte. Lo único que Patrick sentía era frío, un frío nórdico.

Entonces, no mucho después de su visita a Green Bay, una mañana se despertó muy temprano en un estado febril, y pensó que tenía la gripe. Entonces se examinó la mano izquierda en el espejo del baño. (Había adiestrado a la mano para cepillarse los dientes; su fisioterapeuta le había dicho que era un buen ejercicio.) La mano tenía un color verdoso. La nueva tonalidad comenzaba a unos cinco centímetros por encima de la muñeca y se oscurecía en las puntas de los dedos. Era el color verde musgo de un lago bajo un cielo encapotado. Era el color de los abetos desde cierta distancia, o envueltos por la niebla; era el verde oscuro de los pinos que ennegrecían el agua al reflejarse en ella. Wallingford estaba a cuarenta de fiebre.

Pensó en llamar a la señora Clausen antes que al doctor Zajac, pero había una hora de diferencia horaria entre Boston y Green Bay, y no quería despertar a la madre o al bebé. Cuando telefoneó a Zajac, el cirujano le dijo que le vería en el hospital.

– Ya le dije que la piel es una cabrona -añadió.

– ¡Pero han pasado once meses, casi un año! -exclamó Wallingford-. ¡Puedo atarme los cordones de los zapatos! ¡Puedo conducir! ¡Casi puedo recoger del suelo una moneda de veinticinco centavos! ¡Incluso casi he podido recoger una de diez!

– Se encuentra usted en unas aguas desconocidas -replicó Zajac. La noche anterior el médico e Irma habían visto un vídeo con ese lamentable título, Aguas desconocidas-. Lo único que sabemos es que todavía está en el orden del cincuenta por ciento de probabilidad.

– ¿Probabilidad de qué? -le preguntó Patrick.

– De aceptación o rechazo, colega -dijo Zajac. Ahora Irma se dirigía a Medea llamándola «colega».

Tenían que amputar la mano antes de que la señora Clausen llegara a Boston, con su madre y el pequeño. El doctor Zajac tuvo que decirle a la señora Clausen que no podría ver la mano por última vez, pues se había vuelto muy fea. Wallingford reposaba en su cama de hospital, sintiéndose bastante cómodo, cuando Doris le visitó. Notaba cierto dolor, pero en modo alguno comparable al que experimentó después de la implantación. No lamentaba la pérdida, una vez más, de la mano… lo que temía era la pérdida de la señora Clausen.

– De todos modos puedes ir a verme, a mí y al pequeño Otto -le tranquilizó ella-. Nos gustaría que nos visitaras de vez en cuando. ¡Has intentado que viviera la mano de Otto! Has hecho lo que has podido, Patrick, y estoy orgullosa de ti.

Esta vez, ella no prestó la menor atención al voluminoso vendaje, tan grande que parecía como si aún hubiera una mano debajo. A Wallingford le agradaba que la señora Clausen le tomara la mano derecha y la retuviera sobre el corazón, aunque fuese brevemente, pero al mismo tiempo sufría por la certeza casi absoluta de que Doris no se llevaría de nuevo al pecho la mano que a él le quedaba.

– Soy yo quien está orgulloso de ti… de lo que has hecho -le dijo Wallingford, y ella se echó a llorar.

– Con tu ayuda -susurró Doris, ruborizándose, y le soltó la mano.

– Te quiero, Doris -le dijo Patrick.

– Pero no es posible -replicó ella sin acritud-. No puedes quererme.

El doctor Zajac no podía explicar las causas del súbito rechazo, es decir, no tenía nada que decir más allá de lo estrictamente patológico.

Wallingford sólo podía conjeturar lo que había sucedido. ¿Acaso la mano había percibido que el afecto de la señora Clausen se había desplazado de ella al niño? Tal vez Otto supo que su mano le daría a Doris el hijo que tanto se esforzaron por tener, pero ¿hasta qué punto lo había sabido la mano? Probablemente no lo sabía en absoluto.

Lo cierto es que a Wallingford le bastó poco tiempo para aceptar el resultado final del trasplante. Al fin y al cabo, conocía el divorcio… ya había sido rechazado con anterioridad.

Tanto física como psicológicamente, perder su propia mano había sido más duro que perder la de Otto. Sin duda la señora Clausen había contribuido a que Patrick nunca hubiera podido sentir como suya la mano de Otto. (Sólo podemos conjeturar lo que un experto en ética médica habría pensado de eso.)

Ahora, cuando Wallingford intentaba soñar con la casita del lago, allí no había nada, ni el olor de la pinaza, que al principio le había costado imaginar pero al que ya se había acostumbrado, ni el golpeteo del agua ni los gritos de los somorgujos. Es cierto que, como dicen, uno puede experimentar dolor en un miembro amputado mucho después de que el miembro haya desaparecido, pero eso no sorprendió lo más mínimo a Patrick Wallingford. Los dedos de la mano izquierda de Otto, que tocaban a la señora Clausen con tanta ligereza, carecían de sensación. Sin embargo, Patrick había sentido realmente el contacto de Doris al tocarla con la mano trasplantada. En sueños, cuando se llevaba el muñón vendado a la cara, Wallingford creía notar aún el olor del sexo de la señora Clausen en los dedos inexistentes.

– ¿Ha desaparecido el dolor? -le preguntaba ella.

Ahora el dolor no se iba, parecía ser tan permanente como la falta de la mano izquierda.

Patrick Wallingford seguía en el hospital el 24 de enero de 1999, cuando en Louisville, ciudad de Kentucky, se llevó a cabo el primer trasplante de mano con éxito en Estados Unidos. El receptor, Matthew David Scout, era un hombre de Nueva Jersey que había perdido la mano izquierda en un accidente con fuegos artificiales, trece años antes de la operación. Según The New York Times , «de repente estuvo disponible la mano de un donante».

Un experto en ética médica (dada su experiencia, a Zajac no le extrañó la intervención de esos caballeros) dijo que el trasplante de mano realizado en Louisville era «un experimento justificable». No tuvo nada de extraordinario que otros expertos en ética médica se mostraran en desacuerdo. («La mano no es esencial para la vida», como publicó el Times.)

El jefe del equipo quirúrgico que llevó a cabo la intervención en Louisville hizo la observación, hoy consabida, sobre la mano trasplantada de que sólo había «un cincuenta por ciento de probabilidad de que sobreviva un año, y más allá de ese plazo la verdad es que no lo sabemos».

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