La punzada, e incluso el recuerdo de la punzada, había desaparecido, y Wallingford dormía mejor que nunca, salvo por un inquietante detalle, en el que reparó al despertar, el de que el sueño no le había parecido del todo suyo. Tampoco estaba tan próximo a la experiencia con la cápsula azul cobalto como le habría gustado.
Para empezar, en el sueño no había imágenes sexuales. Tampoco Wallingford había notado el calor del sol en las tablas del embarcadero, o el de las mismas tablas a través de lo que parecía ser una toalla. Sólo había tenido la sensación lejana de que en alguna parte había un embarcadero.
Aquella noche no oyó en sueños el sonido del obturador. Aquella noche habría sido posible hacerle a Patrick Wallingford un millar de fotos, pues no se habría enterado.
Wallingford se mostró de acuerdo cuando Doris le expresó el deseo de que el niño o la niña que iba a tener conociera la mano de su padre. Esto significaba para Patrick que podía seguir viéndola. Quería a aquella mujer con una esperanza cada vez menor de que ella le correspondiera, mientras se daba la inquietante circunstancia de que ella amaba a la mano. Se la ponía sobre el vientre, donde percibía las persistentes patadas del nonato, y aunque a veces notaba que Wallingford se encogía de dolor, había dejado de considerar alarmantes las punzadas.
– En realidad no es tu mano -le recordó a Patrick la señora Clausen, aunque él no necesitaba que se lo recordaran-. Imagina cómo debe de ser para Otto… notar el movimiento de un hijo al que nunca verá. ¡Claro que le duele!
Pero el dolor era de Wallingford, ¿no? En su vida anterior, con Marilyn, Patrick podría haber respondido sarcásticamente («Ahora que lo planteas así, no me preocupa el dolor.») Pero con Doris… en fin, lo único que podía hacer era adorarla.
Por otro lado, ciertas cosas apoyaban con firmeza la argumentación de la señora Clausen. La mano no parecía pertenecer a Patrick, y jamás parecería suya. La mano izquierda de Otto no era demasiado grande, pero nos miramos mucho las manos, y es difícil acostumbrarse a ver la de otra persona en lugar de la nuestra. Había ocasiones en las que Wallingford contemplaba la mano con tanta atención como si fuese a hablar. No podía resistir la tentación de olerla, y aquél no era su olor. Por la manera en que la señora Clausen cerraba los ojos cuando ella olía la mano, sabía que el olor era el de Otto. Por suerte, Patrick tenía algunas distracciones. Durante el largo periodo de convalecencia y rehabilitación, confinado en la sala de redacción bostoniana a fin de estar cerca del doctor Zajac y el equipo médico de Boston, Patrick empezó a florecer desde el punto de vista profesional. (Tal vez «florecer» no sea el término más apropiado; digamos que la dirección de la cadena televisiva le permitió ampliar sus actividades hasta cierto punto.)
En el canal de noticias crearon un espacio finisemanal para él, que se emitía el sábado por la noche, después del noticiario. Esos complementos informativos de los noticiarios principales se emitían desde Boston. Si bien los productores seguían encargando a Wallingford todas las noticias de sucesos extravagantes, le permitieron presentarlas y resumirlas con una nueva y sorprendente dignidad, tanto por parte del presentador como de la cadena. Nadie en Boston y Nueva York, ni Patrick ni siquiera Dick, podía explicárselo.
Patrick Wallingford actuaba ante las cámaras como si la mano de Otto Clausen fuese realmente suya, con una simpatía antes ausente tanto del canal de las calamidades como de su propia manera de informar. Era como si hubiera recibido de Otto Clausen algo más que una mano.
Por supuesto, entre los reporteros serios, es decir, los periodistas que retransmitían las noticias puras y duras con profundidad y en su contexto, la mera idea de un complemento a lo que pasaba por noticias en la cadena de los desastres era risible. En las noticias auténticas aparecían refugiados cuyas madres y tías habían sido violadas delante de ellos, aunque ni las mujeres ni los niños solían admitir tal cosa. En las noticias auténticas los padres y tíos de aquellos niños refugiados habían sido asesinados, aunque tampoco esto lo admitían con facilidad. Había también noticias de médicos y enfermeras abatidos a tiros, ex profeso, de modo que los niños refugiados carecieran de cuidados médicos. Pero el llamado canal de noticias internacionales no informaba de semejantes historias de maldad premeditada, ni tampoco Patrick Wallingford recibía jamás el encargo de informar de tales sucesos sobre el terreno.
Lo que sus superiores esperaban de él era que encontrara una dignidad y una simpatía inverosímiles hacia las víctimas de accidentes francamente estúpidos, como el suyo propio. Si había algo que pudiera considerarse un pensamiento tras esa versión aguada de las noticias, era un pensamiento tan pequeño que se reducía a esto: incluso en lo horrendo hay o debería haber algo moralmente edificante, siempre que lo horrendo sea lo bastante idiota.
¿Qué importaba, pues, que la cadena de noticias no le enviara nunca a Yugoslavia? ¿Qué era lo que el hermano del portero que se confundía le había dicho a Vlad, Vlade o Lewis? («Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto?») Pues bien, Wallingford tenía un empleo, ¿no era cierto?
Y la mayor parte de los domingos estaba libre para volar a Green Bay. Cuando empezó la temporada de fútbol americano, la señora Clausen estaba embarazada de ocho meses. Era la primera vez, que ella recordara, que se perdía un partido en el estadio Lambeau. Doris bromeaba diciendo que no quería sentir las contracciones del parto cuando estuviera en la línea de las cuarenta yardas… no si el partido era bueno. (Lo que quería decir era que nadie le habría prestado la menor atención.) Así pues, veía el partido en compañía de Wallingford por la televisión. Era absurdo, pero él volaba a Green Bay sólo para mirar la tele.
Pero un partido de los Packers en Green Bay; incluso televisado, constituía el periodo más largo durante el cual la señora Clausen acariciaba la mano o permitía a ésta que la tocara; y mientras ella estaba absorta en la contemplación del partido, él podía contemplarla de la misma manera. La miraba como si memorizase su perfil o su modo de morderse el labio inferior cuando se producía un tercero y largo. (Doris tuvo que explicarle que un tercero y largo era cuando Brett Favre, el defensa de Green Bay, corría más peligro de que le quitaran el balón o de sufrir una intercepción.)
En ocasiones hacía daño a Wallingford sin proponérselo. Cuando le quitaban el balón a Favre o cuando le interceptaban, peor aún, cada vez que el otro equipo marcaba, la señora Clausen apretaba con fuerza la mano de su difunto marido.
– ¡Aaaaaay! -gritaba Wallingford, exagerando desvergonzadamente el dolor que sentía.
Ella besaba la mano, incluso la humedecía con sus lágrimas. Sólo por eso valía la pena aguantar el dolor, que era muy diferente de las punzadas debidas a las patadas del nonato. Aquellos alfilerazos eran de otro mundo.
Así pues, esforzadamente, Wallingford volaba a Green Bay casi todas las semanas. Nunca encontró un hotel de su agrado, pero Doris no le permitía alojarse en la casa que compartiera con Otto. En el curso de esos viajes, Patrick conoció a otros miembros de la familia Clausen… Otto tenía una familia muy numerosa y unida. La mayoría de ellos demostraban su afecto hacia la mano de Otto sin ningún recato. El padre y los hermanos contuvieron los sollozos, pero la madre, una mujer muy corpulenta, dio rienda suelta a las lágrimas, y la única hermana soltera se llevó la mano al pecho un momento antes de desmayarse. Wallingford había desviado la vista, por lo que no la vio caer. Él mismo se culpaba de que la hermana se hubiera mellado un diente al chocar con una mesa baja, y lo cierto es que no era una mujer de sonrisa encantadora.
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