Al llegar, tuve que soportar los inesperados chorros de agua a presión que salían de una manguera y que me mojaban por todo el cuerpo, hiciese lo que hiciese, quitándome todo: ropa, suciedad, vendas de papel, lo que fuera. Luego me llevaron a una sala donde me dejaron un camisón y un lecho, la parte de abajo de una litera de madera, donde por fin pude acostarme encima de un colchón aplastado y desigual, hecho con paja, cubierto con una sábana endurecida por el que había dormido en la misma cama que yo, una sábana llena de manchas sospechosas, que desprendían un hedor igualmente sospechoso; pero al fin tenía un colchón entero sólo para mí, y pronto me dejaron en paz, para que pasara el rato como quisiera, lo que al principio se tradujo en dormir.
Parece que nuestras viejas costumbres las llevamos con nosotros también a los lugares nuevos; así, en el hospital, tuve que luchar al principio contra numerosos condicionamientos, numerosas ideas fijas del pasado. Por ejemplo, el sentido del deber; al principio me despertaba sobresaltado al alba, pensando que no me había presentado al recuento y que me estarían buscando; me costó mucho trabajo admitir que había sido un error y acostumbrarme a la idea -cuya evidencia quedaba demostrada por la realidad- de que me encontraba en mi casa, de que todo estaba bien: alguien estaba gimiendo, más allá otros conversaban, otro callaba, se quedaba con la mirada fija a lo lejos, por donde le indicaba su nariz aguileña, mirando al techo, boquiabierto; a mí, sólo me dolía la herida y, como siempre, tenía mucha sed, debido lógicamente a la fiebre. El hecho es que me costaba convencerme de que no había recuento, de que no tenía que ver a soldados y, sobre todo, de que no tenía que ir al trabajo: todas esas ventajas eran tan importantes para mí que ninguna circunstancia secundaria, ninguna enfermedad las podía echar a perder. A veces me llevaban a una salita del piso de arriba, donde trabajaban dos médicos, uno más joven y el otro mayor; a mí me tocó ser «paciente» de este último. Era un hombre moreno y delgado, muy amable, vestido con bata blanca, zapatos limpios y una cinta alrededor del brazo, con cara fácilmente reconocible de viejo zorro simpático. Me preguntó de dónde era y me contó que él había llegado hasta allí desde Transilvania. Me despojó de mis vendas de papel, que para entonces se habían vuelto verdes y se habían endurecido, y luego, con las dos manos, me sacó del muslo todo lo que se había acumulado. Para terminar, con la ayuda de un instrumento parecido a una aguja, me metió una gasa enrollada por debajo de la piel, explicándome que era para «permitir el drenaje» y facilitar así «el proceso de limpieza y de curación», no fuera que la herida se cerrase antes de tiempo. Yo, por mi parte, estaba encantado con la idea puesto que no tenía nada especial que hacer fuera, no tenía ninguna prisa por nada, ni siquiera por curarme. Otra observación suya me gustó menos. Como, según su opinión, un solo canal de drenaje en la rodilla no bastaría creía que había que abrir otro, por un lado, y unirlo con el primero por un tercer corte. Me preguntó qué me parecía y yo me sorprendí porque me miraba como si de verdad estuviera esperando mi respuesta, mi consentimiento, por no decir mi autorización. «Como a usted le parezca», contesté y entonces dijo que no había más tiempo que perder. Enseguida se puso manos a la obra, pero yo me vi obligado a comportarme de una manera un tanto ruidosa y eso pareció molestarle. Me lo hizo saber. «Así no puedo trabajar»; yo traté de disculparme, diciendo: «No puedo remediarlo». Avanzó un par de centímetros más, y lo dejó, sin acabar el plan original en su totalidad. Aun así, parecía bastante contento, y observó: «Por lo menos es algo», puesto que de esa manera podría drenar el pus por dos sitios, en lugar de por uno.
El tiempo pasaba más deprisa en el hospital: cuando no dormía, estaba ocupado con el hambre, la sed, el dolor, la herida, alguna que otra conversación, la visita al médico, pero incluso sin ningún tipo de ocupación me encontraba también muy bien, o justamente por eso, por esa sensación dulce y placentera de no tener que ocuparme de nada. También hacía preguntas a los recién llegados para enterarme de las noticias del campo, de qué bloque eran y si conocían por casualidad a un tal Bandi Citrom, del bloque cinco, ni alto ni bajo, con la nariz rota y sin dientes, aunque nadie parecía acordarse. Observaba las heridas de los demás en la consulta: eran parecidas a las mías, sobre todo en las piernas y los muslos, aunque también las había más arriba, en caderas, traseros, brazos e incluso cuellos y hombros: las llamaban «infecciones», y su aparición y masiva propagación no eran -según los médicos- extrañas ni anormales en los campos de concentración. Más tarde empezaron a llegar enfermos a quienes había que amputar algún dedo de los pies, en el peor de los casos todos, pues, según contaban, fuera, en el campo era invierno, y sus pies se habían congelado en los zapatos de madera. En una ocasión entró una persona vestida con un uniforme de preso hecho a medida; era obvio que se trataba de una autoridad. Lo oí decir claramente, aunque en voz baja, «Bonjour»; por eso y por la letra «F» de su triángulo rojo adiviné que era francés; por la cinta que llevaba en el brazo con la inscripción «O. Arzt» también me enteré de que era el médico en jefe de nuestro hospital. Me quedé mirándolo porque hacía mucho que no veía a un hombre tan atractivo: no era muy alto, pero su uniforme estaba debidamente relleno de carne por todas partes, su cara también era rellenita, y todos sus rasgos eran inequívocamente los suyos propios; conservaba las proporciones y los distintos matices para expresar sus sentimientos: su barbilla era redonda y tenía un hoyuelo en el medio, su piel morena y aceitosa brillaba como las pieles solían brillar antaño, en casa, entre la gente normal. No me parecía mayor, calculé que tendría unos treinta años. Los otros médicos parecían estar muy ajetreados, buscando su aprobación, explicándole todo con pelos y señales y, según observé, no a la manera acostumbrada en el campo sino más bien a la antigua usanza, de fuera -que tantos recuerdos me traía-, con la distinción, la educación y el buen comportamiento que se manifiestan en sociedad, cuando se nos presenta la ocasión de demostrar que conocemos y manejamos bien un idioma culto, en este caso concreto el francés. Sin embargo, me di cuenta de que todo eso no significaba nada en absoluto para el médico en jefe: lo miraba todo, respondía brevemente a todo, asentía con la cabeza, pero todo lo hacía muy despacio, como apagado, taciturno, tenebroso, con una constante expresión de desaliento, casi de abatimiento en el rostro y en los ojos oscuros. Yo estaba asombrado, no entendía en absoluto a qué se podía deber todo eso en el caso de una persona de tanta autoridad, tanto poder y tanto rango. Trataba de adivinarlo fijándome bien en su cara, en sus gestos, y poco a poco llegué a la conclusión de que al fin y al cabo él también estaba allí; comprendí entonces, no sin extrañarme, que él estaba simplemente apenado por su condición de preso. Me entraron ganas de decirle que no se preocupara, que eso era lo de menos, pero no me atreví, y luego también me acordé de que yo no hablaba francés.
Casi todo el tiempo que duró el traslado lo pasé durmiendo. Había oído decir que en Zeitz estaban terminando la construcción de unos barracones de piedra, en lugar de las tiendas, para pasar el invierno, y que no se habían olvidado de acondicionar uno como hospital. Me arrojaron sobre el suelo de un camión -era de noche, todo estaba a oscuras y, por el frío que hacía, calculé que probablemente estaríamos a mediados de invierno-; lo siguiente que vi fue una sala enorme y bien iluminada, con una fría antesala que olía a productos químicos y con una bañera de madera en el medio, donde tuve que sumergirme hasta la coronilla. No sirvieron ni peticiones, ni quejas ni protestas; me estremecí al sentir el líquido helado y al pensar que muchos enfermos se hubiesen sumergido ya en el mismo líquido pardusco, con heridas y todo.
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