Título de la edición original: Sorstalanság
Traducción de Judith Xantus Fzarvas
Prólogo de Adan Kovacsics
En los años setenta se produjo en Hungría una profunda transformación en el ámbito de la prosa. Un movimiento procedente de los márgenes de la producción literaria fue ocupando poco a poco el centro. Sus protagonistas eran, en muchos casos, autores alejados de la vida oficial que fueron minando los fundamentos sobre los cuales se basó la literatura húngara en toda la época de la posguerra.
La situación política creada después de la Segunda Guerra Mundial marcó, como es lógico, la literatura establecida por el partido en el poder. Así presenta, por ejemplo, una encuesta de la Revista literaria de 1953 los proyectos de los escritores húngaros: «Tamás Aczél escribe una novela sobre la vida en nuestro ejército popular. El poeta László Benjámin escribirá pronto un poema sobre el amor entre un obrero y una obrera […] Sándor Nagy está trabajando en una pieza teatral ambientada en Yugoslavia sobre la lucha entre los bandidos titoistas y los verdaderos patriotas. István Örkény escribe una novela que abarca tres generaciones de ingenieros. Péter Veres intenta describir en su relato El buen agricultor a un presidente de una cooperativa agraria, que es al mismo tiempo un buen agricultor, un buen líder del partido y un verdadero socialista». La ocupación rusa propició la introducción masiva del realismo socialista. Sólo en 1949, la tirada total de libros soviéticos alcanzó la impresionante cifra de 1.659.000 ejemplares. Por otra parte, seguían escribiendo algunos de los autores más significativos del período de entreguerras, como es el caso de Tibor Déry o de Gyula Illyés, expuestos, eso sí, a represalias, vejaciones, censuras o debates dirigidos para someterlos a la línea oficial. Algunos, como László Németh, se negaron durante un tiempo a escribir. Otros, como Béla Hamvas, fueron condenados al ostracismo. Y finalmente estaba también la literatura húngara creada en el exilio, como por ejemplo la obra de Sándor Márai. Esta división entre la producción interior y exterior se vivió siempre como un desgarro. Poco antes de morir, en 1983, Gyula Illyés solicitó a las altas instancias gubernamentales que se concediera el visado de entrada a algunos autores húngaros exilados para que acudieran a su entierro. El gobierno accedió a la petición.
El acontecimiento decisivo de este período fue la revolución de 1956, sofocada por las tropas rusas. Muchos escritores acabaron encarcelados. La mujer de Tibor Déry, condenado a nueve años de prisión, se dirigió directamente a Kruschov: «Mi marido es un hombre de sesenta y seis años gravemente enfermo… Desconozco la gravedad de sus errores, pero ha sido durante 40 años miembro del partido y ha puesto toda su vida al servicio del comunismo… Camarada Kruschov, si le es posible, interceda con el camarada Kádár […] para que mi marido no tenga que morir como un enemigo en la cárcel». Fue una fase de terror, pero poco a poco se hizo patente la necesidad de una mano más blanda para consolidar el régimen. De ahí las continuas fases aperturistas que a partir de los años sesenta concedieron cierto respiro a la producción artística, aunque no sin sobresaltos y cortapisas.
La profunda transformación que vivió la narrativa húngara en los años setenta ya venía anticipada por algunos escritores, tales como Géza Ottlik (Escuela de la frontera, 1959) y Miklós Mészöly (Saulo, 1968), cuyas obras impregnaron de manera decisiva la producción literaria posterior. El suyo no era un rechazo frontal al régimen totalitario (lo frontal es precisamente el modo de actuar de ese poder), sino que se enfrentaba desde opciones formales y estéticas a los cánones vigentes y atacaba de manera sutil y radical ciertos elementos constitutivos del poder y del estándar literario: así por ejemplo, la narración cronológica y lineal (que arrastra y somete al lector), el yo fijo e inamovible (la contraparte necesaria de un sistema igualmente fijo e inamovible). Esta ruptura permitía, de un lado, echar un vistazo sutil al funcionamiento del poder y, de otro, suponía la activación del lector (cosa que ya Proust, en su ensayo sobre Flaubert, consideró un logro estético de primer orden).
Autores como Péter Nádas, Péter Eszterházy, György Konrád y el propio Imre Kertész son los principales representantes de este cambio. El trabajo consciente con el lenguaje, la utilización de perspectivas alejadas de las habituales (no es casual el empleo del punto de vista del niño en algunos textos, entre los que destacan El final de una saga de Péter Nádas y precisamente Sin destino de Kertész), el recurso de la memoria, de la historia familiar, del análisis sociológico, son todos los medios para minar una literatura que se volvió anquilosada o que ya lo era de entrada.
En este proceso y este contexto se inscribe, pues, la obra de Imre Kertész. Nació en 1929 en Budapest, en el seno de una familia pequeño-burguesa judía asimilada. Su padre comerciaba con madera y su madre era empleada. Siempre sufrieron problemas económicos. Vivió en su infancia la separación de sus padres. En 1940 ingresó en el instituto de enseñanza secundaria Madách, cuando se crearon las clases judías en las escuelas. En 1944 le tocó vivir en primera línea el acontecimiento más sombrío de la historia húngara. Hungría, aliada de las potencias del Eje, ya había promulgado leyes que discriminaban a los judíos, sobre todo a partir de 1938. En marzo de 1944, ante el temor de que el gobierno húngaro quisiese separarse del Eje y buscar una paz por separado, las tropas alemanas ocuparon el país. Inmediatamente se inició, liderada por Adolf Eichmann, la operación de exterminio de la población judía, con la colaboración de las autoridades estatales y locales. Edmund Veesenmayer, plenipotenciario del Reich y embajador en Hungría, escribió a su Ministerio de Relaciones Exteriores que la deportación de 325.000 judíos de la región de los Cárpatos y Transilvania había de iniciarse el 15 de mayo: «tal como estaba previsto, se facturarán al destino [Auschwitz] cuatro trenes diarios con 3.000 judíos cada uno, de tal modo que la evacuación de las zonas mencionadas concluirá a mediados de junio». En pocos meses cientos de miles de personas fueron concentradas en guetos y enviadas en vagones de transporte de ganado a Auschwitz. El número total de deportados superó el medio millón. De este modo, el comando especial de las SS y el ejecutivo húngaro llevaron a muchas más víctimas al campo de exterminio que, en dos años y medio, sus equivalentes en Francia. Imre Kertész, que por aquel entonces apenas tenía quince años, fue uno de esos prisioneros. Regresó en julio de 1945 a su país, concluyó la escuela y se dedicó al periodismo. Ingresó en el partido comunista, trabajó en el diario Vilagosság [Claridad] hasta 1950, cuando fue expulsado. Llamado a filas, se licenció en 1953. Trabajó primero en una fábrica y se ganó luego la vida escribiendo musicales, comedias, textos publicitarios, guiones cinematográficos y traduciendo. A partir de 1958, cuando «había acabado todo cuanto podría llamarse la acumulación de la experiencia vital o de la filosofía de la vida», empezó a concebir Sin destino. Primero intentó escribir diversas novelas. Los manuscritos se fueron acumulando. Tardó 13 años en concluir la novela. En las circunstancias húngaras (censura, aislamiento), la dificultad de encontrar material era enorme. Sin destino se publicó en 1975, después de que una editorial la rechazara primero «groseramente, por poco no dijeron que era un antisemita». Las reacciones iniciales fueron escasas; el recibimiento, frío. El libro volvió a editarse diez años más tarde y, por lo visto, el momento era el adecuado. A partir de allí fueron apareciendo las otras obras de Imre Kertész: El fracaso (1988), Kaddish por el hijo no nacido (1989; de próxima aparición en cast.), La bandera inglesa (relatos, 1991), Diario de la galera (1992), Yo, otro. Crónica del cambio (1997), Un instante de silencio en el paredón (ensayos y conferencias, 1998; cast. 1999). En 1978 ya se había publicado El buscador de huellas.
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