Imre Kertész - Sin destino

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Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campor de contración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne), Sin destino no es, sin mbargo, ningún texto autobiográfico. Con la fría objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo xx, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector.

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Por la noche más o menos me las arreglaba y, al cabo de saltos, andanzas y arrastres, llegaba al barro de fuera y bajo la luz de los focos encontraba lo que buscaba. Pero ¿qué hacer durante el día si nos entraban las ganas -irrefrenables debido a la diarrea- estando en un destacamento? Había que hacer entonces de tripas corazón, quitarse la gorra y pedirle al guardia permiso para ir al retrete. En el supuesto de que hubiera uno en los alrededores para uso de los presos y de que el guardia fuera bondadoso, podíamos pedir permiso una vez y luego otra, pero ¿quién se atrevería a pedírselo una tercera vez, poniendo a prueba su paciencia? Entonces sólo nos quedaba la lucha silenciosa -con los dientes bien apretados y la tripa temblorosa- para ver quién resultaba vencedor: nuestro cuerpo o nuestra voluntad.

Como último recurso -esperándolo o no, provocándolo o tratando de evitarlo- siempre quedaban las palizas. Yo también recibí las mías, naturalmente, ni más ni menos que otros, el promedio, como cualquiera de nosotros, en justa correspondencia con las condiciones generales de nuestro campo, nada personal ni nada accidental. Parece ilógico, pero así fue: a mí no me tocaron los más autorizados o los designados habitualmente para ello, los miembros de las SS, sino un soldado de los llamados Todt, un cuerpo menos definido, cuyos miembros llevaban uniforme amarillo y desempeñaban funciones de capataz en el trabajo. Él era quien nos vigilaba y quien se dio cuenta -con qué vozarrona, con qué salto lo demostró- de que yo había dejado caer el saco de cemento. La verdad es que el trabajo de cargar sacos de cemento era uno de los más apreciados -y con toda razón- en los destacamentos, un trabajo excepcional que se recibía con una alegría apenas demostrable. Había que inclinar la cabeza para que otro te colocara un saco en el hombro y en el cuello; con el saco a cuestas había que ir hasta un camión donde alguien te lo quitaba; luego regresabas -dando una vuelta de tamaño variable según las posibilidades del momento- y, si tenías suerte, todavía había gente en la fila, con lo cual se ganaba más tiempo, hasta el saco siguiente. El saco no pesaba más de diez o quince kilogramos, lo que en condiciones normales parece un juego de niños, hasta se podría jugar a la pelota con ellos, pero yo tropecé y lo dejé caer. El saco de papel se rompió, volcándose en el suelo su contenido, esa materia valiosa, el cemento. Al instante el soldado estaba a mi lado y yo sentía su puño en la cara; me tiró al suelo y puso sus botas en mis costillas y su mano en mi cuello: me empujaba la cara contra el suelo, contra el cemento, para que lo recogiera, lo recuperase; pretendía que chupara el cemento. Me agarró y me volvió a poner de pie, diciendo que me demostraría «Ich werde dir zeigen, Arschloch, Scheisskerl, verfluchte´ Judehund» [Te enseñaré lo que es bueno, gilipollas, cabrón, maldito perro judío], que yo no dejaría caer ningún saco más, me prometía. A partir de entonces, él mismo me ponía los sacos encima, sólo se ocupaba de mí, sólo me seguía a mí con los ojos hasta el camión y, de regreso, me hacía poner el primero aunque hubiese gente en la cola delante de mí. Al final, actuamos perfectamente coordinados, ya nos conocíamos, yo veía en su rostro cierta satisfacción, cierto aliento, por no decir cierto orgullo, y en cierta manera tuve que reconocer que con razón, al fin y al cabo, puesto que aguanté, yendo y viniendo, llevando y trayendo -aunque me tambaleaba, me agachaba, con los ojos cubiertos por un velo oscuro-, sin dejar caer ni un saco más; a fin de cuentas eso le dio la razón a él. Al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado definitivamente en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquélla sería la última mañana en que me levantaría; hacía cada movimiento con el pensamiento de que se trataba de mi último movimiento; sin embargo, los seguía haciendo, por lo menos de momento.

7

Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. Así, estando en la fila durante el recuento, si me cansaba -y sin mirar si me encontraba en medio de un charco o si había barro-, me dejaba caer, me sentaba y me quedaba sentado o acostado hasta que mis vecinos me levantaban a la fuerza. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención, como por costumbre y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido.

Una sola cosa se había hecho más fuerte dentro de mí: el enfado. Si alguien me molestaba, me tocaba o me rozaba, si me equivocaba en el paso (lo que ocurría con frecuencia) y alguien me pisaba, por ejemplo, habría sido capaz de matarlo allí mismo, sin titubear, si hubiera tenido las fuerzas para matar y si al levantar la mano no me hubiese olvidado ya de lo que quería hacer. Tenía broncas hasta con Bandi Citrom; «me abandonaba», yo era una carga para el destacamento, traía problemas para todos, le contagiaba mi sarna: todo eso me reprochaba. Yo parecía molestarle en un aspecto especial. Me di cuenta aquella vez que por la noche me llevó a los aseos. Yo pataleaba, protestaba, pero al fin consiguió quitarme toda la ropa a la fuerza, y por mucho que tratase de golpearle el cuerpo y la cara con el puño, me frotó el cuerpo con agua helada. Le había dicho mil veces que me dejase en paz, que no me pusiera bajo su tutela, que se ocupase de su propia mierda. Me preguntó si quería morir allí o si quería volver a casa, y no sé qué respuesta habría leído en mi cara, pero yo vi en la suya un asombro repentino, una especie de susto como cuando miramos a los desgraciados, a los condenados o a los enfermos graves contagiosos: fue entonces cuando me acordé de lo que había dicho sobre los musulmanes. El hecho es que desde entonces me evitaba, y yo, por fin, me libré de esa última carga.

Sin embargo, de mi rodilla no me podía librar: el dolor me acompañaba siempre, a todas partes. Un día me atreví a mirarla, y aunque mi cuerpo estuviera acostumbrado a casi todo, pensé que sería mejor volver a esconder enseguida esa nueva sorpresa, ese bulto rojo en el que se había convertido mi rodilla derecha. Sabía perfectamente que en nuestro campo había un dispensario, pero la hora de la consulta coincidía con la hora de la cena, y ésta me parecía más importante que la salud. Por otra parte -debido a las experiencias ya adquiridas- mi confianza en los «servicios médicos» era relativa. Además, estaba dos tiendas más adelante, y en aquel entonces, debido a los fuertes dolores, ya no me arriesgaba a tales caminatas, por lo menos si no era indispensable. Al final, me llevó Bandi Citrom con otro compañero, haciéndome sentar entre sus manos unidas, cargando conmigo. Al llegar me obligaron a sentarme sobre una mesa y me dijeron que probablemente me iba a doler, puesto que era necesario operarme de inmediato y sin anestesia, ya que no disponían de ella. Con una navaja me hicieron dos cortes entrecruzados encima de la rodilla y me sacaron todo lo que se había acumulado en mi muslo; luego me vendaron con papel. Enseguida reclamé mi cena, y me aseguraron que ellos se cuidarían de ese asunto, y resultó ser verdad. La sopa era de remolacha y colinabo, una de mis favoritas, y a los que estábamos «hospitalizados» nos dieron la parte más espesa. Yo estaba muy contento. Pasé la noche en la tienda del dispensario, en uno de los compartimientos de arriba, totalmente solo. Lo único desagradable fue que, a la hora habitual de la diarrea, no pude utilizar mi propia pierna, por lo que tuve que pedir ayuda -primero en voz baja, luego más alto y al final a gritos-, pero nadie acudió a socorrerme. Al día siguiente por la mañana, junto con otros cuerpos, el mío fue arrojado encima del suelo mojado de un camión y trasladado a la cercana localidad de «Gleina» -no sé si me enteré bien del nombre-, donde se encontraba el hospital propiamente dicho de nuestro campo. Nos vigilaba un soldado, sentado en un práctico taburete portátil, con su fusil brillante en el regazo: estaba visiblemente disgustado, hacía muecas, seguramente con razón, considerando lo que tenía que ver y oler sin quererlo. Sobre todo me molestó pensar que hubiera sacado ya sus conclusiones y que creyese que eran verdaderas; yo tenía ganas de disculparme, diciendo que no era yo el único culpable, que en el fondo yo no era así, pero hubiera sido difícil de demostrar, por supuesto.

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