Elías Canetti - La Provincia Del Hombre

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No sirve de nada; uno puede cantarse coros a sí mismo, admirar a caníbales, estar doscientos años bajando por el tronco de un árbol al que antes había trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinación a Palestina con toda una quincallería en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparición de una fruta; uno puede también ir detrás del sol, así que éste se dobla; enseñar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, ordeñar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan rápidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que están anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ángeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a Sócrates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qué hacer, no hay más pensamiento que éste: ¿cuándo se dejará de asesinar?

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Quizás la razón por la que desprecio la acción es simplemente ésta: porque deseo que todas las acciones, incluso la más insignificante, tengan un sentido universal, que proyecten su sombra de una manera muy particular y que cubran al mismo tiempo el ciclo y la tierra. Sin embargo, el hacer real del hombre se ha atomizado, y tienen que chocar violentamente unos contra otros para que se den cuenta de que cada uno de ellos hace algo. ¡Qué vacío el que hay entre ellos! ¡Qué grandes humillaciones! ¡De qué manera rugen todos! Les calientan desde fuera y cada vez rugen y se agitan con mayor violencia.

Su primer mandamiento es: actúa, lo que hagan es casi indiferente. Uno pensaría que es la mano, que se ha convertido en un ser furioso, la que les empuja de una acción a otra; y lo cierto es que los pies cuentan cada vez menos. Podríamos mandarles cortar las manos a todos a un tiempo; pero es de temer que entonces apretaran botones con la nariz, botones no menos peligrosos. Actúan y lo que hacen no es nada, y porque no es nada es malo. Bien es verdad que cuenta con una vida corta, pero para ellos ni siquiera el momento es sagrado. Por una acción entregan la vida de cualquier persona y a menudo la suya propia. Son los papagayos de los dioses y se reúnen con ellos para hablar de acciones; siempre hay una u otra que les gusta a los dioses; la que más, matar. Del ritual del sacrificio ha nacido, dicen, toda la literatura sapiencial, y de este modo la sabiduría misma sería hija de la acción. Hay muchos de ellos que creen en esto y para muchos más todavía, la guerra ha ocupado el lugar del sacrificio; la masacre es más costosa y dura más tiempo. Es muy posible que ya no haya manera de separar la acción del matar y si la Tierra no quiere sucumbir de un modo esplendoroso, los hombres deberían perder por completo la costumbre de actuar. Oh, si, al fin, con las piernas cruzadas, estuvieran sentados delante de sus casas derruidas, misteriosamente alimentados del aire que respiran y de sueños; lo único que les haría mover un dedo sería una mosca a la que ahuyentarían porque les molestaría su diligencia y su asiduidad, que les recordaría viejos tiempos superados, vergonzosos, los tiempos de los átomos y de la acción.

La Historia desprecia a aquel que la ama.

No es posible hacerse idea de hasta qué punto va a ser peligroso el mundo sin animales.

Imperios de mil años los ha habido: el de Platón, el de Aristóteles, el de Confucio.

¿Cuántas cargas puede sacarse de encima el espíritu? ¿Cuántas cosas puede olvidar de modo que no las vuelva a saber nunca más?, y ¿puede olvidar algo como si no lo hubiera sabido nunca?

Para los historiadores las guerras son como algo sagrado; a modo de tormentas benéficas o inevitables, viniendo de la esfera de lo sobrenatural, irrumpen en el curso evidente y claro del mundo.

Odio el respeto que los historiadores tienen a cualquier cosa por el solo hecho de que ha ocurrido; sus módulos falsos y elaborados a posteriori ; su impotencia, caída de bruces ante cualquier forma de poder, ¡Estos cortesanos, estos aduladores, estos juristas siempre interesados! A uno le gustaría hacer trizas la historia de manera que sus girones ya no hubiera quien los encontrara; ni una colmena entera de historiadores. La historia escrita, con su impertinente costumbre de defenderlo todo, hace que la situación de por sí desesperada de la Humanidad desespere todavía más de todas las falaces tradiciones.

Todo el mundo encuentra sus armas en este arsenal; está abierto y es inagotable. Con cachivaches viejos y oxidados que se encontraban en él en pacífica convivencia, fuera, arremeten unos contra otros. Luego, los partidos, una vez han muerto, se dan la mano en señal de reconciliación y entran en la historia. Estas herramientas oxidadas las recogen luego del campo esta especie de samaritanos que son los historiadores; después las devuelven a la armería. Tienen buen cuidado de no quitar ni una sola mancha de sangre. Desde que murieron los hombres en cuyas venas circuló esta sangre, cada gota seca es sagrada.

Todo historiador tiene un arma antigua por la que siente un especial apego y a la que convierte en centro de su historia. Y he aquí que esta arma se levanta allí orgullosa como si fuera un símbolo de fecundidad cuando en realidad es un asesino frío y petrificado.

Desde hace tiempo, no mucho, los historiadores tienen puestas sus miras sobre todo en el papel. De abejas que eran se han convertido en termitas y sólo digieren celulosa. Prescinden de todos los colores de su época de abejas; ciegos, en ocultos canales, pues odian la luz, la emprenden con su viejo papel. No leen, se lo comen, y lo que luego sacan se lo comen otras termitas. En su ceguera los historiadores se han convertido, naturalmente, en videntes. No hay pasado, por repulsivo y odioso que haya sido, que no tenga algún historiador que imagine algún futuro que venga después de este pasado. Sus sermones, creen ellos, están hechos de viejas realidades; sus profecías, mucho antes de que se cumplan, están ya probadas. Además del papel les gustan también las piedras, pero éstas no las comen ni las digieren. Se limitan a ordenarlas en ruinas siempre nuevas y completan lo que falta con palabras de madera.

Juzgar a los hombres según acepten la historia o se avergüencen de ella.

Ya no se encontrarán más objetos desconocidos. Habrá que hacerlos, ¡qué pena!

Estar tan solo que uno ya no deje de ver a nadie, a nadie, a nada.

El estudio del poder, si se toma en serio, comporta los mayores riesgos. Uno acepta metas equivocadas porque, entretanto, hace tiempo que han sido alcanzadas y superadas. La generosidad y la nobleza le mueven a uno a perdonar allí donde menos debería hacerlo. Los Poderosos y los que aspiran a serlo, con todos sus disfraces, se sirven del mundo, y el mundo para ellos es lo que han encontrado. No les queda tiempo para poner nada seriamente en cuestión. Lo que un día produjo masas tiene que proporcionarles sus propias masas. De ahí que oteen la historia en busca de pastos y que se apresuren a instalarse en aquellos sitios en los que pueden hartarse. Tanto los viejos imperios como Dios, la guerra como la paz, todo se ofrece a ellos, y ellos escogen aquello que van a poder manejar mejor. En realidad no hay ninguna diferencia entre los Poderosos; cuando las guerras han durado mucho tiempo y los adversarios, por amor a su victoria, se han tenido que equiparar el uno al otro, de repente esto se ve claro. Todo es éxito y en todas partes el éxito es lo mismo. Cambiar sólo ha cambiado una cosa: el número creciente de hombres ha llevado a masas cada vez mayores. Lo que se descarga en algún sitio de la Tierra se descarga en todas partes; a ninguna aniquilación se le pueden poner fronteras ya. Sin embargo, los poderosos, con sus viejas metas, siguen viviendo en su viejo y limitado mundo. Son los auténticos provincianos y aldeanos de este tiempo; no hay nada más alejado del mundo que el realismo de gabinetes y ministros, a excepción del de los dictadores, que se tienen por más realistas todavía. En lucha contra las formas anquilosadas de la fe, los ilustrados han dejado intacta una religión, la más absurda de todas: la religión del poder. Hubo dos actitudes posibles en relación con éste: una de ellas, a la larga la más peligrosa de las dos, prefirió no hablar de ella, a la manera tradicional seguir ejerciéndolo en silencio, fortalecido como estaba por los inagotables y por desgracia inmortales modelos tomados de la Historia. La otra, muchos más agresiva, empezó glorificándose antes de entrar en acción: se declaró abiertamente como religión que venía a sustituir a las religiones moribundas del amor de las cuales se mofó con la fuerza y con el chiste. Predicó: Dios es poder, y el que pueda, su profeta.

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