Los pensamientos que se ensamblan formando un sistema son despiadados. Van excluyendo poco a poco aquello que no dicen y luego lo dejan detrás de sí hasta que se muere de sed.
Uno desea que de todo el mundo los que menos se ocupen de la antigua Roma sean los italianos. Ellos la han sobrevivido.
El viento, lo único libre de la civilización.
Desde que tienen que saber más, los poetas se han vuelto mala gente.
Únicamente en el exilio se da uno cuenta de hasta qué punto el mundo ha sido siempre un mundo de proscritos.
Qué astucias, qué subterfugios, qué pretextos y falacias no emplearíamos sólo para que un muerto volviera a vivir.
El inglés quiere llegar a un juicio exigido por las circunstancias y no quiere hacer una lista de juicios abstractos. Para él, el pensar es una manera inmediata de ejercer el poder. El pensar por el pensar le resulta sospechoso y le repugna; para él el pensador es siempre un extraño, y sobre todo en su propia lengua. Le gusta buscarse un círculo reducido en el que sus propios pensamientos sean superiores, y en él, realmente, no tenga que someterse a nadie. El que ha puesto sus miras en muchos de estos círculos le resulta desagradable al inglés; husmea en él a un conquistador sediento de tierras y no le falta razón. Le resultan enigmáticos los hombres que no persiguen nada con su saber. Estos, si no quieren resultar ridículos en este país, prefieren mantener escondida su luz.
La esencia de la vida inglesa es la autoridad repartida y la inevitable repetición. Precisamente porque la autoridad es tan importante tiene que ocultar su omnipotencia con disfraces y tiene que meterse en frases modestas. El más mínimo abuso lo notan enseguida los demás y lo rechazan de un modo frío y decidido, aunque cortés. Las fronteras, como expresión de lo permitido, en ningún sitio son tan seguras como aquí, y en definitiva, ¿qué es una isla sino un país claramente delimitado? La repetición, sin embargo, le da a la vida de este país su infinita seguridad; los años se han ramificado hasta llegar a los más mínimos detalles de la existencia, y no es sólo en el tiempo donde volverá a ser todo como fue ya mil veces.
La tristeza ya no le inspira palabras cálidas, se ha vuelto fría y dura como la guerra. ¿Quién hay que pueda quejarse todavía? En tanques y bombarderos hay un número fijo y calculado de criaturas que aprietan botones y que saben perfectamente por qué. Lo hacen todo bien. Cada uno de ellos sabe más que el senado romano entero. Ninguno de ellos sabe nada. Algunos no sucumbirán a esto y en un tiempo inimaginablemente lejano que se llama paz les programarán de nuevo para otros trabajos.
Un sentimiento angustioso de extrañeza al leer a Aristóteles. En el primer libro de la Política, que defiende de todas las maneras posibles la esclavitud, a uno le parece estar leyendo el Matens maleficarum . Otro aire, otro clima y un orden completamente distinto. El modo como hasta nuestros días la ciencia depende de las clasificaciones de Aristóteles se le convierte a uno en una pesadilla cuando entra en contacto con la parte «anticuada» de aquellas opiniones que comportan las otras, las que todavía son válidas. Podría ser muy bien que el mismo Aristóteles – cuya autoridad tuvo la culpa del estancamiento que la ciencia natural experimentó durante la Edad Media -, así que se produjo la quiebra de su autoridad, siguiera ejerciendo su nefasta influencia de una forma nueva. Llama la atención hasta qué punto la yuxtaposición de los modernos quehaceres científicos, la frialdad que encierra esta yuxtaposición, la especialización de las distintas ramas del saber tienen mucho de aristotélico. El carácter especial de su ambición ha determinado la estructura de nuestras universidades. La investigación como fin en sí misma, tal como él la practica, no es algo realmente objetivo: para el investigador supone sólo no dejarse arrastrar por ninguna de sus empresas. Excluye el entusiasmo y la transformación del hombre. Quiere que el cuerpo no se dé cuenta de lo que hacen las puntas de los dedos. Todo lo que uno es lo es independientemente del modo como hace ciencia. Lo único que en realidad es legítimo es la curiosidad y una forma especial de disponibilidad que hace sitio a todo lo que la curiosidad almacena. El ingenioso sistema de casilleros que uno ha montado en sí mismo se llena con todo aquello que la curiosidad señala. Basta que se haya encontrado algo para que tenga que entrar allí, y en su casillero tiene que estar en silencio, como si estuviera muerto. Aristóteles es un omnívoro; le demuestra al hombre que no hay nada que no se pueda comer, basta con que sepamos meterlo en su sitio. Las cosas que se encuentran en sus colecciones, tanto si están vivas como si no lo están, son única y exclusivamente objetos y sirven para algo, aunque se pueda demostrar que son altamente dañinas.
En él, pensar es antes que nada compartimentar. Tiene un gran sentido para las clases, lugares, relaciones de parentesco, y algo así como un sistema de clases es lo que él introduce en todo lo que investiga. En sus compartimentaciones lo que le importa es la uniformidad y la pulcritud, mucho más que el hecho de que tales compartimentaciones, estén bien. Es un pensador carente de capacidad para el sueño (todo lo contrario de Platón); el desprecio que le merecen los mitos lo exhibe de un modo claro y manifiesto; incluso los poetas son para él algo útil; si no es así no los valora. Hoy en día sigue habiendo hombres que no son capaces de acercarse a un objeto sin aplicarle sus compartimentaciones, y más de uno cree que en los casilleros y en los cajones de Aristóteles las cosas aparecen con mayor claridad cuando, realmente, lo único que ocurre es que allí están más muertas.
Un pueblo no ha desaparecido del todo hasta que incluso sus enemigos no lleven un nombre distinto.
Vivir por lo menos el tiempo suficiente para conocer todas las costumbres de los hombres y todo lo que a éstos les ha ocurrido; recuperar toda la vida pasada, ya que la futura no es posible; concentrarse antes de disolverse; merecer haber nacido; pensar en las víctimas que cuesta cada respiración; no glorificar el dolor, aunque vivamos de él; guardar para nosotros únicamente aquello que no podamos dar a los demás, hasta que madure para éstos y podamos dárselo; odiar la muerte de cada uno de los hombres como si fuera la nuestra; hacer las paces alguna vez con todo, menos con la muerte.
El postulado de que cada uno debe reunir los artículos de su pensamiento y de su fe tiene algo de locura, como si cada uno tuviera que construir solo la ciudad en que vive.
¿Y cuál es el pecado original de los animales? ¿Por qué los animales padecen la muerte?
Uno empieza a amar a un país así que en él conoce bien a muchos hombres ridículos.
En la guerra los hombres se comportan como si cada uno de ellos tuviera que vengar la muerte de todos sus antepasados, y como si de éstos ninguno hubiera muerto de muerte natural.
El ciego le pide perdón a Dios.
El misterioso sistema de los prejuicios. De su consistencia, su número, su orden depende que el hombre envejezca más o menos deprisa. Dondequiera que uno tema una transformación, allí tiene un prejuicio. Sin embargo, no escapamos a la transformación: la recuperamos con gran fuerza y sólo entonces volvemos a ser libres. No ocurre que podamos estar retrasando continuamente transformaciones que debían haber tenido lugar. Estas nos lanzan en dirección contraria; pero el hombre tiene un alma elástica, y en algún momento u otro, con ímpetu y con seguridad, vuelve a caer justo sobre ellas. Muchas transformaciones están marcadas simplemente por los exorcismos de los padres; éstas son las más peligrosas. Otras llevan el odio de toda la humanidad; en éstas caen sólo unos cuantos espíritus, pocos y escogidos.
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