Elías Canetti - La Provincia Del Hombre

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No sirve de nada; uno puede cantarse coros a sí mismo, admirar a caníbales, estar doscientos años bajando por el tronco de un árbol al que antes había trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinación a Palestina con toda una quincallería en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparición de una fruta; uno puede también ir detrás del sol, así que éste se dobla; enseñar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, ordeñar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan rápidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que están anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ángeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a Sócrates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qué hacer, no hay más pensamiento que éste: ¿cuándo se dejará de asesinar?

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Hay una vieja seguridad en la lengua que se atreve a darse nombres. El escritor que vive en el exilio, y de un modo muy especial el dramaturgo, está seriamente debilitado en más de una dimensión. Alejado de su aire lingüístico, carece del alimento familiar de los nombres. Puede que antes no se diera cuenta en absoluto de los nombres que oía a diario; pero ellos sí se daban cuenta de él y le llamaban seguros, redondos, perfectos. Cuando planeaba sus personajes los sacaba de la seguridad de una enorme tormenta de nombres, y aunque luego pudiera utilizar uno que en la claridad de sus recuerdos ya no significara nada, una vez u otra este personaje había estado allí y se había oído llamar. Ahora, para el que ha emigrado, el recuerdo de sus nombres no está perdido, sin duda, pero ya no es un viento vivo el que se los trae; el exiliado los guarda como un tesoro muerto, y cuanto más tiempo tenga que permanecer alejado de su antiguo clima, con tanta mayor codicia acariciarán sus dedos los viejos nombres.

De ahí que al escritor que vive en el exilio, si es que no se da totalmente por vencido, lo único que le queda es una cosa: respirar el nuevo aire hasta que éste le llame a él también. Durante mucho tiempo este aire quiere hacerlo, se está preparando y no dice nada. El escritor lo nota y se siente herido; puede que cierre los oídos, entonces ya no puede llegarle ningún nombre. Lo extranjero crece y, cuando se despierta, lo que encuentra a su lado es el viejo granero que se ha secado, y sacia su hambre con granos de trigo que vienen de su juventud.

La felicidad es perder en paz la propia unidad; las conmociones del espíritu llegan, permanecen en silencio y se marchan, y cada una de las partes del cuerpo escucha para sí.

Sobre la metamorfosis. Hoy, al ir a comer, ha venido hacia mí, por la derecha, una furgoneta de las que usan las tiendas para repartir paquetes. Al volante iba una mujer, de la cual se podía ver poco más que la cabeza. En una furgoneta como éstas me traen habitualmente el petróleo para la calefacción; una muchacha muy fea, con la cara destrozada, conduce el coche y luego llena mi bidón de petróleo. El destino de esta muchacha me ha interesado siempre; apenas sé nada sobre ella. Me ha preguntado si era ella la que ahora pasaba en la furgoneta, y he mirado con toda la atención que he podido. No puedo decirlo con seguridad, pero he tenido la impresión de que de un modo muy concreto, su mirada se posaba en mí. Quizás un segundo o dos después de que hubiera pasado me he preguntado si realmente era ella. Luego he mirado a la izquierda y de repente he tenido la sensación de que yo iba conduciendo y circulaba muy deprisa al lado de las casas. Estas iban deslizándose junto a mí como si yo fuera en coche. Esta sensación ha sido tan fuerte y tan imperiosa que he empezado a reflexionar sobre ella. No hay ninguna duda de que ahí se trata simplemente de un caso concreto de lo que yo llamo metamorfosis. Mirando yo hacia ella y mirando ella hacia mí, me había convertido en la muchacha que estaba al volante, y ahora, en su furgoneta continuaba yo mi camino.

Representar la muerte como si ésta no existiera. Una comunidad en la que todo marcha de tal manera que nadie sabe nada de la muerte. En la lengua de esta gente no hay ninguna palabra para designar la muerte, y tampoco hay ninguna manera de referirse a ella conscientemente dando un rodeo. Incluso en el caso de que uno se propusiera quebrantar las leyes, y sobre todo este precepto – que no está escrito ni está formulado de palabra – y quisiera saber de la muerte, no podría hacerlo, porque para este concepto no encontraría ninguna palabra que los demás entendieran. A nadie se le entierra y a nadie se le incinera. Nadie ha visto aún un cadáver. Los hombres desaparecen, nadie sabe adónde van; un sentimiento de vergüenza les aparta de repente; como el estar solo se ve como algo pecaminoso, la gente no menciona a los ausentes. A menudo vuelven y la gente se alegra de que alguien vuelva a estar allí. El tiempo en que estuvieron separados y solos lo ven como una pesadilla de la que no están obligados a hablar. De estos viajes, las embarazadas traen niños; dan a luz solas, en casa podrían morir durante el parto. Incluso los niños muy pequeños se marchan de repente.

Un día se verá que con cada muerte los hombres se vuelven peores.

En una vida muy larga, ¿desaparecerá la muerte como solución?

Esta ternura convulsiva para con seres humanos que uno sabe que podrían morir pronto; este desprecio por todas aquellas cualidades suyas que antes considerábamos positivas o negativas; este amor gratuito hacia su vida, su cuerpo, sus ojos, su respiración. Y luego, si llegan a curarse, ¡cuánto más se les quiere!, ¡cómo se les suplica que no vuelvan a morirse!

A veces, en el momento en que acepto la muerte, pienso que el mundo se va a disolver en Nada.

Ni siquiera las consecuencias racionales de un mundo sin muerte han sido nunca pensadas hasta sus últimas consecuencias.

No es previsible aquello en que los hombres van a poder creer una vez se haya eliminado la muerte del mundo.

Todos los que mueren son mártires de una futura religión del mundo.

La dificultad de las notas personales – si es que éstas deben ser concienzudas y exactas – está en que son personales. Es justamente de lo personal de lo que queremos huir; tememos fijarlo, como si luego ya no pudiera transformarse. En realidad todo sigue transformándose de muchas maneras, basta con que, una vez anotado, lo dejemos en paz. Es la relectura lo que traza las divisiones en las calles del espíritu. Seguiremos siendo libres mientras tengamos la fuerza de voluntad de releernos las menos veces posibles. El miedo a las notas personales, no obstante, puede vencerse. Basta con hablar de uno mismo en tercera persona; «él» es menos molesto y menos voraz que «yo»; y mientras uno tenga ánimo para meter «le» al lado de otras terceras personas, «él» está expuesto a toda clase de confusiones y sólo puede ser reconocido por el escritor mismo. Con esto se corre el riesgo de que luego estas notas lleguen a manos de gente que no sepa distinguir entre las distintas terceras personas y que, de este modo, falsas interpretaciones den lugar a que sobre nosotros caiga más de una sombra que no hemos merecido. A quien le importe la verdad y la inmediatez de lo que anota, el que ame los pensamientos y las anotaciones como tales, tomará sobre sí este riesgo y guardará la primera persona para ocasiones solemnes en las cuales el hombre no puede ser más que «yo».

Es curioso: para lo que está ocurriendo hoy en día sólo la Biblia tiene fuerza suficiente y es su carácter terrible lo que consuela.

En el exilio los hombres se dan a sí mismos los títulos que corresponden a aquello que con el tiempo hubieran llegado a ser en su patria.

El profeta es, por lo que se ve, hombre que no deja que se disperse la insatisfacción que le causa todo cuanto sucede a su alrededor. Su insatisfacción le mantiene concentrado y le confiere la apasionada orientación de su existencia. La vida, para él, llega siempre después; jamás puede estar exactamente ahí. Predice las cosas para quitarles valor. Lo que sucede es ya despreciable por el solo hecho de ocurrir realmente. Hay que ver siempre al verdadero profeta en enemistad con sus predicciones. Con las cosas terribles que aún tienen que venir expresa hasta qué punto le tortura esto que ya está ahí. Sus exageraciones son el futuro. La presión bajo la que vive sólo puede soportarla porque se imagina maravillas que van a disipar el mal. Pero siempre ocurre que estas maravillas no llegan hasta mucho más tarde. También hay algo de envidioso en él. A nadie, ni tan sólo a sí mismo, le concede esta maravilla ahora . Ahora todo está mal porque todo el mundo es malo. Luego habrá sólo felicidad y gloria, en una lejanía que la envidia coloca muy lejos. Mientras tanto lo que hay son grandes y merecidas tinieblas. Es la bajeza de los hombres lo que fuerza al profeta a sus predicciones mezquinas, a sus predicciones concretas. El quiere demostrarles hasta qué punto son malos. Ellos , después de sus predicciones, quieren reafirmarse en su maldad.

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