Una noche, cuando todavía estaba solo en el bar, me preguntó Madame Mignon cómo me caía Ginette. Yo sabía la parte que le iba en ello, y dije: «Tiene un carácter agradable.»
«¡Ya no se la reconoce!» dijo Madame Mignon. «¡Si supiese lo que ha cambiado en este año! ¡Es desdichada, la pobre! No debía haberse casado con él. Estos nativos son todos malos maridos. Su padre es rico, de buena familia, eso es cierto; pero le ha desheredado por casarse con Ginette. Y el padre de ella no quiere saber nada de su hija por haberse casado con un árabe. Ahora ninguno de los dos tienen nada.»
«¿Cómo viven entonces si él no trabaja y su padre no le da nada?»
«¿No lo sabe usted? ¿No sabe quién es su amigo?»
«No, ¿cómo puedo saberlo?»
«Si usted lo ha visto aquí sentado con ellos. Su amigo es un hijo del Glaoui. Y él es su protegido. Todo esto ya dura algún tiempo. Ahora el Glaoui está enojado con su hijo. No tiene nada en contra de las mujeres. Es más, quiere que sus hijos tengan mujeres, tantas como deseen. Pero esas cosas con los hombres no le agradan. Hará un par de días ha desterrado a su hijo.»
«¿Y de eso ha vivido el marido de Ginette?»
«Sí. Y de ella también. La obliga a acostarse con árabes ricos. Hay uno en particular, en el palacio del hijo del Glaoui, que desea a Ginette. Ya no es joven, pero sí rico. Ella, al principio, no lo quería, pero su marido la indujo a ello. Ahora se ha acostumbrado a él. A menudo se acuestan los tres juntos. Su marido le pega cuando no quiere. Pero en los últimos tiempos esto sólo ocurre con otros, pues él es muy celoso. Sólo la deja acostarse con aquellos hombres que paguen. Monta sus escenas de celos cuando a ella le gusta alguno en particular. Le pega cuando alguno no le gusta y también cuando no lo desea por dinero; y le pega asimismo cuando le gusta uno tanto que desearía acostarse con él sin cobrar. Por eso es tan desdichada. La pobre niña no puede hacer lo que quiere. Espera a un hombre que se la lleve de aquí. Quisiera desearle que se fuese; me da pena. Sin embargo, al mismo tiempo, aquí es mi única amiga. Si se va, no tengo a nadie.»
«¿Dice usted que el Glaoui está furioso con su hijo?»
«Sí, lo ha desterrado por una temporada. Confía en que olvidará a su amante. Pero él no lo olvidará jamás. ¡Están tan unidos…!»
«¿Y el amigo de Ginette?»
También él ha partido. Tenía que hacerlo; pues pertenece al séquito del hijo del Glaoui.»
«¿Así pues, ambos se han ido?»
«Sí. Y esto supone un duro golpe para ella. Ahora no tiene ni un céntimo. Tienen que vivir a base de deudas; y eso no durará mucho. El Glaoui ya ha intentado separarlos un par de veces. Pero el hijo siempre regresa. No puede soportarlo, a la larga no resiste sin el marido de Ginette. Unas semanas a lo sumo y está de nuevo aquí, y su padre transige.»
«En ese caso todo irá bien de nuevo.»
«Ay, sí; todo empezará de nuevo, no se trata de nada serio. Por esa razón él está un poquito enfadado con ella, y nada más. Entretanto él intenta encontrar a alguien; por eso habló con usted. Se dice que usted es muy rico. Pensó al principio sólo en sí mismo, pero yo le he dicho que de eso nada. Usted me resulta demasiado bueno para un tipo así. ¿Le gusta Ginette?»
Sólo ahora comenzaba a comprender que mi presunta riqueza me había jugado una mala pasada. Con todo, en un punto Madame Mignon obraba injustamente.
«Habría que sacarla de aquí», opinó. «No le dé ni un céntimo por Ginette. Se va como viene, y la pobre chica está indefensa. Con ese hombre no podrá ahorrar nada para sí. Se lo quita todo. Márchese usted, sencillamente, con ella. Me ha dicho que le acompañará si usted lo desea. Él no puede salir; pertenece, en definitiva, al séquito del hijo del Glaoui y no puede desaparecer tan fácilmente. No recibiría el pasaporte. ¡La chica me da tanta pena…! Se la ve peor día a día. Debería haberla conocido hace un año; ¡qué saludable se veía!, como un brote de rosa. Es, al fin y al cabo, inglesa. Por supuesto, como su padre. Por eso es tan encantadora. Parece increíble. ¿La habría tomado usted por una inglesa?»
«No», convine. «O tal vez sí. Quizás, por su delicadeza, la habría tomado por inglesa.»
«¿No es cierto?», dijo Madame Mignon. «Tiene algo de delicado. Como una inglesa; en efecto. A mí, personalmente, no me gustan los ingleses. Son demasiado flemáticos. ¡Mire a sus amigos! Ahí se dejan caer siete, ocho personas toda una noche, horas y horas, y no se oye un solo ruido. Eso me inquieta. Nunca se sabe si no se ocultará algún perverso criminal entre ellos. Pero comparados con los americanos, esos sí que no me gustan nada. Vaya bárbaros. ¿Ha visto usted mi porra de goma?» La sacó de detrás del mostrador y la agitó un par de veces de arriba a abajo. «Ésta la guardo sólo para los americanos. Me ha servido ya en muchas ocasiones; ¡se lo puedo asegurar!»
Paseaba, al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo que allí buscaba no era su vistosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba un pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un sonido único. Era un profundo, prolongado «a – a – a – a – a – a – a – a». Ni disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más persistente del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras noche, permanecía igual.
Lo oía ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una interpretación correcta, me llevaba allí. Había paseado por la plaza en toda ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no volver a encontrar el bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido a reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la frontera de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en ese sonido. Por mi parte, escuchaba ansioso y amedrentado y para entonces alcanzaba un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito oía algo así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».
Sentía cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en tanto mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba ahora, de repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía. Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a – a – a – a – a – a – a – a»; jamás el ojo, jamás las mejillas; ni una sola parte del rostro. No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía, por el contrario. La sucia tela marrón era como una capucha totalmente calada que lo cubría todo. La criatura -alguna había de ser- se acurrucaba en el suelo y curvaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era, pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agazapado que aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el sonido. Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y depositado allí o si caminaba por sus propias piernas.
El lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón. En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba trabajo encontrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la plaza estuviese ya vacía. Entonces quedaba en la oscuridad como una vieja y mugrienta, abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse y hubiese dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la atención. Pero ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el bulto. No esperé a que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en la oscuridad con una ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.
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