Elias Canetti - Las Voces De Marrakesh

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LAS VOCES DE MARRAKESH Elias Canetti traducción y prólogo de José Francisco Yvars En 1954 Elias Canetti viajó a Marrakesh; de sus incursiones por los barrios árabe y judío de la ciudad recogió voces, olores, gestos e imágenes, que bosquejó justo tras su regreso a Londres. Todo esto se convirtió en algo más que en un mero libro de viaje. Canetti describe situaciones y personajes con gran precisión y los examina escrupulosamente. Trata de descubrir cuanto acontece a esta extraña gente, e indaga acerca de su postura sobre la muerte. Canetti nos brinda aquí sus notas de viaje, auténticas impresiones personales que exponen el proceso arduo de apropiación de un mundo diferente.
Elias Canetti (1905-1994) nació en el seno de una familia hispanohablante de judíos sefardíes en Rustchuk (Bulgaria). En 1911 la familia se trasladó a Inglaterra; posteriormente a Viena, 1916, y a Frankfurt. En 1924 regresó a Viena, donde se doctoró en Química en 1929. Se estableció en Inglaterra en 1938. Su primer libro, y su única novela, fue AUTO DE FE (1936), concebida como la primera de una serie. Tuvo mucha más repercusión en la Europa continental que en Estados Unidos e Inglaterra, donde no alcanzó un reconocimiento general hasta la edición corregida y aumentada de 1965. A partir de esta novela, Canetti se centró en la historia, la literatura de viajes, el teatro, la crítica literaria y la escritura de sus memorias. MASA Y PODER (1962) se abre con la afirmación: "No hay nada que el hombre tema más que el toque de lo desconocido", frase que capta el estilo aforístico de Canetti y también una de sus mayores preocupaciones, la influencia de las emociones en las inclinaciones racionales. Sus tres volúmenes de memorias, LA LENGUA ABSUELTA (1977), LA ANTORCHA AL OÍDO (1980) y EL TESTIGO ESCUCHADOR (1985), abarcan su vida antes de la II Guerra Mundial, describiendo su existencia peripatética y un mundo centroeuropeo que se desvanecía. Le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1981.

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Estaba casada con Monsieur Mignon, un tipo grande, fuerte, que había servido en la legión extranjera y que la ayudaba muy poco en su bar. Cuando no había ningún cliente, gustaba de dormir a pierna suelta sobre los bancos de la diminuta estancia. Pero en cuanto llegaban clientes que conocía, los conducía al burdel francés de enfrente, denominado «LA RIVIERA», a dos minutos apenas del bar. Pasaba allí gustosamente un par de horitas y regresaba, por lo general, con sus clientes. Contaba a su mujer dónde había estado, le informaba sobre las chicas nuevas que había encontrado en el burdel, bebía algo y a lo mejor volvía más tarde con otros clientes a la «Riviera». Era esta la palabra que en el «Scheherezade» se oía con mayor frecuencia.

Monsieur Mignon tenía una cara redonda, soñolienta, sobre hombros pletóricos. Sonreía con desgana y hablaba, para ser francés, sorprendentemente despacio y muy poco. También la mujer sabía guardar silencio, poseía su delicadeza peculiar y no se dejaba importunar con facilidad. Pero una vez había empezado a hablar, difícilmente volvía a detenerse. Mientras tanto, él fregaba un par de vasos, dormitaba o iba a «La Riviera». Madame jamás permitía a su robusto marido echar a la calle clientes borrachos cuando empezaban a resultar desvergonzados. Por sí misma se encargaba de todo esto. El local le pertenecía, y para asuntos peligrosos tenía escondida una porra de goma tras la barra del bar, allí donde también se apilaban los discos del gramófono. Mostraba con agrado esa porra a sus amigos, a lo que jamás dejaba de añadirse una mordaz carcajada, y agregaba a su vez: «Es sólo para americanos.» Las mayores dificultades las tenía con americanos borrachos y a ellos asimismo iba dirigido, por supuesto, su odio visceral. A sus ojos había dos tipos de bárbaros: nativos y americanos.

Su marido no siempre estuvo en la legión extranjera. Un día se sirvió de mí a su manera, medio torpe y medio astuta, y preguntó: «Usted es médico, un médico para locos, ¿no es cierto?» «¿Por qué cree usted eso?», pregunté sorprendiéndome a mí mismo. «Nos lo han dicho. Yo estuve dos años de guardián en un manicomio de París.» «Entonces entiende usted algo de todo esto», le dije, y se sintió halagado. Me habló de su profesión, y de cómo entonces sabía distinguir y reconocer exactamente entre los locos, quiénes eran peligrosos y quiénes no. Tenía su propia y sencilla clasificación, según lo peligroso que le había parecido cada uno de ellos. Le pregunté acerca de los locos en Marrakesh y mencionó por su parte algunos casos notorios. A partir de aquella noche me consideró algo así como una vieja autoridad de la misma esfera profesional. Nos mirábamos cuando alguien en el local se comportaba algo fuera de lugar; y de vez en cuando, incluso, llegaba a ofrecerme un «cognac» gratis.

Madame Mignon tenía una amiga, una tan sólo, de lo que sacaba un provecho considerable. Se llamaba Ginette y volvía siempre. La mayoría de las veces se sentaba en uno de los altos taburetes frente a la barra y esperaba. Era joven todavía y acicalada en extremo; el color de la tez pálido, como el de quien desaparece toda la noche y duerme de día. Tenía unos ojos saltones y a cada momento se volvía hacia la puerta del bar, acaso llegase algún cliente; parecía entonces que sus ojos se pegasen a los cristales.

Ginette anhelaba que pasara algo. Tenía veintidós años cumplidos y aún no había salido de Marruecos. Nació aquí, de padre inglés, que marchó a Dakar y no se ocupó más de ella, y madre italiana. Le agradaba oír hablar inglés porque le recordaba a su padre. De a lo que éste se dedicaba, por qué estuvo en Marruecos y más tarde marchó a Dakar, no pude enterarme nunca. Tanto Madame Mignon como ella misma lo nombraban a menudo con orgullo, sin precisar del todo, insinuando apenas que había desaparecido a causa de su hija. Seguramente ambas deseaban que fuese así, pues dado que el padre no se preocupaba de ella, tuvo que haber verdaderamente algo para que él evitase la ciudad donde ella vivía. Nunca se hablaba de la madre; me daba la impresión de que residía aún en Marrakesh, pero por algo no se estaba orgulloso de ella. Quizás fuera pobre, o de profesión no especialmente respetable, o tal vez no se esperara mucho de los italianos. Ginette soñaba con una visita a Inglaterra, por la que sentía mucha curiosidad. Pero habría ido a cualquier parte, a Italia incluso; confiaba que un príncipe azul la arrebatase de Marruecos. En horas en las que el bar estaba vacío parecía especialmente impaciente. La distancia desde su elevado taburete a la puerta excedía acaso los tres metros; cada vez, sin embargo, que ésta se abría se echaba hacia atrás como si hubiese recibido un golpe en los ojos.

Ginette no estaba sola, como me pareció en un principio. Se sentaba junto a un hombre muy joven de apariencia afeminada, todavía más acicalado que ella; sus grandes ojos oscuros y el color moreno de la tez delataban al marroquí. Intimaban como uña y carne y con frecuencia llegaban juntos al local. Los tenía por una pareja de enamorados y me cuidé de observarlos antes de saber algo sobre ellos. Él siempre parecía recién llegado del casino. No sólo se adaptaba por su atuendo a las costumbres francesas; a menudo se dejaba acariciar en público por Ginette, lo que equivalía para un árabe a la mayor infamia. Bebían mucho. A veces un tercero hacía lado con ellos, un tipo de unos treinta años, de aspecto más viril y no tan acicalado.

Cuando Ginette me dirigió por primera vez la palabra -con verdadera timidez, pues me tenía por un inglés-, estaba frente a la barra, yo me sentaba a su derecha y su joven amigo del otro lado. Me preguntó por el desarrollo de la película que rodaban mis amigos en Marrakesh. Para ella esto no era en absoluto un acontecimiento sin importancia, y, como pronto pude notar, habría dado media vida por intervenir en el film. Respondí amablemente a sus preguntas. Madame Mignon se alegraba de que al fin hubiésemos intimado su mejor amiga y yo. Charlamos un rato, y entonces me presentó al joven de su izquierda: estaba casada con él. Quedé sorprendido; pues antes habría pensado cualquier otra cosa. Vivían juntos desde hace un año. Los dos unidos daban a uno la impresión de hallarse todavía en viaje de bodas. Sin embargo, cuando Ginette se sentaba allí sin él, miraba anhelante hacia la puerta, y entonces de ningún modo era a su marido a quien deseaba ver entrar. Le pregunté entre bromas discretas por su forma de vida y averigüé que iban del bar a casa hacia las tres de la madrugada para cenar. Alrededor de las cinco de la madrugada se acostaban y dormían hasta bien avanzado el mediodía.

Le pregunté en qué trabajaba su marido. «En nada», respondió ella, «para eso tiene a su padre». Madame Mignon, que escuchaba la conversación, sonrió socarronamente ante semejante información. El joven moreno y amanerado sonrió tímidamente, pero de tal forma que mostró mucho sus hermosos dientes. Su vanidad lo eclipsaba todo, incluso la disyuntiva más penosa. Nos invitamos mutuamente a beber y entramos en conversación. Noté que era tan afectado como aparentaba. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en Francia; parecía tan del todo francés. «Ninguno», dijo. «Jamás he salido de Marruecos.» Si le gustaría ir a París -repetí-. No, no tenía ninguna ilusión en ello. Si acaso a Inglaterra. -No, rotundamente no.- Si le agradaría ir a cualquier otro lugar. -No.- A todo respondía con desgana, como si careciese de deseos. Intuí que ahí debía haber algo más de lo que no hablaba, algo que le ataba a este lugar. Ginette no podía ser, ya que ella daba claramente a entender que estaría mejor en cualquier otra parte.

La pareja, de apariencia tan común y corriente, me dejó intrigado. Los veía cada noche en el barecito. Sólo se interesaban por una cosa: además de por los extranjeros que frecuentaban el local, por los discos de Madame Mignon. Exteriorizaban su predilección por determinadas canciones, algunas las encontraban tan hermosas que se podían escuchar seis veces seguidas. Entonces les prendía el ritmo en las piernas y se arrancaban a bailar en el exiguo espacio entre la barra y la puerta. Apretaban tanto sus cuerpos entre sí que resultaba algo embarazoso mirarlos. Ginette sentía satisfacción por esta intimísima modalidad de baile; el espectador, en cambio, se irritaba con el marido: «Con él es espantoso. No quiere bailar de otro modo. Se lo he dicho de mil formas. Dice que no sabe de otra manera.» Empezaba entonces el baile siguiente y, una vez alcanzado ese mismo punto, cuidaban no desaprovechar una sola vuelta de gramófono. Me imaginaba a Ginette en otro país, cualquiera al que se trasladase, y cómo llevaría exactamente la misma vida, con la misma gente, al mismo ritmo, y la veía en Londres bailando al son de los mismos discos.

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