Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Abrigado por aquella paz interior le dio la vuelta a la hoja y empezó a escribir a toda velocidad. No tenía la menor duda de que las palabras que escribía entre las rayas del papel señalaban ciertos hechos que existían realmente, tal y como ocurría con las palabras que había escrito el niño. Era como si hubiera perdido su lengua y sus palabras hacía largos años y las hubiera recuperado gracias a aquella hoja de deberes escolares. Cuando llegó al final de la página después de haber escrito las pistas con letra pequeña una debajo de otra, pensó: ¡O sea, que todo era así de simple! Para estar seguro de que Celâl piensa lo mismo que yo tengo que ver más caras».

Salió de nuevo al frío de la calle después de tomarse el te contemplando las caras de los del café. En una de las calles detrás del instituto de Galatasaray vio a una anciana con la cabeza cubierta que iba hablando consigo misma. En la cara una niña que salía agachándose por la reja medio cerrada de una tienda de ultramarinos leyó que todas las vidas se parecen unas a otras. En la cara de la joven de vestido descolorido que iba mirándose las zapatillas de suela de goma, que resbalaban en el hielo, estaba escrito que sabía lo que era la preocupación.

Galip volvió a entrar en un café y, después de sentarse a la mesa, sacó del bolsillo la hoja con los deberes y comenzó a leerlos a toda velocidad como si leyera la columna de Celâl. Ahora sabía perfectamente que si se apropiaba de la memoria de Celâl leyendo y releyendo sus artículos podría adivinar dónde estaba. Así que, para apoderarse de su memoria, antes tenía que encontrar el lugar donde Celâl guardaba todos sus artículos. Galip, gracias a los deberes que leía una y otra vez, hacía mucho que había comprendido que aquel museo tenía que ser una «casa»: un lugar que «nos protege de todas las cosas malas». Leyendo los deberes sentía de tal manera en su interior la inocencia del niño que puede nombrar despreocupadamente los objetos, que se creía capaz de asegurar de inmediato cuál era aquel lugar en el que le esperaban Rüya y Celâl. Pero allí, sentado a la mesa del café, no podía hacer gran cosa aparte de darle la vuelta al papel y escribir nuevas pistas cada vez que el entusiasmo lo arrastraba.

Al salir de nuevo a la calle Galip había eliminado ya algunas de esas pistas y le había dado preferencia a otras. No podían estar fuera de la ciudad porque Celâl no podía vivir en otro lugar que no fuera Estambul. No podían estar en la parte de Anatolia porque opinaban que aquello no era lo bastante «histórico». Rüya y Celâl no podían refugiarse juntos en casa de un amigo común porque no existía tal amigo. No podían estar en casa de un amigo de Rüya porque Celâl no iría a un lugar así. No podrían quedarse en la habitación de un hotel porque se verían privados de sus recuerdos y porque una pareja, aunque fueran hermanos, despertaría sospechas.

Cuando se sentó en el siguiente café estaba por lo menos seguro de que seguía la dirección correcta. Caminaba hacia Taksim por la parte de atrás de Beyoglu. Hacia Nisan, hacia Sisli, hacia el corazón de su propio pasado. Recordó en un artículo Celâl hablaba largamente de los caballos de las calles de Estambul. En un muro vio colgado el retrato de un luchador ya fallecido del que Celâl había hablado largamente. La fotografía era en blanco y negro y había sido arrancada de las páginas centrales de un antiguo número de la revista Uayat , páginas que decoraban tantas paredes de verdulerías, barberías y sastrerías después de ser convenientemente enmarcadas. Mientras observaba la expresión del luchador, que había conseguido una medalla olímpica y que en la fotografía sonreía modestamente con las manos en la cintura, Galip recordó que había muerto en un accidente de tráfico. Y así, como le había ocurrido antes tan a menudo, la expresión de modestia en el rostro del luchador se fundió en su mente con el accidente de tráfico ocurrido diecisiete años atrás y, sin pretenderlo, Galip pensó que aquel accidente era una señal.

O sea, que ese tipo de coincidencias, que fundían hechos y fantasías para formar indicios de nuevas historias, resultaban absolutamente necesarias. Salió del café y, mientras caminaba hacia Taksim por una de las calles laterales, pensó: «Por ejemplo, cuando veo ese viejo y cansado caballo del carro arrimado a la estrecha acera de la calle Hasnun Galip, siento la necesidad de acudir al recuerdo de aquel enorme caballo que veía en la cartilla en la época en que mi abuela me enseñaba a leer y a escribir. Y ese enorme caballo de la cartilla bajo el cual estaba escrito "Caballo" me recuerda a Celâl, que por entonces vivía solo en el ático del edificio de la calle Tesvikiye, y al piso de Celâl, que había sido decorado de acuerdo con sus propios recuerdos. Entonces pienso en que ese piso podría ser una señal del lugar que Celâl ha ocupado en mi vida».

Pero hacía años que Celâl había abandonado aquel piso. Galip dudó pensando que quizá podría estar interpretando erróneamente las señales. No tenía la menor duda de que si comenzaba a creer que sus intuiciones podían engañarle se perdería en la ciudad: eran las historias las que le mantenían en pie, las historias que descubría gracias a su intuición, como los objetos que un ciego reconoce gracias a su tacto. Había logrado aguantar los tres días que llevaba por la ciudad estrellándose contra las apariencias porque había podido crear una historia a partir de las señales. No tenía la menor duda de que el mundo y la gente a su alrededor también podían mantenerse en pie sólo gracias a sus historias.

Cuando se sentó en un nuevo café Galip pudo examinar «su propia situación» con el mismo optimismo. Las palabras que exponían las pistas le parecieron tan simples y comprensibles como las de los deberes del otro lado del papel. En un apartado rincón del café una televisión en blanco y negro mostraba a unos jugadores de fútbol en un campo nevado. Las líneas del campo, pintadas con carbonilla, y el balón, manchado de barro, eran negros. Exceptuando a los jugadores de cartas en mesas desnudas, todos miraban aquel negro balón de fútbol.

Al salir del café Galip pensó que el secreto que buscaba era tan simple como aquel partido de fútbol en blanco y negro. Lo único que tenía que hacer era seguir caminando hacia donde lo llevaran sus pasos sin dejar de observar las imágenes y las caras. Estambul estaba repleto de cafés; uno podía recorrer de arriba abajo toda la ciudad entrando cada doscientos metros en un café.

Cerca ya de Taksim se encontró de repente entre la multitud que salía de un cine. Las caras de aquella gente que caminaba distraída mirando al suelo con las manos en los bolsillos o del brazo unos de otros estaban tan cargadas de significado que Galip incluso pensó que la pesadillesca historia que estaba viviendo carecía de importancia. En los rostros de la multitud que salía del cine podía verse la paz de aquellos que han olvidado sus propias penas porque han tenido la posibilidad de sumergirse hasta el cuello en otra historia. Estaban tanto aquí, en esta calle miserable, como allí, en medio de aquella ficción en la que les hubiera gustado encontrarse en ese momento. Sus memorias, antes vacías por la derrota y el dolor, estaban ahora llenas por una intensa trama que calmaba su tristeza y sus recuerdos. «¡Pueden creer que son otros!», pensó Galip con nostalgia. Por un momento quiso haber contemplado aquella película que poco antes había visto la multitud, perderse en su historia y así tener la posibilidad de ser otro. Veía cómo la gente, que se iba dispersando por la calle, regresaba a ese repugnante mundo de las cosas conocidas mientras miraban los escaparates de tiendas vulgares. «¡Qué rápido se abandonan!», pensó Galip.

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