Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Pero para comprender su lógica antes hay que penetrar en el ambiente del libro. Piensen en un libro encuadernado en azul, impreso en papel de grano bastante grueso por la editorial Poulet-Malassis en París en 1870. Sólo noventa y seis páginas. Piensen en unas ilustraciones de ambientes, objetos y sombras hechas por un pintor francés (De Tennielle) con calles que, más que a las del Estambul de entonces, se parecen a las de hoy, con edificios de piedra, con aceras y con calzadas de adoquines; que nos recuerdan, más que a las celdas de piedra y a los primitivos instrumentos de entonces, a los agujeros de ratas de cemento y a los instrumentos para las picanas y para colgar a los presos de las torturas actuales.

El libro comienza con una descripción de un callejón de Estambul a medianoche. No se oye otra cosa que no sean los golpes de los bastones de los serenos en las aceras y los aullidos de las manadas de perros que pelean en barrios lejanos. Por las ventanas veladas por celosías de las casas de madera no se filtra la menor luz. El humo impreciso que surge de la chimenea de una estufa se mezcla con la niebla ligera que ha descendido sobre tejados y cúpulas. En aquel silencio profundo se oyen los pasos de alguien que camina por las aceras vacías. Todos oyen el sonido de aquellos extraños, nuevos, inesperados pasos como si se tratara de una buena noticia; tanto los que se preparan para acostarse en sus frías camas poniéndose una chaqueta encima de otra como los que sueñan bajo varias capas de edredones.

El día siguiente amanece con una alegría soleada muy alejada de la angustia de la noche. Todos Lo han reconocido, todos han comprendido que Él era Él, todos se dan cuenta de que ha llegado la hora en que se acabará aquella eternidad cargada de dolor que en sus momentos de desesperación pensaban que sería interminable. En aquel ambiente de fiesta, Él está entre los tiovivos que giran, los antiguos enemigos que se reconcilian, los niños que comen manzanas cubiertas de caramelo y algodón dulce, los hombres y mujeres que bromean, los que cantan y bailan. Más que un Salvador que marcha entre desesperados y que les llevará a días mejores corriendo de victoria en victoria, Él es un hermano mayor que pasea entre sus hermanos menores. Pero en su rostro hay la sombra de una inquietud, de una intuición, de un presentimiento. En ese momento, mientras Él anda pensativo por las calles, los hombres del Gran Bajá lo capturan y lo arrojan a una de las frías mazmorras con arcos de piedra de la ciudad. Ya tarde el mismo Gran Bajá va a visitarle con un candil en la mano y hablan durante toda la noche.

¿Quién era el Gran Bajá? No traduzco al turco el nombre de ese personaje tan particular porque quiero, como el autor del libro, que el lector decida con entera libertad. Teniendo en cuenta que era bajá podemos pensar que era un importante hombre de Estado, un gran militar o un militar cualquiera pero de alta graduación. Si atendemos a la correcta lógica de sus palabras podemos pensar, también que era al mismo tiempo un filósofo o un hombre superior que ha alcanzado esa cierta sabiduría que sentimos que se da en aquellas personas que piensan más en el Estado y en la Nación que en sí mismos, y que tan habituales son entre nosotros. En aquella mazmorra, durante toda la noche, el Gran Bajá hablará y lo escuchará. He aquí las palabras y la lógica del Gran Bajá que Lo obligaron a callar y que Lo convencieron:

1) Como todos los demás comprendí enseguida que Él (comenzó el Gran Bajá). Para entenderlo no me hizo tener que recurrir a los secretos de las letras y los números, a las señales en el cielo o en el Corán ni a las profecías que se han escrito sobre ti. Al ver en los rostros de la multitud el entusiasmo de la alegría y la victoria, comprendí que tú eras Él. Ahora esperan que les hagas olvidar sus amarguras y tristezas, que les devuelvas su esperanza perdida, que los lleves de victoria en victoria, pero ¿podrás darles todo eso? Hace siglos Mahoma pudo dar esperanza a los desesperados porque los llevó de victoria en victoria con la espada. En cambio hoy, por fuerte que sea nuestra fe, las armas de los enemigos del Islam son más poderosas que las nuestras. ¡No hay ninguna posibilidad de éxito militar! ¿O no son una prueba de eso los falsos profetas que, en la India o en África, se presentan a sí mismos como si fueran Él y que después de hacer morder el polvo a ingleses y franceses durante un tiempo son aplastados y aniquilados y sólo dan lugar a una mayor desolación? (En estas páginas hay comparaciones militares y económicas que demuestran que una victoria militar de gran calibre, no ya del Islam, sino de Oriente sobre Occidente, no es sino una fantasía: el Gran Bajá compara honestamente, como haría un político realista, el nivel de riqueza de Occidente con la miseria de Oriente, y Él aprueba en silencio y con tristeza ese sombrío cuadro que se le pinta porque realmente es Él y no un charlatán.)

2) Pero esa lamentable miseria no significa que no se les pueda dar a los desesperados la esperanza de la victoria, por supuesto (continúa hablando el Gran Bajá, ya muy pasada la medianoche). Simplemente no podemos declarar la guerra al enemigo «exterior». Pero ¿y a los de dentro? ¿No serán el origen de nuestra miseria y nuestros sufrimientos los pecadores, los usureros, los chupasangres y los tiranos del interior, o los que aparentan ser virtuosos siendo todo lo anterior? Tú también te das cuenta de que sólo puedes ofrecerles esperanzas de felicidad y victoria a tus desdichados hermanos si le declaras la guerra al enemigo del interior, ¿no? Entonces eso quiere decir que también te das cuenta de que no es una guerra que se pueda luchar con heroicos soldados ni mártires por la fe sino con soplones, verdugos, policías y torturadores. Hay que señalarles a los desesperados un culpable de su miseria, de forma que, con que se le aplaste la cabeza, puedan creer que el paraíso ha descendido a la tierra. Eso es lo que hemos hecho en los últimos trescientos años. Para poder dar esperanza a nuestros hermanos, les señalamos a los culpables que hay entre ellos. Y ellos lo creen porque necesitan tanto la esperanza como el pan. Y los más inteligentes y honestos de entre los culpables, como ven que todo se hace siguiendo esta lógica, antes de sufrir su castigo confiesan sus pequeños delitos, si es que los han cometido, multiplicándolos por diez para que sus desgraciados hermanos puedan tener al menos algo de esperanza. Incluso indultamos a algunos, que se unen a nosotros y salen a la caza de culpables. La esperanza, como el Corán, no sólo mantiene en pie nuestras conciencias, sino también nuestra vida terrenal: porque aguardamos la esperanza y la libertad del mismo lugar que el pan.

3) Sé que eres lo bastante decidido como para culminar con éxito todo ese trabajo tan difícil que se espera de ti, lo bastante justo como para extraer de entre las multitudes a los culpables sin ni siquiera pestañear y lo bastante fuerte como para recurrir a la tortura, aunque sea a regañadientes, para solucionar esos asuntos. Porque tú eres Él. Pero ¿durante cuánto tiempo podrás distraer a las masas con esa esperanza? Poco tiempo después verán que no has podido resolverles los problemas. Comenzará a agotarse la esperanza que les has entregado al ver que no tienen más pan en las manos. Entonces volverán a perder la fe que tenían en el Libro y en los dos mundos; se dejaran llevar de nuevo por el profundo pesimismo, la inmoralidad y la miseria moral que vivían apenas el día anterior. Y lo peor de todo es que comenzarán a sospechar de ti, a odiarte. Los soplones empezarán a sentir remordimientos por los culpables que tan alegremente han entregado a tus verdugos y a tus eficientes torturadores; los policías y los guardias se cansarán de tal manera de lo absurdo de sus torturas que ya no les satisfarán ni los últimos métodos ni la esperanza que has intentado darles; decidirán que los pobres desafortunados que cuelgan como racimos de uvas de las horcas han sido sacrificados en vano. Y en ese día del fin del mundo verás que ya no creen ni en ti ni en las historias que les has contado. Pero verás algo peor cuando no quede ninguna historia que puedan creer todos, cada uno comenzará a creer en la suya propia, cada uno tendrá su propia historia y todos querrán contarla. Masas de millones de desesperados comenzarán a vagar tristes como sonámbulos por las ciudades, por las sucias calles y por esas enfangadas plazas que no hay quien arregle, acarreando sus propias historias como si llevaran un halo de desgracia alrededor de la cabeza. En ese momento tú ya no serás Él ante sus ojos, serás el Deccal, ¡y el Deccal serás tú! Entonces no querrán creer tus historias, sino las del Deccal, las de Él. Y el Deccal, que volverá victorioso, seré yo, o alguien como yo. Y él les dirá a esos desesperados que llevas años engañándolos, que no les has dado esperanza sino que les has inoculado mentiras y que en realidad no eres Él sino el Deccal. Quizá ni eso sea necesario, una noche, en un callejón oscuro, el mismo Deccal, o un desesperado que haya decidido que llevas años engañándolo, vaciará en tu cuerpo mortal, que en tiempos se creía invulnerable, el cargador de su pistola. Y así, porque durante años les has dado esperanza y los has engañado durante años, una noche encontrarán tu cadáver en una sucia acera de esas calles llenas de barro a las que ya te habías acostumbrado y que empezabas a apreciar.

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