Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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La chica de alterne que comenzó a relatar la siguiente historia repitió varias veces que lo que se disponía a contar era auténtico y quiso estar absolutamente segura de que «nuestros amigos turistas» eran informados exactamente de tan importante punto porque quería que su historia no sólo fuera un ejemplo para Turquía, sino para el mundo entero. La historia comenzaba en una fecha no muy lejana en ese mismo cabaret. Dos primos se encontraban en él tras años sin verse y el amor de su niñez volvía a prender en ellos. Como la mujer era una chica de alterne y el hombre un bravucón (o sea, un chulo , dijo la mujer volviéndose hacia los «turistas»), no existía una cuestión de honra que pudiera dar lugar a que el hombre matara a la muchacha como habría sido de esperar en esos casos. Por aquel entonces tanto el cabaret como el país eran balsas de aceite, los jóvenes no se disparaban por las calles sino que se besaban y en los días de fiesta no se enviaban bombas sino cajas de bombones. Tanto la muchacha como el hombre eran felices. Como el padre de ella había muerto de repente, vivían en la misma casa aunque se acostaban en camas distintas y esperaban impacientes el día de su boda.

Cuando llegó el día, mientras la mujer y con ella todas las cabareteras de Beyoglu se maquillaban y se adornaban, el hombre salió a la calle después de afeitarse para la boda y allí fue atrapado por las redes de una bellísima mujer. Ella le sorbió el seso en un momento, se lo llevó a su habitación del Pera Palas y después de hacer el amor hasta hartarse le reveló su secreto: la desdichada era la hija ilegítima del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Había venido a Turquía como parte de un complejísimo plan destinado a vengarse de sus padres, que habían abandonado de tal manera el fruto de una noche de placer. Quería que nuestro bravucón se apoderara de un plano, la mitad del cual estaba en la Dirección General de

Seguridad y la otra mitad en manos del Servicio de Policía Secreta.

Nuestro bravucón, que ardía poseído por las de la pasión, le pidió permiso para marcharse y corrió al cabaret donde iba a celebrarse la boda; los invitados habían desaparecido, pero la muchacha estaba llorando en un rincón. Primero la consoló y luego le dijo que estaba metido en un asunto «de importancia nacional». Retrasaron la fecha de la boda y enviaron aviso a todas las cabareteras, a las danzarinas del vientre, a las propietarias de casas de citas y a los gitanos de Sulukule para que investigaran a todos y cada uno de los policías que aparecieran por los garitos de Estambul. Por fin, cuando consiguieron las dos mitades que componían el plano, la muchacha comprendió que su primo se la había jugado, como les ocurre a todas las «trabajadoras» de Estambul, y que estaba enamorado de la hija del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Entonces, decepcionada, se ocultó en una habitación de un burdel en Kuledibi, al que iban las mujeres más tiradas y los hombres más inmorales, llevando consigo el plano, que había escondido junto a su pecho izquierdo.

Siguiendo las órdenes de la malvada princesa, el primo comenzó a buscarla por todo Estambul palmo a palmo. Pero buscándola comprendió que su verdadero amor no era la que le había ordenado la búsqueda sino aquella que buscaba, que amaba, no una mujer cualquiera, ni una princesa, sino su prima de la infancia. Por fin encontró el burdel de Kuledibi y cuando vio por una mirilla los numeritos que realizaba el amor de su infancia para «proteger su pureza» de un ricachón con pajarita, rompió la puerta y la salvó. Una enorme verruga le apareció al bravucón en el ojo con el que había rozado la mirilla por la que había visto, con el corazón destrozado, cómo su amada, medio desnuda, tocaba la flauta, y nunca más le desapareció. La muchacha también tenía bajo su pecho izquierdo una idéntica marca de amor. Cuando acompañaron a la policía al Pera Palas para que detuvieran a la malvada mujer, en los cajones de aquella princesa devoradora de hombres aparecieron las fotos de miles de inocentes muchachos, todos desnudos y en diversas posturas, a las que la mujer había ido trabajando uno a uno y añadiendo a su colección política. Además, junto a ese amplio abanico político, había cientos de fotos de los que salen por televisión con los anarquistas detenidos, comunicados con la hoz y el martillo, el testamento del último sultán, que era marica, y planes de partición de Turquía con la cruz de Bizancio grabada en ellos. A pesar de que la policía sabía perfectamente que aquella mujer estaba introduciendo la anarquía en el país como si se tratara de una plaga de sífilis, como entre las fotografías aparecieron muchas de policías con la porra en la mano tal y como su madre los trajo al mundo, el asunto se tapó antes de que llegara a oídos de la prensa. Sólo se dio permiso para que se publicara la noticia del matrimonio de los primos con una fotografía de la boda. La chica de alterne sacó del bolso un recorte de periódico con la foto, en una de cuyas esquinas podía verse a la narradora en persona llevando un elegante abrigo con el cuello de zorro y los mismos pendientes de perlas que llevaba en ese momento, y pidió que lo pasaran de mano en mano por la mesa.

La mujer, que había visto que su historia se recibía con ciertas dudas e incluso alguna sonrisa, se enfadó y, repitiendo que todo lo que había contado era cierto, llamó hacia dentro: también estaba allí el hombre que había realizado tantas desvergonzadas fotografías de la princesa y sus víctimas. La cabaretera le dijo entonces al fotógrafo de pelo grisáceo que se acercó a la mesa que «nuestros invitados» le permitirían que les hiciera unas fotografías y además le dejarían una buena propina a cambio de una historia de amor, así que el anciano fotógrafo comenzó su relato:

Hace al menos treinta años un criado pasó por el pequeño estudio que tenía el fotógrafo para comunicarle que le llamaban de una casa cerca de la línea del tranvía de Sisji. Fue a la casa sintiendo curiosidad por la razón de que le hubieran buscado a él, alguien conocido como «fotógrafo de cabaret», entiendo docenas de colegas más adecuados. La joven y hermosa viuda que le recibió le hizo una oferta de «trabajo»: le propuso a cambio de una bonita cantidad de dinero, que cada mañana le entregara una copia de cada una de los cientos de fotografías que durante las noches hacía en los cabarets de Beyoglu.

El fotógrafo, sintiendo que detrás de aquel asunto, que había aceptado en parte por curiosidad, existía una «historia de amor», decidió seguir de cerca a aquella mujer de pelo castaño y mirada ligeramente bizca. Al cabo de los primeros dos años comprendió que la mujer no buscaba a un hombre concreto, a alguien a quien hubiera conocido o cuya fotografía hubiera visto en algún lugar, porque de vez en cuando seleccionaba alguna fotografía de los cientos que repasaba cada mañana y le pedía otro encuadre o una ampliación, pero ni las edades ni las caras de los hombres se parecían lo más mínimo. En años posteriores la mujer comenzó a abrirse al fotógrafo un poco con la proximidad que les daba el ser colaboradores y un poco con la confianza de compartir un secreto.

– No te molestes en traerme fotografías de estas caras vacías, de estas miradas sin sentido, de estos rostros inexpresivos -le decía-. ¡En ellos no puedo ver ningún significado, ninguna letra!

En cuanto podía leer (la mujer usaba con insistencia esa palabra) un cierto sentido en alguna cara le ordenaba que le hiciera nuevas fotografías, fotografías que siempre la arrastraban a la mayor decepción.

– Si esto es todo lo que podemos encontrar en los cabarets y en las cervecerías, que es donde la gente olvida sus tristezas y sus penas, ¿cómo, cómo serán de vacías las miradas en los lugares de trabajo, en los mostradores de las tiendas, en los escritorios de los funcionarios, Dios mío?

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