Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Encontraron un par de «casos» que les permitieron abrigar esperanzas a ambos: en una ocasión, tras detenerse largo rato en ella, la mujer leyó cierto sentido en la cara arrugada de un anciano que luego descubrieron que era joyero, pero era un hombre muy antiguo y demasiado estancado. La riqueza de letras en las arrugas de su frente y en sus ojeras sólo era la última parte del estribillo de un significado hermético que se repetía a sí mismo y que no arrojaba ninguna luz sobre el presente. Tres años más tarde encontraron unas tensas letras que ahora señalaban al presente, y que bullían en el rostro de un hombre, del que más tarde supieron que era contable; pero, después de haber ampliado las fotografías, una oscura mañana de uno de los días en que aún estaban entusiasmados con el descubrimiento de aquella tormentosa cara, la mujer le enseñó al fotógrafo una enorme instantánea del contable que había salido en los periódicos: «Desfalca veinte millones». Al terminar la excitación que le producían el crimen y la ilegalidad, el contable se había relajado por fin y la cara tranquila con que miraba a los lectores, mientras era escoltado por bigotudos policías, ahora resultaba tan vacía como la de un cordero pintado de alheña que condujeran al sacrificio.

Por supuesto los que se sentaban a la mesa habían decidido hacía rato, susurrando entre ellos y comunicándose con movimientos de cejas y ojos, que el auténtico amor era el que había entre el fotógrafo y la mujer, pero al final de la «historia de amor» aparecía un personaje completamente distinto: una fresca mañana de verano, en el momento en que la mujer vio en la fotografía que sostenía en la mano aquel reluciente e increíble rostro entre las caras vacías de una multitudinaria mesa de cabaret, decidió de inmediato que aquella investigación que desarrollaba desde hacía once años no había sido en vano. Esa misma noche pudo leer en las fotografías ampliadas de aquelIa maravillosa y joven cara, que el fotógrafo había podido hacer sin el menor problema puesto que se había dejado ver de nuevo en el cabaret, un significado muy simple, muy puro, muy claro: era el amor. En el rostro limpio y claro de aquel hombre, luego supieron que tenía treinta y tres años y que era un relojero que poseía un pequeño establecimiento en Karagümrük, se leían con tanta facilidad las cuatro «nuevas» letras de la palabra, que la mujer, airada, acusó de ceguera al fotógrafo porque era incapaz de ver ninguna. Los días posteriores los pasó temblando como una futura novia que va a visitar a la casamentera, sufriendo de antemano como los enamorados que se saben condenados a la derrota desde el principio e imaginando con una precisión absolutamente meticulosa, en los momentos en que notaba una pequeña luz de esperanza, todas las posibilidades de felicidad que podían hacerse realidad. En una semana cientos de retratos del relojero, hechos recurriendo a todo tipo de excusas y trucos, colgaban de cada rincón de la sala de la mujer.

Ella pareció enloquecer cuando, después de una noche en que el fotógrafo había podido hacerle unas fotografías aún más próximas y detalladas, el relojero de la increíble cara dejó de acudir al cabaret. Envió al fotógrafo a Karagümrük en su persecución pero el hombre no estaba ni en su tienda ni en la casa que le indicaron los vecinos del barrio. Cuando regresó una semana más tarde vio que la tienda se traspasaba y que había dejado la casa. A partir de ese momento a la mujer ya no le interesaron las fotografías que el fotógrafo le llevaba sólo «por amor» y no miraba ni siquiera de reojo la caras más interesantes, exceptuando la del relojero. Una mañana de aquel ventoso otoño que llegó tan temprano, el fotógrafo llevaba una curiosa «muestra» que creía que podría interesar a la mujer, pero cuando, después de llamar a la puerta, le abrió el siempre curioso portero y le informó alegre de que la señora se había mudado a otro lugar y no había dejado la dirección, el fotógrafo creyó con tristeza que aquella historia se había terminado; quizá ahora también comenzara él una nueva historia, que crearía pensando en el pasado.

Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.

El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».

Los de la mesa, alegres, posaron juntos para el fotógrafo. Entre ellos había un par de periodistas y publicistas que Galip conocía de lejos, un tipo completamente calvo que le sonaba y algunos extraños que se habían unido a ellos desde el otro extremo de la sala. En la mesa se había formado esa amistad accidental y ese sentimiento de curiosidad mutua que se da entre las personas que comparten el mismo albergue por una noche o que sufren juntos un accidente sin demasiada importancia. El cabaret estaba silencioso y prácticamente vacío. Los focos del escenario se habían apagado hacía rato.

A Galip el cabaret le recordaba al lugar donde se había rodado Mi querida prostituta , en la que Türkan Soray hacía el papel de chica de alterne, y se lo preguntó a un anciano camarero al que pidió que se acercara. El anciano camarero, no porque todas las caras se habían vuelto hacia él, o quizá excitado por los relatos que había escuchado, aunque sin intervenir en la conversación, contó también una breve historia:

No, su historia no tenía relación con esa película pero sí con otra, más antigua, que se había rodado allí mismo, en ese cabaret, y que él había visto catorce veces la semana de su estreno en el cine Rüya. Cuando el productor y la bella protagonista le pidieron que apareciera en un par de escenas, el camarero lo aceptó entusiasmado. La cara y las manos que aparecían en la película, que vio dos meses después, eran las del camarero, pero la espalda, los hombros y la nuca de otra escena no eran los suyos y cada vez que contemplaba la película aquel camarero lo asustaba y, al mismo tiempo, le provocaba un placentero escalofrío. Además no podía acostumbrarse a que la voz que salía de su boca fuera la de otro, una voz que podía escucharse a menudo en otras películas. A los parientes y amigos que vieron la película no les interesó tanto como a él aquella escalofriante y perturbadora sustitución que parecía salida de un sueño, no comprendían ni eso que llaman trucos cinematográficos ni lo verdaderamente importante: que gracias a un pequeño truco se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro.

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