Galip se sentó en la silla que había junto a la puerta y la mujer en el taburete de la cómoda redonda, que se parecía bastante al original de la película, y comenzó a peinarse su largo cabello rubio teñido. En el marco del espejo también estaba esa escena. La espalda de la mujer era más hermosa que la original. En cierto momento miró a Galip, que se reflejaba en el espejo.
– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…
– Nos encontramos hace mucho tiempo -repuso Galip mirando la cara de la mujer en el espejo-. No nos sentábamos en el mismo pupitre en la escuela pero en los calurosos días de primavera, cuando abrían la ventana de la clase después de largas discusiones, veía tu rostro, tal y como lo veo ahora, reflejado en el cristal que la negrura de la pizarra convertía en un espejo.
– Mmmm… Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…
– Nos encontramos hace mucho tiempo. En nuestro primer encuentro tus piernas me parecieron tan delgadas, tan delicadas, que tuve miedo de que se rompieran de repente. Tu piel parecía más áspera cuando eras niña, pero al crecer, después de la escuela secundaria, tomó color y se volvió increíblemente delicada. En los días cálidos de verano, cuando estábamos rabiosos de tanto jugar en casa y nos llevaban a alguna playa, en el camino de vuelta, mientras caminábamos con los helados que nos habían comprado en Tarabya en la mano, nos grabábamos letras en los brazos con nuestras largas uñas rascándonos la sal. Me gustaba el ligero vello de tus brazos. Me gustaban tus piernas, que se volvían rosadas con el sol. Me gustaba tu pelo, que caía sobre mi cara cuando te alargabas para alanzar algo de la repisa que había sobre mi cabeza…
– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo.
– Me gustaban las marcas que te dejaban en la espalda los tirantes del bañador de tu madre que usabas, cómo te tirabas del pelo distraída cuando estabas nerviosa, cómo te quitabas de la punta de la lengua con el dedo corazón y el índice la brizna de tabaco que se te había quedado cuando fumabas cigarrillos sin filtro, tu forma de abrir la boca mientras veías una película, de comer garbanzos tostados y avellanas, sin que te importara lo que fuera, del plato que dejabas a mano mientras leías, de perder las llaves, de fruncir los ojos porque no aceptabas tu miopía. Me gustabas cuando fruncías los ojos y mirabas un punto lejano, aunque me inquietara que estuvieras en otro sitio, que pensaras en otra cosa. Te quería muerto de miedo por todo lo que sabía que pasaba por tu mente y más por lo que no sabía. ¡Dios mío!
Galip guardó silencio al ver en el espejo cierta preocupación en la cara de Türkán Soray. La mujer se recostó en la cama que había junto a la cómoda.
– Vamos, ven -dijo-. Nada vale la pena, nada en absoluto. ¿Lo entiendes? -pero Galip permanecía sentado, indeciso-. ¿O es que no te gusta Türkán Soray? -añadió la mujer con un gesto celoso que Galip no pudo adivinar si era real o puro teatro.
– Sí que me gusta.
– Te gustaba mi manera de mover las pestañas, ¿no?
– Sí, me gustaba.
– Y mi forma de bajar las escaleras de la playa en Preciosa, gracias a Dios, y de encender un cigarrillo en Mi querida Prostituta , y cómo fumaba con una boquilla en Una muchacha cañón, ¿no?
– Sí.
– Vamos, cariño, entonces ven.
– Hablemos un poco más.
– ¿Qué?
Galip pensaba.
– ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas?
– Soy abogado.
– Una vez tuve un abogado -dijo la mujer-. Se quedó con todo mi dinero pero no pudo recuperar el coche que mi marido había puesto a mi nombre. El coche era mío, ¿lo entiendes? Mío. Y ahora lo tiene una puta. Un Chevrolet del 56 color rojo, como los coches de bomberos. Si no puede devolverme mi coche, ¿para qué me sirve un abogado? ¿Puedes conseguir que mi marido me lo devuelva?
– Sí -contestó Galip.
– ¿De verdad? -le preguntó la mujer esperanzada-. Claro que sí. Claro que sí, y yo me casaré contigo. Me salvarás de esta vida. O sea, de la vida en el cine. Estoy harta de ser artista. Este pueblo de subnormales no ve a las actrices como artistas, sino como putas. Yo no soy de esas actrices, soy una artista, ¿lo entiendes?
– Por supuesto…
– ¿Te casarás conmigo? -le dijo la mujer, alegre-. Si nos casamos podremos pasear en el coche. ¿Te casarás conmigo? Pero tendrás que quererme.
– Me casaré contigo.
– No, no, pregúntamelo tú a mí… Pregúntame: «¿Quieres casarte conmigo?».
– Türkán, ¿quieres casarte conmigo?
– ¡Así no! Pregúntamelo sinceramente, sintiéndolo ¡como en las películas! Pero antes ponte de pie, nadie pregunta eso sentado.
Galip se levantó como si fuera a cantar el himno nacional.
– ¡Türkán! ¿Quieres casarte conmigo? ¿Conmigo?
– Pero no soy virgen -replicó la mujer-. Sufrí un accidente.
– ¿Montando a caballo? ¿Deslizándote por una barandilla?
– No, planchando. Te ríes, pero ayer mismo oí que nuestro Sultán había dado órdenes de que te cortaran el cuello. ¿Estás casado?
– Sí.
– ¡Siempre me encuentran los casados! -dijo la mujer con un gesto sacado de Mi querida prostituta -. Pero no importa. Lo que importa son las Líneas Férreas del Estado. ¿Qué equipo crees que será el campeón este año? ¿Adonde crees que vamos a llegar así? ¿Cuándo crees que los militares dirán «ya basta» a esta anarquía? ¿Sabes? Estarías mejor si te cortaras el pelo.
– Nada de alusiones personales -contestó Galip-. Está feo.
– Pero ¿qué he dicho yo ahora? -respondió la mujer con una falsa sorpresa, abriendo enormemente los ojos y pestañeando como Türkán Soray-. Sólo te he preguntado si recuperarías mi coche si te casabas conmigo. No, si te casarías conmigo si recuperabas mi coche. Voy a darte la matrícula: 34 CG 19… «El 19 de mayo de Samsum salió y a toda Anatolia salvó.» Un Chevrolet del 56.
– ¡Hablame del Chevrolet! -le dijo Galip.
– Bueno, pero dentro de poco van a llamar a la puerta. Se acaba la visita.
– En turco es cita.
– ¿Perdón?
– El dinero no importa -respondió Galip.
– Opino lo mismo -dijo la mujer-. Mi Chevrolet 56 era del rojo de mis uñas. Una está rota, ¿no? Quizá mi Chevrolet también se haya estrellado contra algo. Antes de que ese miserable de mi marido se lo regalara a esa puta, vanía aquí cada día en mi coche. Pero ahora sólo lo veo por la calle en el coche, vaya. A veces lo veo dando la vuelta a la plaza de Taksim con un conductor y a veces en el muelle de Karakov esperando pasajeros con otro. A la mujer le gusta el coche y lo hace pintar cada día. Un día miro y de repente mi Chevrolet es de color castaño, al día siguiente le han puesto niquelados y faros nuevos y es color café con leche. Al otro día lo han adornado con flores, le han colocado una muñeca en el morro y es un coche de novia color rosa. En eso, una semana después, miro y lo han pintado de negro y dentro hay seis policías con bigotes también negros. ¿Que no te parece un coche de policía? Si hasta escribe «policía» encima, es imposible equivocarse. Por supuesto, cada vez le cambia la matrícula para que yo no me dé cuenta.
– Por supuesto.
– Por supuesto -continuó la mujer-. Los policías y los conductores son amantes de la mujer, pero ¿crees que el cornudo de mi marido ve lo que tiene delante? Un día se marchó y me abandonó tal cual. ¿Te han abandonado a ti así alguna vez? ¿A cuántos estamos hoy?
– A doce.
– ¡Cómo pasa el tiempo! Y tú, mira, sigues haciéndome hablar. ¿O es que quieres algo especial? Dime, me has gustado, eres un hombre formal, no importa. ¿Llevas mucho dinero encima? ¿De verdad eres rico? ¿O eres un verdulero como Izzet? No, abogado. Pregúntame una adivinanza, vamos a ver, señor abogado… Bueno, yo te la preguntaré: ¿en qué se diferencian el Sultán y el puente del Bósforo?
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