Mientras miraba el escaparate de una zapatería de señoras (Rüya calzaba el treinta y siete) algo más allá del cine Atlas, se Ie acercó un hombre pequeño y delgado. Llevaba en la mano una de esas carteras de plástico imitación piel que usan los cobradores del gas de la ciudad. «¿Le gustan las estrellas?», le preguntó. Llevaba la chaqueta abotonada hasta el cuello, como si fuera un abrigo. Galip estaba pensando que se había encontrado con un colega del hombre que en las noches claras instala un telescopio en la plaza de Taksim y que permite que, por cien liras, los interesados observen las estrellas, cuando el hombre sacó un «álbum» de la cartera. Galip vio en las páginas que el hombre pasaba fotografías increíbles de algunas estrellas de cine, reveladas en buen papel.
No, por supuesto, las fotografías no eran de las propias estrellas famosas, sino de mujeres que se les parecían, que llevaban la misma ropa, los mismos adornos y, lo más importante, que imitaban sus poses, sus posturas, su manera de fumar, la de redondear los labios o la de inclinarse hacia delante como si fueran a besar. En la página de cada una de las estrellas había, pegada junto al llamativo nombre, recortado de algún titular de un periódico, una fotografía a todo color tomada de una revista del corazón y a su alrededor se habían añadido algunas «atractivas» poses de la mujer que se parecía a la estrella o, mejor dicho, que intentaba parecerse a ella.
Al ver que le interesaban las fotografías el hombre delgado de la cartera atrajo a Galip hasta el callejón estrecho y solitario que daba al cine Yeni Melek y le alargó el álbum para que él mismo lo hojeara. A la luz de un extraño escaparate que exponía, colgados del techo con delgados hilos, brazos y piernas cortados, guantes, paraguas, bolsos y medias, Galip examinó con interés a las Türkan Soray cuyos vestidos de gitana se abrían hasta arriba al bailar o que encendían cansadas un cigarrillo, a las Müjde Ar que pelaban un plátano, que miraban picaramente a la cámara o que lanzaban una carcajada atrevida, a las Hülya Kocyigit que, con las gafas puestas, cosían un sujetador que se habían quitado o que se inclinaban hacia delante mientras fregaban los platos y que luego lloraban con gran preocupación. El dueño del álbum, que le observaba a él con el mismo interés, se lo arrebató de repente de las manos, con la misma decisión que un profesor que atrapa a un estudiante con un libro prohibido, y lo guardó en la cartera.
– ¿Te llevo a verlas?
– ¿Dónde están?
– Pareces todo un señor. Ven, vamos a ver.
Mientras caminaban por los callejones Galip dijo que le gustaba la Türkan Soray para responder a las insistentes preguntas que le apremiaban a que se decidiera.
– ¡Es ella misma! -le dijo el hombre de la cartera como si le confesara un secreto-. Se va a alegrar, le vas a gustar mucho.
Entraron en una antigua casa de piedra junto a la comisaría de Beyoglu en cuya fachada se leía «Amigos» y subieron al primer piso, que olía a polvo y tela. En la habitación en penumbra no había ni máquinas de coser ni telas, pero, por alguna extraña razón, Galip sintió el impulso de decir «Sastrería los Amigos». La segunda habitación, plenamente iluminada y a la que entraron por una puerta blanca y muy alta, le recordó a Galip que tenía que pagarle al chulo.
– ¡Türkan! -llamó el hombre metiéndose el dinero en el bolsillo-. Türkan, mira, ha venido Izzet y pregunta por ti.
Dos mujeres que jugaban a las cartas se volvieron riendo y miraron a Galip. En la habitación, que recordaba la escena de un viejo teatro a punto de desplomarse, sonaba una cansina música de «pop local» y había esa soporífera falta de aire exclusiva de los lugares donde las chimeneas de las estufas no tiran bien y un olor a soporífero perfume. Tumbada en un sofá en la misma postura que adoptaba Rüya cuando leía novelas policíacas (con una pierna sobre el respaldo del sofá), una mujer, que no se parecía a ninguna estrella ni a Rüya, hojeaba una revista de humor. Que Müjde Ar era Müjde Ar se entendía por el letrero que llevaba en el pecho en el que ponía Müjde Ar. Un anciano vestido de camarero se había quedado dormido ante los participantes en un debate televisivo que discutían la importancia de la conquista de Estambul en la historia del mundo.
Galip pudo encontrar cierto parecido entre una joven con permanente y vaqueros y una estrella americana cuyo nombre había olvidado, pero no estaba demasiado seguro de que fuera un parecido buscado a propósito. Un hombre que entró por la otra puerta se acercó a Müjde Ar y, con la seriedad de los borrachos, leyó largo rato y tragándose la primera sílaba el nombre escrito sobre su pecho, concentrándose como aquellos que creen lo que han vivido sólo cuando lo leen en los titulares de los periódicos.
Galip comprendió que la mujer vestida de leopardo debía ser Türkán Soray porque se le acercó y por cierta armonía en su forma de andar. Quizá fuera ella la que más se parecía al original: se había recogido todo su larguísimo pelo rubio sobre el hombro derecho.
– ¿Puedo fumar? -le preguntó sonriendo de manera agradable. Se colocó un cigarrillo sin filtro en los labios-. ¿Me da fuego?
Cuando Galip encendió con su mechero el cigarrillo, alrededor de la cabeza de la mujer se formó una nube de humo de increíble espesor. Cuando, en medio de un extraño silencio en el que no se oía el estruendo de la música, la cabeza y los ojos de largas pestañas de la mujer surgieron de entre el humo, como si fuera la cabeza de una santa que se aparece entre la niebla, Galip pensó por primera vez en su vida que podría acostarse con otra mujer que no fuera Rüya. Le dio dinero a un hombre vestido de funcionario que le llamó «Celâl Bey». Al llegar al piso de arriba, a una habitación bastante mejor amueblada, la mujer apagó su cigarrillo, aún sin terminar, el un cenicero de Akbank y sacó otro.
– ¿Puedo fumar? -le preguntó con la misma voz y gesto afectados. Le sonreía de forma agradable, con la mirada orgullosa, con el cigarrillo colocado en la comisura de los labios en la misma pose-. ¿Me da fuego?
Al darse cuenta de que inclinaba la cabeza de la misma manera hacia un mechero imaginario, con un movimiento delicado que le permitiera mostrar los pechos, Galip comprendió que aquella forma de encender el cigarrillo y las palabras de la mujer debían haber salido de una película de Türkán Soray y que él tenía que ser Izzet Günay, el protagonista masculino de dicha película. Cuando encendió el cigarrillo volvió a formarse en torno a la cabeza de la mujer la misma nube de humo de increíble espesor y los enormes ojos negros de enormes pestañas aparecieron lentamente entre aquella niebla. ¿Cómo podía salir de su boca tal cantidad de humo cuando era algo que sólo se podía hacer en un estudio?
– ¿Por qué estás tan callado? -le preguntó la mujer con una sonrisa.
– No estoy callado -respondió Galip.
– Pareces un vivales, pero ¿no serás un ingenuo? -le dijo la mujer con una curiosidad y un enfado artificiales. Repitió de nuevo la misma frase con los mismos gestos. Llevaba unos enormes pendientes que le colgaban hasta los hombros desnudos.
Galip comprendió por las fotografías que había encajadas en el marco del espejo de la cómoda redonda, de aquellas que se exponen a la entrada de los cines, que el vestido de leopardo abierto hasta la cadera era el mismo que había vestido Iürkán Soray en su papel de cabaretera en Mi querida prostituta , película rodada hacía veinte años en la que había compartido protagonismo con Izzet Günay. Escuchó por boca de la mujer otras palabras que Türkán Soray decía en la misma Película: (inclinando la cabeza como una niña mimosa y triste, abriendo de repente las manos que había cruzado bajo la argolla) «Ahora no es momento de dormir, cuando bebo me apetece divertirme»; (con el aspecto de una señora bondadosa que se preocupa por el hijo de los vecinos) «¡Ven, Izzet, quédate conmigo hasta que cierren el puente!»; (repentinamente excitada) «¡Mi destino es esperar este día! ¡Estar contigo!»; (Como una señora) «Encantada de conocerle, encantada de conocerle, encantada de conocerle…».
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