Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Queriendo ver en aquel discurso un punto final, Galip, que sentía un cierto desmayo a pesar de tanto café, se levantó pretextando que comenzaba a nevar de nuevo y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. El dueño de la casa prosiguió, interponiéndose entre Galip y su abrigo, cerca de la pared: lo lamentaba por Galip, que regresaba a Estambul donde había comenzado toda aquella decadencia. Estambul era la piedra angular: no ya vivir allí, poner siquiera el pie en la ciudad era una rendición, una derrota. Esa terrible ciudad hervía de las imágenes podridas que al principio sólo podíamos ver en los oscuros cines. Multitudes sin esperanza, coches viejos, puentes que se hundían lentamente, montones de latas, asfalto lleno de baches, enormes letras incomprensibles, letreros ilegibles, paneles sin sentido rotos, pintadas a las que se les había corrido la pintura, dibujos de botellas y cigarrillos, alminares sin plegarias, pilas de piedras, polvo, barro, etcétera, etcétera. No se podía esperar nada de aquella degeneración. Si algún día se hacía realidad una resurrección -de lo cual el dueño de la casa estaba seguro gracias a la existencia de tantos como él que resistían con su forma de vida-, seguro que comenzaría allí, donde todavía se protegía nuestra preciosa identidad, en aquellos barrios a los que se llamaba despectivamente «suburbios de cemento». Él había sido el fundador de uno de esos barrios, se sentía orgulloso de haber sido un pionero e invitaba a Galip a que se quedara allí, a vivir aquella vida, y en ese mismo momento. Podía quedarse esa noche y por lo menos podrían continuar la discusión…

Galip se puso el abrigo, se despidió de la silenciosa madre y de los distraídos hijos, abrió la puerta y se dispuso a salir. El dueño de la casa, después de mirar un momento con atención la nieve del exterior, silabeó una palabra de una manera que a Galip le gustó: «Blanco». Había conocido a un jeque que siempre vestía de blanco, pero después de haberlo conocido había tenido un sueño blanquísimo. En aquel sueño blanquísimo estaba con Mahoma en el asiento de atrás de un Cadillac blanquísimo. Delante había un conductor al que no podía ver la cara y, vestidos de blanco, los nietos de Mahoma, los pequeños Hasan y Hüseyin. Mientras el Cadillac brillaba en Beyoglu, lleno de carteles, anuncios, cines y burdeles, los nietos volvían la mirada hacia atrás, hacia su abuelo, con mueca de disgusto en sus rostros.

Galip estaba a punto de bajar las escaleras cubiertas de nieve, pero el dueño de la casa prosiguió: no, no es que le diera a los sueños más importancia de la que se merecían. Simplemente había aprendido a interpretar ciertas señales sagradas. Quería que tanto Galip Bey como Rüya se beneficiaran de lo que había aprendido, porque a otros sí les había servido. Le resultaba muy agradable oír repetidos palabra por palabra de boca del Presidente del Gobierno ciertos análisis, «análisis mundiales», que había publicado con seudónimo tres años antes, en los días más activos de su vida política. Por supuesto, «aquellos hombres» disponían de amplias redes de inteligencia que seguían todo lo que se publicaba en el país, incluso las revistas de menor tirada, y que si era necesario dirigían la información a las altas esferas. Hacía poco le había llamado la atención un artículo de Celâl Salik y comprendió que había tenido acceso a dichos escritos por los mismos canales, pero el suyo era un caso perdido: buscaba una solución errónea a un proceso ya resuelto, buscaba en vano en aquella columna por la que se había vendido.

En ambos casos lo interesante era que tanto el Presidente del Gobierno como el famoso columnista usaran, pasando quién sabe por qué caminos, las ideas de un hombre absolutamente convencido de ellas, pero según algunos tan acabado, tan agotado, que ya ni llamaban a su puerta. En determinado momento había pensado demostrar ante la prensa aquel desvergonzado plagio de ideas explicando cómo aquellos dos hornos tan respetables se habían apropiado palabra por palabra e ciertas expresiones suyas e incluso de ciertas frases de un artículo de una revista de una fracción política que nadie leía. Pero las condiciones no eran todavía las adecuadas para un aque parecido. Tenía que esperar con paciencia; pero sabía, lo sabía tan bien como su propio nombre, que algún día esas personas llamarían a su puerta. Y el hecho de que Galip Bey hubiera ido hasta aquel alejado barrio en una noche de nieve con una excusa nada convincente sobre un seudónimo, era una señal de aquello: quería que Galip Bey supiera que era capaz de interpretar correctamente aquellas señales. Cuando Galip bajó por fin a la calle nevada le hizo en voz baja sus últimas preguntas: ¿era Galip Bey capaz de reinterpretar nuestra historia desde aquel nuevo punto de vista? ¿Podía acompañarle el dueño de la casa hasta la calle principal por si no era capaz de llegar solo sin perderse? ¿Por cierto, cuándo podría Galip volver a visitarles? Bueno, ¿podría darle muchos recuerdos a Rüya?

XI. El beso

«Si se pudiera añadir de una manera adecuada a la clasificación que hace Averroes de antimnemónicos, o cosas que debilitan la memoria, el hábito de leer revistas y periódicos…»

Biografía literaria , S. T. COLERIDGE

Hace exactamente una semana alguien me dio recuerdos para ti. «Por supuesto que se los daré», le dije, pero ya lo había olvidado antes de subirme al coche. No los recuerdos, sino al hombre que me los dio. Y no es que lo lamentara. En mi opinión, un marido inteligente debe olvidar a todos los hombres que le dan recuerdos para su mujer. Por si acaso. Sobre todo si su mujer es ama de casa: de hecho esa desafortunada criatura a la que llamamos ama de casa no ve en toda su vida a otro hombre que no sea su cargante marido, excepción hecha de los tenderos del mercado y los hombres de su círculo familiar. Así pues, si alguien le manda recuerdos, ella piensa en tan educada persona, y tiene tiempo para hacerlo. Realmente son educados esos tipos. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que existía antiguamente una tradición parecida? En aquellos viejos tiempos felices las personas educadas enviaban sus recuerdos a todo un harén, que al menos era impreciso y carecía de identidad. Los tranvías antiguos eran mejores porque hombres y mujeres iban separados. Aquellos de mis lectores que saben que no estoy casado, que no me he casado jamás y que nunca me casaré porque soy periodista, habrán comprendido que estoy intentando despistarles desde la primera frase. ¿Quién es ese «tú» a quien hablas? ¡Abracadabra! Su viejo columnista va a hablarles de la Memoria que lentamente está perdiendo; pasen ustedes conmigo a oler las rosas que se están marchitando en mi jardín y Emprenderán. Pero no se acerquen demasiado, deténganse a un par de pasos, no tanto, por Dios, por Dios, y prosigamos tranquilamente, sin que se nos noten las trampas, con nuestros numeritos de escritura, que no tienen nada de especial.

Hará unos treinta años, en los primeros años de mi profesión, era reportero en Beyoglu e iba de puerta en puerta intentando atrapar la noticia. Buscaba en los cabarets, entre los traficantes de grifa y los gángsteres de Beyoglu, por si encontraba un nuevo asesinato o una historia de amor que hubiera acabado en suicidio, iba de hotel en hotel leyendo los registros de recepcionistas a los que untaba una vez al mes con un billete de dos liras y media por si había llegado a Estambul algún extranjero famoso o por si había pasado por nuestra ciudad algún occidental interesante a quien pudiera presentar a mis lectores como un extranjero famoso. Por aquel entonces el mundo no rebosaba de famosos, como ahora; a Estambul no venía ninguno. Y aquellos a los que yo presentaba como famosos, a pesar de que en sus países no fueran en absoluto conocidos, se quedaban extraordinariamente sorprendidos al ver sus fotografías en el periódico, sorpresa que siempre acababa en ingratitud. Y eso que uno de ellos realmente alcanzó en su país la fama y la notoriedad que yo le había predicho en mi periódico: veinte años después de que yo publicara la noticia de que el famoso modisto Tal estuvo ayer en nuestra ciudad, se convirtió realmente en un renombrado modisto -y existencialista- francés, pero ni me dio las gracias. Era un occidental desagradecido.

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