Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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No había la menor duda de que el método del cine, con esos hermosos rostros de mujer salidos de iconos, con la música simétrica y poderosa de los órganos de iglesia, con las imágenes que se repetían hasta el punto de recordar cánticos reugiosos, con sus visiones atractivas y brillantes de bebidas alcohólicas, armas, aviones y ropas, resultaba más radical y daba mejores resultados que los que los misioneros habían probado en América Latina y África (Galip sintió curiosidad por quién había escuchado aquellas largas frases que, claramente, habían sido construidas con bastante anterioridad: ¿los vecinos del barrio? ¿Los compañeros del trabajo? ¿Pasajeros anónimos de taxis colectivos? ¿Su suegra?). En la época en que empezaron a funcionar los primeros cines en Estambul, en Sehzadebas y en Beyoglu, cientos de personas se habían quedado completamente ciegas. Los gritos desesperados de aquellos que se rebelaban, sintiendo la monstruosidad a la que los sometían, habían sido acallados por la policía y los loqueros. Y a los niños que en la actualidad mostraban la misma reacción sincera sólo podía calmárseles colocándoles en los ojos, cegados por las nuevas imágenes, unas gafas que daba la seguridad social. Pero siempre había quien no se dejaba engañar con tanta facilidad. Dos barrios más allá había visto una noche a un muchacho de unos dieciséis años disparando desesperado contra un cartel de un cine y enseguida comprendió el porqué. Otro, al que habían atrapado a la entrada de un cine con una lata de gasolina, pedía a los mismos que le estaban dando una paliza que le devolvieran sus ojos; sí, sus ojos, con los que podría ver las imágenes de antes… En los periódicos había salido que en una semana habían habituado al cine a un pastor de Malatya y que luego había perdido la memoria por completo hasta el punto de olvidar el camino de regreso a su casa con todo lo que sabía, ¿no lo había leído Galip? No daban de sí las horas del día para contar historias de hombres que se habían convertido en unos auténticos miserables incapaces de volver a su vida anterior porque lo único que deseaban eran las calles, la ropa y las mujeres que veían en la gran pantalla. En cuanto a los que se identificaban con los personajes que veían en el cine, eran tantos que ya no se les llamaba «enfermos» ni «delincuentes», nuestros nuevos señores incluso los hacían partícipes en sus asuntos. Todos nos habíamos vuelto ciegos, todos, todos…

El ex marido de Rüya y dueño de la casa le preguntaba ahora: ¿Es que de veras ningún funcionario del Estado había sido capaz de ver el paralelismo entre la decadencia de Estambul y la ascendencia de los cines? Le preguntaba: ¿Era sólo una alidad que en nuestro país los cines se abrieran en las mismas calles que los burdeles? Le preguntaba: ¿Por qué estaban tan oscuros los cines, siempre oscuros?

Allí, en aquella casa, diez años antes, Rüya y él habían intentado vivir con seudónimos e identidades falsas por una causa en la que creían de todo corazón (Galip se miraba las uñas de vez en cuando). Traducían a «nuestra lengua» comunicados que llegaban de un país al que nunca habían ido, escritos en la lengua de aquel país al que nunca habían ido e intentando adaptar el estilo al de la lengua de ese lejano país, escribían en aquella lengua nueva las profecías políticas que habían aprendido de gente a la que nunca habían visto y las pasaban a máquina y las multicopiaban para darlas a conocer a gente a la que nunca conocerían. Por supuesto, simplemente trataban de ser otros. ¡Cómo se alegraban cuando se enteraban de que algún conocido reciente se tomaba en serio sus seudónimos! A veces uno de los dos, cansado por las horas de trabajo en la fábrica de pilas, se olvidaba de los artículos por escribir y de los comunicados por franquear y durante largos minutos contemplaba el nuevo carnet que tenía en la mano. Les gustaba tanto decir con el entusiasmo y el optimismo de la juventud «¡He cambiado!», o «¡Por fin soy otro completamente distinto!», que creaban ocasiones en las que poder decirse esas frases el uno al otro. Gracias a sus nuevas identidades leían en el mundo significados que hasta ese momento habían sido incapaces de percibir: el mundo era una enciclopedia totalmente nueva que se podía leer de principio a fin; y la enciclopedia cambiaba según se la leía y ellos también; tanto era así que una vez que la habían acabado después de leerla de principio a fin, volvían de nuevo al primer tomo de la enciclopedia-mundo y se perdían entre sus páginas con la embriaguez de una nueva personalidad, que ni ellos mismos eran capaces de recordar qué número hacía. (Mientras el dueño de la casa se perdía entre las páginas de aquel símil de la enciclopedia, que, como todo lo demás, se veía que no era la primera vez que utilizaba, Galip vio ocultos en un estante del aparador los tomos de El tesoro del conocimiento , que un periódico había entregado en fascículos.) No obstante, ahora, años después, había comprendido que aquel círculo vicioso no era sino un engaño organizado por «ellos». Era de un optimismo estúpido creer que después de ser otro, y luego otro, y otro más, y otro, podíamos volver a la felicidad de la primera identidad. Comprendieron que por el camino habían perdido su relación de marido-mujer entre señales, cartas, comunicados, fotografías, caras y pistolas a los que ya no podían darles ningún sentido. Por aquel entonces la casa se levantaba solitaria en lo alto de una colina estéril. Una tarde Rüya metió unas cuantas cosas en su pequeña maleta y regresó con su familia, a la vieja casa, que consideraba más segura.

El dueño de la casa, cuyas miradas a veces le recordaban a Galip al Conejo de la Suerte de una vieja revista infantil, se había levantado del sillón y caminaba arriba y abajo dejándose llevar por la violencia de sus palabras, lo cual le producía a Galip un adormilado mareo, había decidido, pues, que debíamos volver al origen, al principio de todas las cosas para frustrar «sus» planes. Ya podía verlo Galip Bey: la casa era exactamente la de un «pequeño burgués», la de «uno de la clase media», la de «un ciudadano tradicional». Sillones viejos a los que se les había puesto una funda estampada de flores, cortinas de tela sintética, platos esmaltados con filos de mariposas, un feo aparador en el que escondían un juego de licor que nunca usaban y alfombras descoloridas con el aspecto de pasta de orejones. Sabía que su mujer no era como Rüya, que no había estudiado, que no era para llevarse las manos a la cabeza: era como su madre, simple, sencilla, tranquila (la mujer le lanzó una sonrisa a Galip, cuyo significado secreto éste no supo interpretar, y luego otra a su marido), era la hija de su abuelo paterno. Y los niños eran como eran. De haber vivido, de haber cambiado, aquélla era la vida que habría llevado su propio padre. Escogiendo de manera consciente aquella vida, viviéndola de manera consciente, frustraba una conspiración de dos mil años, se negaba a ser otro y resistía en su «propia» identidad.

Todo lo que podía parecerle a Galip Bey fruto de la casualidad en aquella habitación había sido dispuesto con ese objeto. El reloj de pared había sido escogido especialmente porque ese tipo de casas necesitaban un reloj de pared con su tic-tac. El televisor estaba siempre encendido, como una farola, porque en ese tipo de casas y a aquellas horas siempre estaba encendido, y habían puesto sobre él un pañito de crochet porque era lo que ponían las familias así sobre el televisor. Todo era el resultado de un proyecto cuidadosamente pensado: el desorden de la mesa, los periódicos viejos tirados después de haber recortado los cupones, la mancha de mermelada en un costado de la caja de bombones reconvertida en caja de costura, incluso cosas que él mismo no había hecho, como la taza cuya asa, que recordaba a una oreja, habían roto los niños, o la ropa tendida a secar junto a la horrible estufa. A veces se detenía por un momento y observaba, como quien ve una película, lo que hablaba con su mujer y sus hijos, sus formas de sentarse a la mesa, y se sentía feliz cuando se daba cuenta de que sus palabras y sus gestos correspondían a los de las familias parecidas. Si la felicidad consistía en vivir de manera consciente la vida que se ha escogido, era feliz. Además, era aún más feliz si gracias a esa felicidad lograba frustrar una conspiración histórica de dos mil años de antigüedad.

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