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Orhan Pamuk: El libro negro

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Orhan Pamuk El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Cuando el Príncipe, un ventoso día de otoño en que las hojas rojas del castaño caían en la fuente del jardín llena de nenúfares y ranas, se resfrió y cayó en cama, ninguno de los dos le dio demasiada importancia. Por aquel entonces el Príncipe estaba narrando todo lo que les ocurriría a las sorprendidas gentes que tendrían que vivir en las cada vez más degeneradas calles de Estambul en caso de que no consiguiera ser él mismo algún día, en caso de que no pudiera ascender al trono otomano con toda la fuerza que le otorgaría ser él mismo: «Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias», decía. Bebieron infusiones de las hojas de tilo que habían recogido de los árboles del jardín y trabajaron hasta bien entrada la noche.

Al día siguiente, cuando el Secretario subió al piso de arriba para tomar otro edredón con el que cubrir a su señor, que estaba recostado en el sofá ardiendo de fiebre, notó como por un extraño hechizo lo vacío, lo absolutamente vacío que estaba aquel pabellón cuyas mesas y sillas habían sido destruidas a lo largo de los años, en el que las puertas habían sido arrancadas de sus goznes, del que había desaparecido todo el mobiliario. En las vacías habitaciones del pabellón, en sus paredes, en las escaleras, había una blancura que parecía salida de un sueño. En una habitación vacía había un piano blanco Steinway, como no había otro igual en Estambul, resto de la niñez del Príncipe, que llevaba años sin que nadie lo tocara y que no había sido tirado porque fue olvidado por completo. En la blanquísima luz que entraba por las ventanas del pabellón como si se vertiera desde otro planeta, el Secretario vio la misma blancura, que daba la impresión de que todos los recuerdos habían empalidecido, de que la memoria se había congelado y de que, al retirarse todos los sonidos, los olores y los objetos, el tiempo se hubiera detenido. Mientras bajaba las escaleras con un blanco e inodoro edredón en los brazos, notó que el sofá en el que estaba recostado el Príncipe, su propia mesa de caoba, en la que tantos años llevaba trabajando, el papel blanco, las ventanas, eran tan frágiles, delicados e irreales como los de las casas de juguete con las que juegan los niños pequeños. Mientras cubría con el edredón a su señor, que llevaba dos días sin afeitarse, vio que su barba había encanecido. En su cabecera había un vaso de agua a medias y unas pildoras blancas. -Anoche soñé que mi madre me esperaba en un espeso y oscuro bosque en un lejano país -dictó el Príncipe desde el sofá-. Caía agua de un enorme aguamanil rojo, pero era espesa como la boza -dictó el Príncipe-. Entonces comprendí que había podido resistir porque durante toda mi vida había insistido en ser yo mismo -dictó el Príncipe-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi pasó toda su vida esperando el silencio de su interior para poder oír su propia voz y sus propias historias -escribió el Secretario-. Para esperar el silencio -repitió el Príncipe-. Los relojes no deben detenerse en Estambul -dictó el Príncipe-. Al mirar los relojes que había en mi sueño -dijo el Príncipe-, creyó que siempre había estado contando las historias de otros -continuó el Secretario. Se produjo un silencio-. Envidio a las piedras de los solitarios desiertos, a los roquedales entre montañas en las que el hombre nunca ha puesto el pie y a los árboles de los valles que nadie ha visto sólo porque pueden ser ellos mismos -dictó el Príncipe con voz fuerte y decidida-. Mientras paseaba en mi sueño por el jardín de mis recuerdos -comenzó a decir en cierto momento-. Nada -añadió luego-. Nada -escribió cuidadosamente el Secretario. Se produjo un silencio largo, muy largo. Después el Secretario se levantó de la mesa, se acercó al sofá en el que estaba tumbado el Príncipe, observó con atención a su señor y regresó en silencio a su mesa-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi falleció después de haber dictado esta frase el 7 de saban de 1321, jueves, a las tres y cuarto de la mañana en su pabellón de caza en la colina de Tesvikiye -escribió luego. Veinte años después, el Secretario añadió con la misma caligrafía: «Siete años más tarde, ascendió al trono que el príncipe Osman Celâlettin Efendi no había vivido lo suficiente para ocupar su hermano mayor Mehmet Resat Efendi, aquel al que había dado un pescozón en su niñez, y durante su reinado el Estado Otomano, que había decidido participar en la Gran Guerra, se hundió».

El cuaderno había sido llevado por un familiar del Secretario a Celâl Salik y este artículo fue encontrado entre los papeles de nuestro columnista tras su muerte.

36. Pero yo, que escribo esto

«Vosotros que leéis estáis aún entre los vivos pero yo, que escribo esto, hará mucho que me habré ido a la región de las sombras.»

Sombra. Parábola , E. A. POE

«¡Sí, sí, yo soy yo!», pensó Galip al acabar la historia del Príncipe. «¡Sí, yo soy yo!» Estaba tan seguro de que podía ser él mismo por haber contado la historia y estaba tan contento de poder ser él mismo por fin que quería ir lo antes posible al edificio Sehrikalp, sentarse a la mesa de Celâl y escribir nuevas columnas.

El conductor del taxi al que se subió tras salir del hotel comenzó a contarle una historia. Galip le escuchaba tolerante porque había comprendido que uno sólo puede ser él mismo contando historias.

Hacía cien años, un día de verano, mientras los ingenieros alemanes y turcos que estaban construyendo la estación de Haydarpasa trabajaban en las mesas donde habían extendido los papeles con sus números, un buceador que estaba pescando algo más allá se encontró una moneda en el fondo del mar. En la moneda estaba grabada la cara de una mujer. Era una cara extraña, fascinante. El buceador le mostró su hallazgo a uno de los ingenieros turcos que trabajaban protegidos por paraguas negros por si él era capaz de extraer de las letras el misterio de la cara, ya que él no había sido capaz de descifrarlo. El joven ingeniero se quedó tan impresionado, y no por la leyenda de aquella moneda bizantina, sino por la hechicera expresión del rostro de la emperatriz de Bizancio, que le poseyó un asombro, un temor incluso, que sorprendió al mismo buceador. Porque en la cara de la emperatriz había algo que no sólo tenía que ver con los alfabetos árabe y latino que el ingeniero usaba en sus papeles, sino al mismo tiempo algo que le recordaba a su querida prima, con la que había estado tantos años planeando casarse. En aquel momento dicha joven había sido prometida en matrimonio a otro.

– Sí, el camino está cerrado por la parte de la comisaría de Tesvikiye -dijo el taxista respondiendo a la pregunta de Galip-. Han vuelto a matar a alguien.

Galip bajó del taxi y se metió por la estrecha y corta callejuela que une la calle Emlak y la Tesvikiye. En el lugar en el que se cortaban se reflejaban en el húmedo asfalto las intermitentes luces azules de los coches de la policía con un pálido y triste color de neón. Sobre el pequeño ensanche que había ante la tienda de Aladino, que aún tenía las luces encendidas, flotaba un silencio mágico como Galip no había sentido en su vida y que sólo dejaría de resultarle extraño en sueños.

Habían cortado el tráfico. Los árboles no se movían. No soplaba la menor brisa. Las voces y las luces artificiales le daban al pequeño ensanche un ambiente de escenario teatral. Los maniquíes entre las máquinas de coser Singer del escaparate parecían dispuestos a mezclarse con los policías y los funcionarios. «¡Sí, yo también soy yo!», le apeteció decir a Galip. Al brillar entre los curiosos y los policías el azul plateado del flash de un fotógrafo, Galip se dio cuenta de algo, como si se acordara de un recuerdo que surgiera de un sueño, como si hubiera encontrado una llave que hubiese perdido hacía veinte años, como si reconociera una cara que no hubiera querido ver: a dos pasos del escaparate donde se exponían las máquinas Singer, en la acera, yacía una mancha blanca. Una única persona: Celâl. Le habían cubierto con periódicos. ¿Dónde estaba Rüya? Galip se acercó.

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