Trabajo en una barra y cada noche siento que necesito algo desesperadamente, pero no sé muy bien el qué. Noto la ansiedad ascendiendo en mi interior, tan furiosa y tan presente que me impide respirar.
Necesito una polla entre las piernas. Quiero que vuelvas, Iain, que me saques de aquí. Quiero que me salves de alguna manera.
La vida es triste, y la noche de Madrid no es tan maravillosa como todos se creen. Os lo digo yo, que vivo en ella.
Las luces vacilantes de los focos azules me distraen la mirada. Podría estar aquí o en cualquier otra parte. La cabeza se me va a cada momento y me veo en millones de sitios: en la cama de Iain, en el cuarto de Iain, en mi propia bañera. Pero aquí no, definitivamente aquí no. Son las diez de la noche en el Planeta X y yo estoy ocupada pasando un trapo por la barra y limpiando el polvo de las botellas. No es que haga mucha falta, la verdad, pero me aburro y no se me ocurre nada mejor que hacer. Hubo un tiempo en que me llevaba un libro al bar y así entretenía los ratos muertos en que no tenía que darle de beber a nadie, pero el encargado se ocupó enseguida de hacerme saber que lo del libro no estaba bien visto, que no daba buena imagen. A mí la explicación me pareció una solemne tontería, sobre todo viniendo de un tío que no había hojeado en su vida otra cosa que la guía telefónica. Pero el encargado es el encargado, y yo no soy más que una camarera, así que no me quedó más remedio que ajo y agua, o sea: a joderme y a aguantarme y a dejar el libro en casa.
Me importa un comino lo que digan mis hermanas. Me importa un huevo que opinen que éste no es un trabajo serio. Mis hermanas no tienen ni puta idea de lo que es la vida. La una pilló a un tolili dispuesto a mantenerla, un mirlo blanco de los que ya no quedan, y a la otra le tocó un premio gordo en la lotería genética.
Y aquí estoy ahora, en mi bar del alma, en este bar que para mis hermanas supone la mayor vergüenza social, limpiando botellas con la energía de un huracán, cuando, reflejada en el espejo a través de la penumbra del bar, veo una figura de mujer cruzar la pista. Avanza dando grandes y rápidas zancadas, como si fuese la chica del anuncio de Charlie. Un foco ilumina la figura y, para mi sorpresa, reconozco a mi hermana Rosa. No se me ocurre para qué coño viene Rosa al bar, ella, que no soporta el trance y que es incapaz de escuchar algo que se haya compuesto después del siglo diecinueve.
Mi hermana se acerca a la barra, se sienta en un taburete, deja sobre el contiguo su abrigo de piel de camello y cruza las piernas con ese aire de autoridad que sólo poseen las lesbianas y las mujeres muy ricas.
Yo le dirijo una sonrisa que pretende ser sarcástica. Eso sí, me parece que no lo consigo, porque soy muy mala actriz.
– ¡Dichosos los ojos! -digo-. ¿A qué debo este honor? ¡La princesa de Mónaco en persona se ha dignado venir a mi humilde tugurio!
– Tú sigue haciendo bromitas de este tipo y no vuelvo más -responde mi hermana con voz serena, como de costumbre. Casi nunca pierde la calma. Nadie diría que somos hermanas. No nos parecemos ni en el físico ni el carácter.
– Perdone su alteza -digo yo-. Nadie quería ofenderla. Por cierto, su alteza viene guapísima. Qué traje tan elegante… -No es precisamente mi estilo, pero hay que reconocer que es bonito. De lejos se ve que debe de costar una pasta.
– Menos flores. Las dos sabemos que si a mí me sentaran tan bien los vaqueros como a ti, no me harían falta los trajes de diseño.
Mi hermana es una envidiosa. Siempre lo ha sido. Además, tampoco es que yo en vaqueros resulte la bomba atómica. Y por cierto, si yo tuviera la pasta que ella tiene y pudiera comprarme la ropa en Loewe, igual hasta dejaba los vaqueros. Nunca se sabe.
Le pregunto qué quiere tomar y responde que una cocacola. Light.
– ¿Estás segura de que no quieres que te ponga un chorrito de whisky? -digo yo.
– Segura -Confirma, serena y sin mover un solo músculo facial, como de costumbre.
– Tú sabrás. -Encojo los hombros para darle a entender que no sabe lo que se pierde yendo de abstemia. En fin, que no se diga que no he intentado tentarla. Abro la cámara frigorífica y saco una botella de cocacola. Light-. Y bueno, alteza -prosigo. Yo siempre le llamo alteza, y eso a ella le jode muchísimo-. ¿Qué te trae por aquí? ¿A qué se debe que le hagas una visita a tu indigna hermana?
– Para ya. -La voz de Rosa suena ligeramente, sólo ligeramente, enojada-. He salido del trabajo y me he dicho que de camino a casa podía parar aquí para recordarte que tienes que llamar a Ana.
Dejo la cocacola a medio servir y me la quedo mirando con cara de estupefacción. Sólo mi hermana la hormiga laboriosa es capaz de salir del curro a las diez de la noche.
– ¿Acabas de salir del trabajo? ¿AHORA?
– Sí, me he quedado repasando un informe que tengo que entregar mañana.
– Joder, tía… Eso no es vida, qué quieres que te diga. Por mucha pasta que te paguen -le suelto, y acabo, por fin, de servir la dichosa cocacola con sus hielecitos y su limoncito.
– Tampoco es vida la tuya, que tengo que venir a verte aqui porque nunca puedo localizarte en casa. -Rosa pega un trago ávido a la cocacola y continúa-: Y por favor, no discutamos que bastante me duele la cabeza por hoy. Te recuerdo otra vez que te pases un día por casa de Ana. Mamá me ha llamado y me ha dicho que está muy preocupada.
– No será para tanto. A Ana lo único que le pasa es que se aburre y quiere llamar la atención…
– No creo. Me parece que esto va en serio. Ayer la llamé y la encontré muy deprimida. Se la notaba muy mal. Aunque con la poca confianza que tenemos, poco podía hacer yo. Como no me cuenta nada… Pero te repito que la oí muy rara.
– ¿Y qué esperas que haga yo? Si tú no tienes confianza con ella, ya me dirás yo… Simon Peres y Arafat son íntimos, en comparación con nosotras.
– Bueno, ya sabes que a Ana le resulta difícil entender lo que haces con tu vida.
– ¡Y a mí entender lo que ella hace con la suya! No te jode. Como si fuera divertido pasarse la vida mano sobre mano. Y yo no la critico por eso.
– Pues yo juraría que ahora mismo estás criticándola -apunta mi suspicaz hermana, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Las uñas, cuadradas, cortas y sin pintar, están impecablemente limadas.
– No estoy criticándola. Y no te preocupes, que te juro que me pasaré a verla lo antes posible. Aunque poco puedo hacer por ella, porque yo también estoy fatal. Fatal. Fatal, fatal, ¡fataaaal…!
– ¿Y eso? -pregunta mi correcta hermana, intentando esbozar una sonrisa de simpatía y aparentando como puede un poco de interés.
– Iain me ha dejado -anuncio con tono solemne, intentando conmover a mi inconmovible hermana.
– Acabáramos. Pues menuda novedad. ¿Cuántas veces van?
Evidentemente, no lo he conseguido.
– No, ESTA VEZ va en serio, tía, te lo juro -insisto con un mohín ofendido, y éste no tengo que fingirlo porque me sale del alma-. Hace ya casi un mes. Nunca habíamos pasado tanto tiempo separados.
– Sinceramente, creo que es lo mejor que podía haberte pasado. Ese hombre no te traía más que disgustos -observa mi sensata hermana.
– ¡Qué dices…! Era un encanto. Inteligente, tierno, sensible…
– ¿Sensible? No me hagas reír. ¿Te acuerdas de aquel día en que nos encontramos en el Retiro? Tu pobre amiga Line, esquelética, anoréxica perdida que daba pena verla, a punto de ingresar en el hospital, y tu novio, el sensible, venga a decir «Esta chica cada día está más guapa. Cómo ha adelgazado». -Mi sarcástica hermana pega otro trago a su cocacola-. Hay que ser zopenco. Dejando aparte el hecho de que me parece bastante discutible que se ponga a hablar de lo guapa que es otra chica en presencia de su novia y de la hermana de su novia. Por cierto, ¿cómo está Line?
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