Lucy Gordon
Dudas y celos
Dudas y celos (2001)
Título original: The stand in bride (2001)
Multiserie: 4º Tener y retener
El clima de la navidad había llegado pronto. Aunque solo era uno de diciembre, ya se percibía la promesa de la nieve, que hacía que el aire y los adornos callejeros centellearan. En el West End londinense, los ángeles multicolores con trompetas plateadas, los elfos, las hadas y las campanillas brillaban en la oscuridad.
Pero las dos mujeres jóvenes que avanzaban deprisa por la calle no tenían ojos para la belleza que colgaba sobre sus cabezas. Discutían.
– Catalina, por favor, muéstrate razonable -suplicó Maggie por tercera vez.
– ¡Razonable! -exclamó Catalina-. ¿Quieres que pase una velada viendo a hombres en camisón y falda y me llamas poco razonable? ¡Ja!
– Julio César es una gran obra. Un clásico.
Catalina emitió un sonido que podría haber sido un bufido. Tenía dieciocho años, era española y estaba magnífica con esa expresión airada.
– Es Shakespeare -rogó Maggie.
– ¡Al cuerno con Shakespeare!
– Y tu prometido quiere que la veas -la joven musitó algo poco agradable sobre su prometido-. ¡Shhh, ten cuidado! -instó Maggie, mirando alrededor, como si don Sebastián de Santiago pudiera materializarse junto a ellas.
– ¡Bah! Estoy en Londres; él en España. Falta poco para que sea su prisionera y tenga que comportarme y decir: «Sí, Sebastián; no, Sebastián; lo que tú digas, Sebastián». Pero hasta entonces, haré lo que quiera y diré lo que quiera, y digo que no me gustan los hombres con las rodillas huesudas y faldas.
– Sin duda no todos tienen las rodillas así -indicó Maggie, tratando de animarla. Catalina soltó un torrente de palabras en castellano, haciendo que la tomara del brazo y la guiara con premura por la calle mientras esquivaba a la multitud-. Se suponía que iba a formar parte de tu educación inglesa.
– Soy española: él es español. ¿Por qué necesito una educación inglesa?
– Por el mismo motivo que necesitaste una educación francesa, para que puedas ser una mujer cultivada y la anfitriona de sus fiestas -antes de que su rebelde pupila pudiera contestar, la hizo entrar en una cafetería, localizó una mesa y ordenó-: ¡Siéntate!
La joven española era encantadora pero agotadora. Faltaba poco para que regresara a España y ella pudiera descansar. Los últimos tres meses su misión había sido perfeccionar el inglés de Catalina y compartir los deberes de escolta con Isabel, su acompañante de mediana edad. Las dos mujeres españolas vivían en uno de los hoteles más lujosos de Londres, por cortesía de don Sebastián, quien también había organizado su agenda y pagaba el sueldo de Maggie.
Todo se había preparado desde la distancia. Hacía seis meses que don Sebastián no encontraba tiempo para ver a su prometida, y ello durante un vuelo a París, en el cual había comprobado la mejoría del francés de Catalina y poco más.
Las decisiones diarias estaban en manos de Isabel, quien contrataba a los profesores locales, se comunicaba con Sebastián y le transmitía los deseos de este a su futura mujer.
En ese momento se encontraba en los Estados Unidos y se esperaba que llegara a Londres la semana siguiente, para luego volver a España con Catalina con el fin de preparar la boda. Aunque era posible que no tuviera tiempo de presentarse en Londres, en cuyo caso viajarían sin él. «Sin importar de qué se lo pueda acusar», pensó Maggie, «entre los cargos no figura una pasión encendida».
Le resultaba imposible comprender en qué había pensado al elegir a una novia tan poco adecuada. Catalina era ignorante y cabeza hueca, loca por los trapos, la música pop y los chicos. En la imaginación de nadie podía ser la prometida de un hombre serio que ocupaba un cargo en el gobierno andaluz.
Los esfuerzos que realizaba por dominar idiomas carecían de entusiasmo. El inglés se le daba bastante bien porque había visto innumerables series americanas de televisión, pero su francés era horrible, y su alemán había sido una pérdida de tiempo para todo el mundo.
Sin embargo, Maggie le tenía cariño. A pesar de lo mucho que podía exasperarla, era una joven amable, de corazón afectuoso y divertida. Necesitaba un marido joven que quedara prendado de su belleza y entusiasmo, a quien no le importara su carencia de cerebro. Pero faltaba poco para que se viera aprisionada en un mundo de prematura mediana edad.
– De acuerdo -aceptó Maggie mientras tomaban té con unas pastas-. ¿Qué quieres hacer esta noche?
– ¡Morirme! -declaró con ardor.
– Aparte de eso -aportó sentido común al melodrama.
– ¿Qué importa? De todos modos, dentro de unas semanas mi vida se habrá acabado. Seré una mujer casada vieja con un marido viejo y un bebé cada año.
– ¿Don Sebastián es viejo de verdad? -inquirió.
– Viejo, de mediana edad -Catalina se encogió de hombros-. ¿Y qué?
– Que pena que no tengas una foto de él.
– Ya es bastante malo tener que casarme con él. ¿Para qué quiero su foto? Si la tuviera, la pisotearía. Quizá solo sea de mediana edad por fuera, pero es viejo aquí -la joven se llevó unos dedos a la frente y luego al corazón-. Y eso es lo que de verdad cuenta.
Maggie asintió. Sabía muy bien que un hombre podía aparentar una cosa y ser otra. Cuatro años de matrimonio se lo habían enseñado. Una felicidad maravillosa, seguida de desilusión, un corazón roto, disgusto y desesperación. Para ocultar la súbita tensión que experimentó, pidió más té.
Las dos mujeres eran un estudio en contrastes: una todavía adolescente, toda ella orgullo y apasionada belleza española, con ojos oscuros y resplandecientes y una complexión cálida, mientras que la otra andaba cerca de los treinta años, con suave piel blanca, ojos castaños oscuros y cabello castaño claro. Catalina era pequeña, de líneas exquisitas, pero su temperamento vivo y su personalidad excitable tendían a convertirla en el centro de atención.
Maggie era alta y escultural, aunque su carácter era tan sereno que podían pasarla por alto junto a la magnífica Catalina. No obstante, también ella tenía un toque mediterráneo. Su abuelo había sido Alfonso Cortez, un español de Andalucía que se había enamorado locamente de una inglesa de vacaciones en España. Cuando estas acabaron, él la siguió y jamás volvió a su país.
De él, Maggie había heredado los ojos grandes y oscuros que sugerían unas profundidades insondables. Resultaban doblemente cautivadores sobre la palidez anglosajona de su piel. Un observador habría resumido a Catalina en un instante, pero se habría demorado en Maggie, tratando de desentrañar su misterio y el dolor y la amargura que se afanaba por ocultar. Quizá habría percibido la sensualidad y el humor en su boca. Lo primero era algo que incluso trataba de esconder de sí misma. El humor era el arma de que disponía contra el mundo. En el pasado, en lo que ya parecía una eternidad, no había dejado de reír. En ese momento reía para proteger su intimidad.
– Si piensas eso sobre tu prometido, deberías decírselo -comentó.
– ¿Crees que Sebastián me dejaría ir, después de haber dedicado dos años a educarme? Todo lo que hago es supervisado por él. Se me enseña lo que él quiere que sepa… idiomas, cómo vestir, cómo comer, cómo comportarme. Incluso en este recorrido por Europa, no tengo libertad, porque él lo ha organizado todo. En Roma, en París, en Londres. Me alojo en los hoteles que él elige y hago lo que él dice. Y ha llegado la navidad y hay tantas cosas hermosas en Londres: los adornos y los árboles navideños, los niños cantando villancicos, las tiendas llenas de luces, compramos un montón de regalos y visitamos a Papá Noel en su cueva…
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