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Lucy Gordon: Dudas y celos

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Lucy Gordon Dudas y celos

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El aristócrata español Don Sebastián de Santiago estaba convencido de que su novia lo había traicionado por culpa de Maggie, por eso insistía en que fuera ésta quien sustituyera a su prometida. Aunque, en cierta forma, Maggie se creía responsable de la ruptura de la pareja, realmente aceptó casarse con él porque se sentía irresistiblemente atraída por Sebastián. Pero el pasado de Maggie iba a interponerse en la felicidad de aquel matrimonio…

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– ¿Me permite preguntarle si espera que le de referencias?

– Haga lo que le apetezca. Jamás me falta trabajo. De hecho, me es tan indiferente la opinión que pueda tener de mí como a usted pueda importarle la mía -le alegró ver que eso lo irritaba de verdad-. Me despediré de Catalina e Isabel -se dirigió hacia el dormitorio-, y luego ya no volveré a molestarlo.

Pero al entrar en la habitación de Isabel se encontró con una imagen alarmante. La figura rellena de la mujer daba vueltas en la cama y el rostro se le contorsionaba por el dolor.

Catalina se hallaba sentada en la cama. Al entrar Maggie, la miró con expresión asustada.

– Está muy enferma -gimió la joven-. No sé qué hacer. No me deja llamar a un médico.

– Necesita más que un médico -indicó Maggie. No había teléfono en la mesita de noche, así que se asomó al salón y ordenó-: Pida una ambulancia.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió Sebastián, yendo hacia ella.

– Luego -indicó con impaciencia-. Pida la ambulancia. ¡Deprisa!

– No -protestó Isabel con voz débil-. Me pondré bien pronto.

– Le duele mucho, ¿verdad? -preguntó Maggie, arrodillándose junto a la cama.

– No es nada -dijo Isabel con voz rota, y jadeó. Se aferró el costado y movió la cabeza de un lado a otro sumida en la agonía.

Maggie corrió al salón.

– La he pedido -indicó Sebastián-. Me han dicho que llegaría enseguida. Es evidente que a usted le parece algo grave.

– Antes comentó que le dolía la cabeza, aunque el dolor parece ser en el costado. Podría tratarse del apéndice, y como se haya herniado, será grave.

– No sé qué hacer -gimió Catalina ante la puerta-. Le duele mucho, no puedo soportarlo.

– Serénate -dijo Maggie con amabilidad pero con firmeza-. Es la pobre Isabel quien tiene que soportarlo, no tú. No deberías haberla dejado sola. No, no te muevas; yo iré a su lado -regresó junto a la cama.

– Nada de hospitales -suplicó Isabel-. Por favor, nada de hospitales.

– Tiene que recibir cuidados médicos -susurró Maggie.

Comenzó a hablarle en voz baja, tratando de tranquilizarla, pero no fue capaz de llegar hasta ella, al parecer enloquecida por el terror que le provocaba la mención de la palabra «hospital». Con alivio, oyó que llamaban a la puerta de la suite. Vio que Sebastián dejaba pasar a los enfermeros. Pero Isabel en ese momento se hallaba sumida en un estado de histeria.

– No -gritó-. ¡Ningún hospital, por favor, ningún hospital!

Al siguiente instante apareció Sebastián. Maggie se incorporó cuando se acercó a la cama para tomar la mano de Isabel.

– Ya basta -dijo con voz suave-. Debes ir al hospital. Insisto.

– Se llevaron allí a Antonio, y murió -murmuró la mujer.

– Eso fue hace muchos años. Los médicos han mejorado. No vas a morir. Vas a ponerte bien. Sé sensata, querida prima. Hazlo para complacerme.

– Tengo miedo -susurró, dejando de retorcerse.

– ¿Qué puedes temer si yo estoy contigo? -preguntó él con una sonrisa.

– Pero tú no estarás allí.

– No me apartaré en ningún momento de tu lado.

Con movimiento veloz, apartó el edredón y la alzó en brazos, como si su considerable peso no significara nada para él. Isabel dejó de debatirse y con gesto de confianza apoyó la mano en el cuello de Sebastián, mientras éste la llevaba hasta la camilla. Maggie suspiró aliviada.

Cuando los enfermeros salieron con premura, Sebastián iba a seguirlos, pero se detuvo en el umbral y giró la cabeza.

– ¡Ven! -le ordenó a Catalina.

– Odio esos sitios -la joven tuvo un escalofrío.

– Olvida eso. Haz lo que te digo. Isabel está bajo nuestra responsabilidad. No ha de quedar sola sin recibir el consuelo de una mujer. En el futuro estos serán tus deberes, así que bien puedes empezar ahora.

Catalina miró a Maggie con expresión desvalida.

– De acuerdo -suspiró esta, reconociendo lo inevitable-. Iré yo -miró a Sebastián a los ojos-. Ya tendré tiempo de renunciar luego.

– Desde luego -aceptó él con ironía-. Y mi prometida se volverá tenaz y responsable por arte de magia, ¿verdad?

En la agitación del momento, Maggie no tuvo necesidad de contestar. En la calle, los enfermeros introdujeron la camilla en la ambulancia. Sebastián fue tras ellos, indicando un coche situado detrás.

– Síguenos al Hospital Santa María -ordenó, refiriéndose al hospital privado más caro de Londres.

– Isabel es de su familia -explicó Catalina una vez sentadas en la parte de atrás del coche con chófer-. Se siente responsable de ella.

– Así ha de ser si la acompaña en la ambulancia -musitó Maggie-. La mayoría de los hombres antes preferiría morir. Pero tendrías que haber ido tú, cariño.

– Odio la enfermedad -se quejó la joven. Vio que Maggie la observaba con exasperación y añadió con astucia-: Además, Isabel quiere la compañía de Sebastián. A su lado se siente a salvo.

– Sí, lo he notado.

Maggie se había quedado impresionada a pesar de sí misma por la amabilidad y paciencia que le había mostrado a la mujer mayor, y por el modo en que ella se había aferrado a él, como si fuera una roca. Sin importar lo arrogante que pudiera ser, era evidente que se tomaba en serio sus deberes de patriarca.

En el Santa María, los médicos los esperaban. Cuando se prepararon para llevarse a Isabel, esta le gritó a Sebastián.

– ¡No, no. Prometiste no dejarme.

– Y no lo hará -intervino Maggie en el acto, tomando la mano extendida de la mujer-. Pero ha de quedarse aquí un momento para dar sus datos; yo la acompañaré. Somos amigas, ¿no?

Isabel asintió con sonrisa débil, aunque sus ojos se posaron en Sebastián. De inmediato él le tomó la otra mano.

– La señora Cortez me representará -afirmó-. Confía en ella como confiarías en mí, y será como si me tuvieras a tu lado.

Isabel suspiró y permitió que la introdujeran en la sala de reconocimiento. Sus ojos jamás dejaron los de Maggie y fue obvio que se había tomado muy en serio la transferencia de confianza.

Solo hizo falta un examen breve para confirmar que tenía un caso agudo de apendicitis que requería una intervención inmediata. La noticia le provocó un nuevo ataque de terror.

– ¿Por qué tiene tanto miedo? -inquirió Maggie con suavidad.

– Mi marido, Antonio, tuvo que ser sometido a una operación en un hospital. Y murió.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace cuarenta años.

– Mucha gente moría entonces, cuando ahora no fallecería. Se recuperará y volverá a estar bien.

Continuó hablándole de esa manera, contenta de ver que la mujer se iba relajando poco a poco. En ese momento, Sebastián se asomó por la puerta. Sonreía de un modo que lo transformaba.

– Ya queda poco -le dijo a Isabel-. Y luego todo estará bien.

– Y ¿no moriré? ¿Lo prometes?

– No morirás. Palabra de un Santiago -se inclinó y le dio un beso en la frente. Isabel no dejó de mirarlo hasta desaparecer de vista.

– He de recalcar el peligro de una operación en una mujer de su edad y peso -explicó el cirujano-. Pero no queda otra alternativa.

– Asumo toda la responsabilidad -manifestó. El médico se marchó. Casi para sí mismo, Sebastián murmuró-: He hecho una promesa que no tenía derecho a realizar.

– No podía haber hecho otra cosa -intervino Maggie-. Era la única posibilidad que tenía Isabel.

– Cierto. Pero si muere… cuando ha confiado en mí…

– También habría muerto si no hubiera confiado en usted -insistió ella-. Hizo lo correcto.

– Gracias por decirlo. Necesito saber que alguien… -calló y la miró sorprendido, como si acabara de comprender lo que iba a decir y a quién. Su rostro volvió a adquirir una expresión reservada-. Quiero decir… que debo darle las gracias por lo que hizo por ella. Ha sido amable. Posee un don -al no explicarse, Maggie lo miró con el ceño fruncido-. Es un don que tienen algunas personas -añadió-. Calman el miedo e inspiran confianza.

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