– ¿En qué piensas? -preguntó Catalina, mirándola con curiosidad.
– Yo… en nada. ¿Por qué?
– De pronto tu cara ha adoptado una expresión extraña, como si pudieras ver algo muy lejano que no está al alcance de nadie más. ¡Oh, no! -compungida, se llevó la mano a la boca-. Te he hecho recordar a tu propio marido, y eso te entristece porque falleció. Perdóname.
– No hay nada que perdonar -indicó Maggie-. Murió hace cuatro años. Ya no pienso en ello.
– No es verdad. Nunca hablas de él, de modo que debes recordarlo en secreto -manifestó Catalina con romanticismo juvenil-. Oh, Maggie, qué afortunada eres por haber conocido un gran amor. Yo moriré sin conocer jamás algo así.
Eso era lo que tenía Catalina. Un momento podía hablar de sus causas de preocupación con una percepción y claridad que hacían que Maggie la respetara, y al siguiente se dejaba llevar en un vuelo infantil de fantasía melodramática.
– Me gustaría que me hablaras del señor Cortez – suplicó.
– Empieza a comer -aconsejó Maggie.
Lo último que quería era hablar de su marido, cuyo nombre había sido Rodrigo Alva. A su muerte, había vuelto a usar su apellido de soltera, decidida a cortar toda conexión con el pasado. Por lo general mantenía sus secretos, pero en un momento de descuido había revelado que había estado casada con un español, y Catalina había dado por hecho que Cortez era su apellido de casada. En vez de corregirla y fomentar preguntas no deseadas, lo había dejado pasar.
– Estoy segura de que don Sebastián comprenderá que no puede obligarte a mantener una promesa que hiciste con dieciséis años -dijo para distraer la atención de la joven-. Si le explicaras…
– ¿Explicarle? ¡Ja! No hablamos de un inglés razonable, Maggie. Solo escucha lo que quiere oír e insiste en que todo se haga a su manera…
– Resumiendo, es español. Empiezo a creer que cualquier mujer que se case con un español está loca -manifestó con más sentimiento del que había querido emplear.
– Oh, sí -convino Catalina-. Deja que te cuente lo que solía decir mi abuela de mi abuelo…
Maggie era buena para escuchar y Catalina vertió su corazón de una forma que jamás podría hacer con una Isabel que se escandalizaba con facilidad. Ya conocía gran parte de la historia de su infancia, pasada en la antigua ciudad morisca de Granada, sin madre, ya que esta había muerto al dar a luz, dejándola con un desconcertado padre de mediana edad. Pero de todos modos Catalina volvió a contársela, hablándole del sur de España, de sus viñedos y olivares, de sus campos de naranjas y limones.
Justo a las afueras de Granada estaba la hacienda De Santiago, o al menos parte de ella, ya que también incluía extensas propiedades en otras partes de Andalucía, todas del rico y poderoso cabeza de familia, don Sebastián de Santiago. Catalina lo había visto una vez, con diez años, cuando la llevaron a su gran residencia, parecida a un palacio. Para esa visita se había puesto su mejor vestido y se le había advertido de que se comportara bien. Recordaba poco, salvo que él se había mostrado formal y distante. Poco después la enviaron al internado de monjas. Cuando salió con dieciséis años su padre había muerto y se encontró siendo la pupila y prometida de un hombre al que apenas conocía.
Aún seguía hablando cuando pararon un taxi para recorrer la corta distancia que las separaba del hotel. Al salir del ascensor, avanzaron por el pasillo en dirección a la suite.
El salón estaba casi a oscuras, salvo por una pequeña lámpara encendida sobre una mesa.
– Tomaremos una taza de té, como verdaderas inglesas -indicó Catalina. Mientras llamaba al servicio de habitaciones. Maggie se quitó el abrigo, bostezó y se estiró-. Te envidio tanto ese vestido -alabó la joven-. No tiene tiras y solo tu pecho lo sostiene, de modo que al estirar los brazos por encima de la cabeza da la impresión de que podría caerse, aunque nunca lo hace. Mientras, los hombres miran y rezan para tener suerte. Ojalá pudiera llenar un vestido de esa manera.
– ¡Catalina! -exclamó Maggie, entre divertida y horrorizada-. Me conviertes en una acompañante terrible.
En un impulso, la joven la abrazó.
– Me gustas mucho, Maggie. Tienes un corazón comprensivo.
– Bueno, pues sigue mi consejo. Enfréntate a ese ogro y dile que te deje en paz. Estamos en el siglo XXI. No te pueden obligar a casarte en contra de tu voluntad… y mucho menos con un viejo. Algún día conocerás a un chico agradable de tu propia edad.
Catalina rió entre dientes.
– Creía que considerabas que una mujer estaba loca si se casaba con un español de cualquier edad.
– Me refería a una mujer inglesa. Me atrevería a aventurar que si eres española, podría resultar tolerable.
– Qué amable es -comentó una voz irónica desde las sombras.
Ambas giraron y vieron a un hombre levantarse del sillón que había junto a la ventana, donde encendió una lámpara de pie. Maggie sintió un aguijonazo de alarma, y no solo por su súbita aparición, sino por su sola presencia. Había algo inherentemente peligroso en él. Lo supo por instinto, incluso en ese momento fugaz.
Antes de que pudiera exigir que declarara quién era y cómo había entrado, oyó el susurro de Catalina.
– ¡Sebastián!
«¡Santo cielo!», pensó Maggie. Era obvio que había oído cada palabra. Aunque quizá eso resultara positivo, ya que hacía tiempo que tendrían que haberle hablado con claridad.
Lo estudió, comprendiendo que se había hecho una impresión equivocada. La idea de Catalina de un hombre mayor estaba mediatizada por su juventud. Ese hombre no se parecía en nada al anciano del que habían hablado. Don Sebastián de Santiago tenía treinta y tantos años, quizá próximo a los cuarenta, pero en absoluto mayor. Medía como mínimo un metro ochenta y cinco, con un cuerpo esbelto y duro que portaba como un atleta.
Solo en su cara vio lo que había esperado, una expresión de orgullo y arrogancia que adivinaba que llevaba marcada desde la cuna. Y en ese momento se añadía la furia. Si había albergado alguna esperanza de que no hubiera oído la totalidad de sus palabras francas, la expresión en los ojos negros habría desterrado cualquier ilusión.
Pero, por el momento, la ira se hallaba bajo la superficie, casi oculta por una capa de fría cortesía.
– Buenas noches, Catalina -saludó con calma-. ¿Serías tan amable de presentarme a esta dama?
Catalina recordó sus modales.
– La señora Margarita Cortez, don Sebastián de Santiago.
Este hizo una seca inclinación de cabeza.
– Buenas noches, señora. Es un placer conocerla al fin. He oído hablar mucho de usted, aunque reconozco que no esperaba que fuera tan joven -la recorrió con la mirada, como si la evaluara antes de despedirla.
Maggie alzó el mentón, negándose a perder la compostura.
– No se me informó de que se requería una edad específica para mi trabajo, señor -respondió-. Solo que debía hablar un castellano fluido y poder introducir a Catalina en las costumbres inglesas.
La observó con ironía.
– Entonces permita que le diga que ha superado sus cometidos. ¿Formaba parte de su trabajo criticarme ante mi prometida o se trata de una costumbre inglesa de la que jamás oí hablar?
– Toma una conversación ligera demasiado en serio, señor -respondió, logrando parecer divertida-. Catalina y yo venimos de disfrutar de una velada en el teatro, seguida de una cena, y reinaba una atmósfera de charla frívola.
– Ya veo -aceptó con sarcasmo-. De modo que exponía tonterías cuando le dijo que no podían obligarla a casarse con un ogro. No sabe cuánto me alivia. Ya que si fuera a oponerse en serio a mí, tiemblo al pensar en mi destino.
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