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Lucy Gordon: Dudas y celos

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Lucy Gordon Dudas y celos

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El aristócrata español Don Sebastián de Santiago estaba convencido de que su novia lo había traicionado por culpa de Maggie, por eso insistía en que fuera ésta quien sustituyera a su prometida. Aunque, en cierta forma, Maggie se creía responsable de la ruptura de la pareja, realmente aceptó casarse con él porque se sentía irresistiblemente atraída por Sebastián. Pero el pasado de Maggie iba a interponerse en la felicidad de aquel matrimonio…

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– Salvo amor.

– Amor -repitió con desdén-. Qué sentimentales son los ingleses. ¿Cree que el matrimonio tiene algo que ver con el amor romántico? Mi esposa estará protegida y cuidada. Le daré hijos a los que amar.

– Y ella tendrá que sentirse satisfecha con el pequeño rincón de su vida que le dedicará como un favor.

– Sé cómo son las cosas -la observó con cinismo-. Usted cree que un hombre es un buen marido solo si se postra ante la mujer y la adora, como un ser débil. Pero le diré que un hombre que adora de verdad carece de orgullo y que no hay que confiar en el hombre que solo finge.

– ¿Considera que un hombre fuerte ha de ser condescendiere con una mujer? -demandó Maggie.

– Creo que los hombres y las mujeres tienen sus respectivos deberes y su deber es cumplirlos bien. Y como he dicho no creo que mi papel sea el de mirar con adoración a ninguna mujer. Supongo que ha estado llenándo la cabeza de Catalina con sus bonitas tonterías.

– Catalina es joven. Sabe lo que quiere de la vida, y no es a usted.

– Estoy seguro de que no se equivoca. Le gustaría un joven de verbo seductor que la haga volar, gaste su dinero y le dé la espalda cuando se agote. ¿Es el destino que quiere para ella?

– No, desde luego que no, yo… -algo le dificultaba hablar. Las palabras de él habían tocado un punto sensible. Se volvió y se dirigió a la ventana, para no tener que mirarlo. Aunque el cristal reflejó que la observaba con el ceño fruncido.

– ¿De qué se trata? -preguntó al rato.

– No es nada -respondió ella con celeridad-. Tiene razón, no es asunto mío. Pronto se llevará a Catalina y no volveré a verla.

– ¿Cómo era su marido? -preguntó Sebastián con una percepción que la asustó.

– Prefiero no hablar de él.

– Comprendo -dijo con aspereza-. Usted puede cuestionar mi matrimonio, el cual, como bien ha reconocido, no es de su incumbencia, pero si yo quiero hablar del suyo, se siente con derecho a rechazarme -le hizo dar la vuelta para que lo mirara- Hábleme de su marido.

– No -intentó soltarse, pero la retenía con firmeza.

– He dicho que me hablara de él. ¿Cómo era para provocar esa expresión de retraimiento en su cara cuando se lo menciona?

– Muy bien, era español -soltó con furia-. Todo lo demás prefiero olvidarlo.

– ¿Vivió usted en España?

– Ya es suficiente. Suélteme de inmediato -pero los dedos largos cerrados en tomo a su brazo no obedecieron.

– Prefiero continuar así. No deseo seguirla por la habitación. Le he preguntado si vivió en España, y hasta ahora no me ha contestado.

– No, y no pienso hacerlo.

– Pero yo me ocuparé de que responda. He sido muy paciente mientras me interrogaba y me exponía sus opiniones insultantes, pero se me ha agotado la paciencia. Ahora hablaremos de usted. ¿Su marido era un hombre apasionado?

– ¿Cómo se atreve…? No es asunto… -los ojos irónicos de él la detuvieron, recordándole la franqueza con la que ella había hablado de sus asuntos privados.

«Pero eso es diferente», se dijo con vehemencia. No le daba derecho a invadir los secretos de alcoba.

– Contésteme -persistió-. ¿Era apasionado?

– Me sorprende que lo pregunte -Maggie se recuperó-. Acaba de decirme que el amor no tiene nada que ver con el matrimonio.

– Y así es. Pero hablo de pasión, que no tiene nada que ver con el amor. Lo que un hombre y una mujer experimentan en la cama es otro universo. Poco importa que estén o no enamorados. De hecho, un toque de antagonismo puede potenciar el placer.

– ¡Qué tontería! -respiró de forma entrecortada.

Él no respondió con palabras, pero sus dedos apartaron con lentitud el chal de seda para dejarle los hombros al desnudo. Un temblor recorrió a Maggie.

– Sabe que se equivoca.

La inmovilizó con la mirada, dejando asombrosamente claro lo que quería decir. La hostilidad que al principio se había encendido entre ellos, para él representaba una atracción. La invitaba a imaginarse en la cama a su lado, desnudos, convirtiendo la furia en placer físico. Y lo hacía con tanto vigor que ella no pudo evitar responder. Vio las imágenes en contra de su voluntad, asombrosas en su poder y abandono: un hombre y una mujer que habían descartado la contención y se empujaban entre sí a un éxtasis cada vez mayor.

Era intensamente consciente de la fuerza física de él. En el pasado, antes de que la pasión la traicionara, había respondido con intensidad, tanta que, en la desilusión se había alejado del deseo, temiéndolo como si fuera un traidor. Lo había matado. O al menos eso era lo que había creído.

Pero había vuelto en ese momento, dormido, a la espera de que lo despertara el tono de voz de un hombre. «¡No este hombre!», juró en silencio. Pero incluso al prometérselo fue consciente de su cuerpo, de lo esbelto y duro que era, de sus piernas largas con sus muslos musculosos apenas perceptibles debajo del traje conservador. El contacto de sus dedos era ligero, pero a través de ellos solo parecía emanar fuerza, haciéndole pensar lo que eso podía representar para una mujer en la cama. Poder en las manos de él, en sus brazos, en su entrepierna…

Intentó desterrar esos pensamientos, pero la voluntad de él era más poderosa que la suya. Parecía haberse apoderado de su mente, sin darle otra elección que ver lo que deseaba ver.

– Sí -musitó Sebastián-. Sí.

– Jamás -murmuró Maggie, como en un trance.

– Entonces, ¿no era apasionado?

– ¿Quién? -susurró.

– Su marido.

Su marido. Claro, habían estado hablando de su marido. El mundo, que había dado la impresión de desvanecerse durante un momento encendido, volvió a asentarse en su sitio.

– No hablaré de él con usted -repitió las palabras que había pronunciado antes, porque su mente se hallaba demasiado confusa para pensar en otras.

– Me pregunto por qué. ¿Será porque en la cama era un dios y le mostró un deseo que ningún hombre podría igualar? ¿O porque era ignorante en cuestión de mujeres, sin saber nada de sus secretos y demasiado egoísta para aprender, un ser débil que la dejó insatisfecha? Creo que ese hombre le falló. ¡Qué tonto! ¿Acaso desconocía lo que poseía?

– Jamás fui su posesión.

– Entonces no era un hombre, o habría sabido cómo conseguir que quisiera ser suya. ¿Por qué no responde a mi pregunta?

– ¿Qué pregunta?

– ¿Vivió en España?

– Durante unos años.

– Y sin embargo, no sabe nada sobre la mente española.

– Sé que no me gusta, y eso es todo lo que necesito saber.

– Así de simple, con unas pocas palabras condena a todo un pueblo.

– No -desafió-. Condeno a todos los hombres de su pueblo. Y ahora suélteme, en este instante.

Él rió en voz baja y la soltó. Algo en el sonido le provocó un escalofrío. Resultaba imperdonable que hubiera invocado recuerdos que aún la atormentaban.

– ¡A todos los hombres españoles! -exclamó Sebastián con ironía-. ¿Es que no considera que algunos somos «tolerables»?

– Ninguno -manifestó con frialdad.

– ¡Qué trágico haber caído en su desagrado!

– No se moleste en tratar de burlarse de mí. Ya no trabajo más para usted.

– Eso lo determino yo.

– No. Hay dos partes en un contrato, y acabo de decidir ponerle fin. Y permita que le diga que usted me lo facilitó mucho.

– No tan deprisa. Aún no he terminado con usted.

– Pero yo sí con usted. Mi cometido ha concluido… lo cual es una suerte, porque después de conocerlo no tengo ganas de prolongar mi relación laboral con usted. Buenas noches -por la expresión que vio en su cara, comprendió que lo enfurecía que fuera ella quien tuviera la última palabra.

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