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Lucy Gordon: Dudas y celos

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Lucy Gordon Dudas y celos

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El aristócrata español Don Sebastián de Santiago estaba convencido de que su novia lo había traicionado por culpa de Maggie, por eso insistía en que fuera ésta quien sustituyera a su prometida. Aunque, en cierta forma, Maggie se creía responsable de la ruptura de la pareja, realmente aceptó casarse con él porque se sentía irresistiblemente atraída por Sebastián. Pero el pasado de Maggie iba a interponerse en la felicidad de aquel matrimonio…

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– Al parecer usted también lo tiene.

– Es natural que confíe en el cabeza de familia. Pero en usted confió por usted misma -entonces dio la impresión de estar avergonzado y miró alrededor en busca de Catalina.

La encontraron sentada en un rincón, jugando con un niño pequeño que esperaba con su madre.

– Creo que será mejor que me vaya -dijo Maggie.

– No -pidió Sebastián-. Isabel querrá verla cuando despierte. Debe quedarse aquí con nosotros.

Maggie guardó silencio, confundida. A pesar de la tregua, aún sentía la instintiva necesidad de alejarse de él.

– Le agradecería que se quedara -añadió él con voz grave.

– Muy bien. Pero solo hasta que Isabel se encuentre a salvo.

– No le pediré que soporte mi compañía más tiempo -asintió con gesto seco.

Capítulo 3

A pesar de los temores del cirujano, Isabel salió bien de la operación y despertó a las pocas horas. Después de la espera, los tres salieron al amanecer, cansados y un poco desorientados. Sebastián llamó un taxi e instó a Maggie a subir con ellos.

– Debería irme a casa -dijo con un bostezo.

– Luego. Hemos de discutir algunas cosas.

En la breve distancia que los separaba del hotel, se quedó adormilada. Pudo oír la voz lejana de Catalina hablar en un incesante monólogo, interrumpida únicamente por las intervenciones aburridas de Sebastián.

En el hotel, ordenó que les subieran el desayuno. Mientras realizaba unas llamadas de teléfono, las dos mujeres fueron al dormitorio de Catalina, donde la joven se desnudó y anunció que iba a darse un baño. A Maggie le habría gustado hacer lo mismo, pero tuvo que conformarse con tomar prestada una de las rebecas de «abuela» de Isabel, que se pasó por los hombros desnudos.

Al regresar al salón, el desayuno ya había llegado. Sebastián hizo una mueca al ver su atuendo.

– A Isabel le sienta mejor -ironizó-. Ya ha dejado la fase de tener que ser atractiva para los hombres.

– Y a mí los hombres me resultan indiferentes -replicó ella con contundencia.

– Es una mentira y los dos lo sabemos -afirmó.

– Es algo que jamás discutiremos.

– Siéntese y coma. Hemos de decidir qué hacer.

– ¿Hemos? -inquirió con sarcasmo.

– Catalina y yo nos marchamos mañana a España. Necesito que nos acompañe y que se quede con nosotros hasta la boda.

– ¡Bajo ningún concepto! -exclamó sin titubeo-. ¿Y dejar sola a Isabel aquí, donde no conoce a nadie? ¿Cómo puede ser tan desconsiderado?

– Si me permite concluir -pidió él con cierta aspereza-, podría decirle que mientras se encontraba en la habitación, dispuse que su hermana viniera a Londres. Llegará esta tarde y se quedará hasta que Isabel pueda viajar.

– Me alegro por las dos, pero ayer presenté mi dimisión, y nada cambiará eso.

– Tonterías, todo ha cambiado -expuso con impaciencia-. Incluso usted debe ser capaz de verlo.

– Ayer era una mujer de dudosa reputación que arrastraba a Catalina a tugurios de vicio. Ahora está dispuesto a olvidar eso porque puedo serle de utilidad -él tuvo la gracia de sonrojarse.

– Puede que hablara con cierta precipitación. Catalina me ha dado una descripción pormenorizada de la velada, incluyendo el hecho de que ella la presionó para que se comprara ese vestido erótico.

– No es erótico -se cerró la rebeca.

– Si no lo fuera, no se habría puesto esa cosa encima.

– Me sorprende que creyera en Catalina -se apresuró a cambiar enfoque-. ¿Acaso no mentía bajo mi influencia?

– Cuenta mentiras desde que es pequeña -reconoció a regañadientes-. Usted no tiene nada que ver con eso. Además, siempre sé cuándo miente, y en esta ocasión no lo hacía. Y ahora, por favor, ciñámonos a la cuestión que nos ocupa.

– Eso es fácil. Usted dice: «Venga a España»; yo respondo: «Ni lo sueñe». Fin de la conversación. Además, ¿para qué quiere que vaya?

– Aparte de ser el prometido de Catalina, también soy su tutor. A partir de mañana va a vivir en mi casa. Debe tener una acompañante.

– ¿En estos tiempos?

– España no es Inglaterra. Nuestra creencia en el decoro quizá a usted le resulte anticuada, pero para nosotros es importante. Espero que cambie de parecer, por el bien de ella. Necesitará una acompañante femenina en las semanas anteriores a nuestro matrimonio.

– ¡Decoro y un cuerno! -exclamó Maggie llena de suspicacia-. Lo que desea es que la mantenga ocupada para no tener que escuchar su incesante charla.

Por un momento él casi se permitió sonreír.

– Estoy convencido de que se sentirá más contenta en su presencia. Por favor, complázcame en esto.

– Pero estamos en diciembre, y la boda no tendrá lugar hasta marzo.

– Olvidé mencionar que he hecho que la adelantaran a la segunda semana de enero.

– ¿Olvidó mencionar…? ¿Y también olvidó mencionárselo a Catalina?

– Tengo intención de comunicárselo cuando venga a desayunar.

– ¿Y si ella tuviera otros planes? -exigió, crispada por su arrogancia.

– Se lo preguntaremos, ¿no?

En ese momento apareció Catalina, vestida con unos pantalones y un jersey.

– ¡Qué bien! -exclamó al ver la mesa con el desayuno-. ¡Estoy hambrienta!

– Le explicaba a la señora Cortez que unos asuntos oficiales me obligan a adelantar la fecha de nuestra boda al mes próximo -comentó Sebastián.

– No podré estar lista para entonces -gritó Catalina-. Ni siquiera he elegido el vestido.

– Cuando regresemos a Granada, la señora Cortez te ayudará a escogerlo.

– Oh, Maggie, ¿vas a ir a España? Eso sería maravilloso.

– Un momento… yo no he dicho… además, no lo has entendido. Ha cambiado la fecha sin consultarlo contigo.

– Lo hace todo sin consultarlo conmigo. Este beicon tiene una pinta deliciosa.

Maggie comprendió que era inútil. La noche anterior Catalina había hablado con valentía bajo la influencia de la personalidad fuerte de ella. Pero en ese momento se hallaba bajo la influencia aún más poderosa de Sebastián. Escuchó mientras él le explicaba que la hermana de Isabel iba a llegar esa tarde y que los tres partirían para España al día siguiente.

– ¿Así de fácil? -preguntó, molesta por la forma indiferente con que él lo arreglaba todo.

– Desde luego -indicó Sebastián con cierta sorpresa-. ¿Por qué no habría de serlo?

– Tardaría mucho en explicárselo.

– Todo es fácil para Sebastián -comentó Catalina, comiendo con gusto-. La gente hace lo que él dice.

– Otra gente -intervino Maggie-. Yo no.

– ¡Oh, Maggie, por favor! -gimió Catalina-. No puedes abandonarme. Pensé que eras mi amiga.

– Lo soy, pero… -¿cómo podía explicarle que había jurado que jamás volvería a España, en particular a Granada, donde su corazón se había roto y su espíritu había quedado casi destrozado? Aunque tal vez ya era hora de dar media vuelta y enfrentarse a sus fantasmas-. De acuerdo -aceptó en voz baja-. Una temporada breve.

– ¡Bien! -exclamó la joven-. Me alegro tanto de que hayas cedido.

– Te equivocas, querida -intervino Sebastián-. Ceder es de débiles. Una persona fuerte como la señora Cortez realiza concesiones por motivos propios.

Y en esa ocasión no hubo dudas. Él sonrió.

Era molesto que todos parecieran saltar para obedecer a Sebastián, pero era la realidad que Maggie debía reconocer. La hermana de Isabel llegó llena de efusividad ante la «generosidad» de su primo lejano. Éste la llevó a un pequeño y acogedor hotel que había a la vuelta del hospital y luego a ver a Isabel. Al observar saludarse a las hermanas, Maggie tuvo que admitir que él había hecho lo correcto.

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