Se mostró menos encantada cuando le insistió en que ocupara el dormitorio de Isabel durante su última noche en Inglaterra.
– Yo no puedo quedarme solo con Catalina en esa suite -explicó con firmeza-. El mundo daría por hecho que permití que mi… mmm… ardor me dominara, y ella quedaría en entredicho.
La miró con una expresión en la que se mezclaban el humor y el cinismo y, de pronto, ella tuvo que apartar la vista.
Al día siguiente nevaba con intensidad cuando llegaron al aeropuerto. Maggie supo que echaría de menos pasar la navidad en su país, aunque le agradaba ir a un clima más templado.
Despegaron a su hora rumbo al sur de España. Los últimos treinta minutos del vuelo Maggie resistió mirar por la ventanilla, pero aisló los pensamientos que la atribulaban. Debajo de ella estaba la absoluta magnificencia del país que aún no se hallaba preparada para visitar, al que ocho años atrás había llegado como una novia entusiasmada.
En algunos aspectos, había sido como Catalina, una joven a la que todavía no se había podido llamar mujer, ansiosa de vivir, convencida de que cada misterio se podía atribuir a su limitada experiencia. Y tan terrible y trágicamente equivocada.
A los dieciocho años había perdido a sus padres en un accidente de coche, y al principio había quedado demasiado dolida como para comprender algo que no fuera su pérdida. Cuando al fin consiguió superar lo peor de su dolor, descubrió que quedaba en una buena situación económica. Dos pólizas de seguro y una casa no representaban una gran riqueza, pero sí independencia financiera.
Quería a sus padres y aún vivía en el hogar familiar en un entorno feliz. De repente se vio lanzada al mundo, privada de la protección cariñosa que siempre había dado por hecho, y con suficiente dinero a su disposición para cometer errores estúpidos.
Cometió varios, en su mayoría inofensivos. Hasta que conoció a Rodrigo Alva, de quien se enamoró. El error más estúpido de todos.
Los presentaron unos amigos el último día antes de que él regresara a su hogar en Granada. Al final de la velada, había retrasado su partida de manera indefinida, para deleite de Maggie. Con treinta años, era mayor que cualquiera de los hombres con los que ella había salido, aunque mantenía la vivacidad de un joven. Estaba lleno de risa y disfrutaba de los placeres de la vida como si temiera que se los pudieran arrebatar. Su rostro era atractivo, y su cuerpo delgado y elegante se movía con la gracilidad de un felino.
Le habló del negocio de importación y exportación que tenía en Granada, del magnífico acuerdo que acababa de establecer. Todo en él parecía confirmar la imagen de un hombre de éxito, hijo de una familia próspera que había labrado su propia fortuna mediante el trabajo duro y la habilidad. Siempre iba bien vestido y la llenaba de regalos caros.
Le encantó descubrir que una cuarta parte de ella era española y que conocía el idioma. Los ojos embelesados de ella solo vieron a un hombre de mundo, que podría haber tenido a cualquier mujer, pero que declaraba que Maggie era su primer amor verdadero. Con dieciocho años, le creyó.
Cuando ella anunció su compromiso, la poca familia que le quedaba le suplicó que esperara. «No sabes nada de él… es mucho mayor que tú…» Pero la confianza ciega de la juventud la impulsó a soslayar las advertencias. Amaba a Rodrigo. Él la amaba. ¿Qué otra cosa importaba?
A diferencia de otros jóvenes de la edad de Maggie, él mantenía las manos quietas, insistiendo en que su prometida debía ser tratada con respeto. Pero quería que la boda se celebrara en Inglaterra. A ella le habría gustado que fuera en España, ya que la familia de Rodrigo estaba allí, pero él ganó.
Luego se preguntó qué habría pasado si hubiera insistido y visto el hogar de él antes de comprometerse. Entonces habría podido descubrir que su «negocio» no era más que una fachada, que sus acreedores lo acosaban y que algunas de sus actividades estaban siendo investigadas por la ley.
Se frotó los ojos y supo que se acercaba el momento de aterrizar. Catalina se observaba en un espejo pequeño. Del otro lado del pasillo, Sebastián estaba absorto con unos documentos.
En ese momento se obligó a mirar por la ventanilla las cumbres blancas de Sierra Nevada, igual que la primera vez que las vio en su luna de miel. Entonces había sido absolutamente feliz. Pero en ese momento su corazón estaba gris y vacío. Sin embargo, las montañas no habían cambiado.
¿Había tenido alguna vez una novia una luna de miel más romántica, esquiando por el día y haciendo el amor por la noche? Rodrigo era un amante diestro y, en muchos sentidos, su vida física había sido buena. Quizá incluso entonces Maggie había percibido que algo iba mal, pero era demasiado joven e ignorante para descubrir que lo que ella realizaba con toda su alma él solo lo hacía con el cuerpo.
Conoció a su familia, no los sólidos empresarios que él le había descrito, sino comerciantes que operaban al borde de la legalidad, prósperos un día y sin un céntimo en el bolsillo al siguiente. Si ganaban dinero, lo gastaban antes de cobrarlo. Su madre lucía unas joyas caras que siempre terminaban por desvanecerse… reclamadas por joyeros indignados, cansados de esperar que les pagaran.
El único miembro de la familia con el que se encariñó fue un primo joven, José, de quince años, que la idolatró y que constantemente encontraba excusas para visitar su casa. Su enamoramiento era tan inocentemente juvenil que ni Rodrigo ni ella se ofendieron.
Maggie había borrado de su memoria muchos detalles de aquella época, de modo que en ese momento ya no podía estar segura de cuándo había empezado a darse cuenta de que Rodrigo vivía principalmente de crédito. Tenía hábitos caros y pocos recursos para satisfacerlos. Su «negocio» era una broma mediante la cual podía reclamar beneficios fiscales. Además, ¿para qué iba a molestarse un hombre cuando acababa de casarse con una mujer con dinero?
Se bebió la modesta prosperidad de Maggie como si fuera agua. Desaparecido el dinero en efectivo, vendieron la casa de Inglaterra y transfirieron lo obtenido a España. Maggie trató de insistir en que lo guardaran para algún apuro, pero él le compró un regalo caro y la llevó de vacaciones, cosas que pagó ella.
Silenciaba sus protestas con pasión. Desde su punto de vista, mientras fuera un buen marido en la cama, no tenía de qué quejarse. Cuando ella expuso sus objeciones, Rodrigo comenzó a mostrar su otra faceta, la de bravucón. ¿Cómo se atrevía ella a criticar a su marido? Estaban en España, donde el hombre era amo y señor.
Con espantosa claridad, Maggie empezó a ver que Rodrigo era encantador cuando las cosas marchaban bien, pero desagradable cuando la vida se tornaba dura. Y a lo largo de sus cuatro años de matrimonio, la vida se fue haciendo amargamente dura. En ese tiempo ella creció deprisa, pasando de ser una joven ingenua a transformarse en una mujer de visión clara, que sobrevivía a la desintegración de su mundo. Los sueños románticos fueron sustituidos por un realismo próximo al cinismo.
Logró guardar un poco de dinero después de enfrentarse a Rodrigo, de un modo que antes le habría resultado imposible. Pero fue una pérdida de tiempo. Cuando las amenazas no funcionaron, él simplemente se dedicó a falsificar su firma, hasta que también desapareció ese dinero.
Al averiguarlo, albergó la patética esperanza de que él al fin encontrara algún sentido de responsabilidad. Pero en vez de eso, regresó a su vida delictiva, de poca monta al principio, luego más seria, y siempre logrando escabullirse del castigo. El éxito se le subió a la cabeza y se tornó descuidado. Su confianza creció y se consideró intocable.
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