Lucy Gordon - Dudas y celos

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El aristócrata español Don Sebastián de Santiago estaba convencido de que su novia lo había traicionado por culpa de Maggie, por eso insistía en que fuera ésta quien sustituyera a su prometida.
Aunque, en cierta forma, Maggie se creía responsable de la ruptura de la pareja, realmente aceptó casarse con él porque se sentía irresistiblemente atraída por Sebastián.
Pero el pasado de Maggie iba a interponerse en la felicidad de aquel matrimonio…

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Pero un día se presentó la policía. Un hombre había entrado en una mansión de Granada y había sido sorprendido por el dueño. El ladrón lo atacó y huyó, dejando al hombre en coma. En la casa habían encontrado las huelas de Rodrigo.

Éste alegó que era inocente, jurando que en el momento del robo había estado con su mujer. Asqueada, Maggie se negó a confirmar la mentira. Fue arrestado, juzgado y declarado culpable.

El día antes del juicio, ella tuvo un parto prematuro. Su hija de seis meses sobrevivió una semana. Durante ese tiempo Maggie jamás abandonó su lado. La noticia de que a Rodrigo lo habían condenado a diez años de prisión pareció llegarle desde lejos.

Jamás olvidaría la última vez que lo vio en la cárcel. En el pasado había amado a ese hombre. Pero al mirarla, en los ojos de él solo anidaba el odio.

– ¡Maldita seas! -rugió-. Tú me has traído aquí. ¿Qué clase de esposa eres?

Agotada y derrumbada por la pérdida de su hija, encontró las fuerzas para decir:

– No pude mentir. Tú no estabas conmigo aquella noche.

– No estuve en aquella casa… no cuando decía la policía. Fui una vez con anterioridad, por eso encontraron mis huellas… robé unas baratijas, pero no le hice daño a nadie. Te juro que aquella noche no estuve. Nunca ataqué a ese hombre.

– No te creo -repuso al mirarlo.

– Pero debes creerme. Mi abogado… hay que presentar una apelación… tienes que ayudarlo…

– Regreso a Inglaterra. No quiero volver a verte jamás.

– Yo te maldigo -bramó.

– Tú me maldices, Rodrigo, pero yo también te maldigo a ti, por la pérdida de nuestra hija. Maldigo el día que te conocí -le pareció que él estaba en un túnel que lo alejaba cada vez más de ella-. Mi bebé ha muerto -susurró-. Mi bebé ha muerto.

La ira de él se evaporó y se puso a llorar.

– Maggie, te lo suplico… ¡no te vayas! Quédate para ayudarme. ¡Maggie, no te vayas!

Había abandonado la cárcel con los gritos de Rodrigo en los oídos. José, que entonces era un joven de diecinueve años, la esperaba fuera. La llevó al aeropuerto y con lágrimas en los ojos se despidió de ella.

Fue José quien tres meses más tarde le había escrito para decirle que Rodrigo había muerto de neumonía. Había permanecido en la enfermería, negándose a luchar por su vida, esperando el final. Maggie, que había creído que su situación no podía empeorar, se había equivocado.

A la desesperación se añadió la culpabilidad. Sus sueños eran invadidos por los gritos de él, que juraba su inocencia y le suplicaba que se quedara a ayudarlo.

Había luchado de la única manera que sabía, negando el pasado. Recuperó su nombre de soltera y expulsó a Rodrigo de todos los rincones de su vida. Pero a veces, en la oscuridad del pequeño apartamento que podía pagar, todavía oía sus gritos de desesperación y miedo. Entonces enterraba la cabeza en la almohada y rezaba pidiendo una absolución que jamás recibía.

En el aeropuerto de Málaga, un coche los esperaba para llevarlos hasta Granada. Catalina se mostraba entusiasmada.

– Me alegro tanto de estar de vuelta. Te encantará, Maggie.

– ¿Dónde vivió durante su estancia en España? -preguntó Sebastián desde el otro lado de Catalina.

– En la ciudad de Granada -repuso Maggie.

– ¿Así que conoces este lugar? -la joven sonó decepcionada-. No me lo habías dicho. Aunque es verdad que jamás has hablado de esa época -le dio una palmada en la mano-. Discúlpame.

– En realidad, no iremos a la ciudad, ¿verdad? -quiso saber Maggie-. Tengo entendido que la casa de don Sebastián está a algunos kilómetros.

– A los pies de Sierra Nevada -informó él-. Es el sitio más bonito de la Tierra.

Por primera vez Maggie creyó detectar una emoción real en su voz.

Él guardó silencio unos kilómetros, luego dijo:

– Ahí.

La «casa» de Sebastián se podía ver al pie de una de las pendientes más bajas. Realmente parecía un palacio árabe que irradiaba serenidad de cara a un valle.

El coche había empezado a ascender por un camino que serpenteaba entre olmos y cipreses. Cuando al fin llegaron hasta unas puertas de hierro forjado que se abrieron por control remoto, continuaron la subida hasta detenerse ante la entrada, donde una mujer y un hombre de mediana edad los esperaban para recibirlos. Maggie supuso que serían el mayordomo y el ama de llaves. Detrás de ellos se alineaban varios criados, que habían salido a recibir a su nueva señora.

Les abrieron las puertas del vehículo y Sebastián pasó un brazo tranquilizador por los hombros de Catalina para conducirla al interior. Pero miró atrás para cerciorarse de que Maggie los seguía, presentándola con una cortesía relajada que impidió cualquier signo de incomodidad.

El ama de llaves guió a Catalina hasta su dormitorio, que exhibía una grandeza adecuada para la futura señora de ese palacio. Feliz, la joven dio vueltas por la estancia antes de tomar la mano de Maggie para llevarla por el pasillo hasta otra habitación, casi tan suntuosa como la primera.

– Esta es la tuya -anunció.

Quedó abrumada por la cerámica roja del suelo, las paredes de mosaicos y la cama con dosel. En esa habitación había historia además de belleza, una magia antigua que provocó su reacción fascinada. A lo largo de la pared exterior había dos arcos con pesadas cortinas que cubrían unos ventanales que daban a una terraza.

Aturdida, Maggie permitió que Catalina la condujera fuera para mostrarle la magnífica vista del valle y, en la distancia, Granada, y señalarle la colina sobre la que se erguía el glorioso Palacio de la Alhambra. Había caído el crepúsculo, por lo que se veían los haces de luz que iluminaban los diversos edificios que componían el palacio.

Justo debajo de la terraza, Maggie divisó uno de los patios de la casa, y algo la sobrecogió.

– Es como una versión más pequeña de La Alhambra -murmuró. Había visitado en varias ocasiones el espléndido palacio morisco, y reconoció el énfasis en los mosaicos decorativos y en los arcos sustentados por columnas de tal delicadeza que daban la impresión de que la estructura pudiera flotar.

– Se supone que así ha de ser -informó Catalina-. Dicen que el sultán Yusuf I lo construyó para su favorita, al estilo de su propio palacio. Las demás concubinas vivían en el harén, pero a ella la mantenía aquí, oculta del mundo. Fue asesinado por otro hombre que también la amaba. Cuando ella se enteró, salió a esta terraza, desde donde podía contemplar el valle, y permaneció aquí hasta que también ella murió de dolor. Se rumorea que su fantasma aún recorre estos aposentos.

– Si se rumorea eso, son tonterías -dijo Sebastián desde el ventanal. Se había acercado tan silenciosamente que ninguna lo oyó-. ¿Para qué iba a obligarse un hombre a recorrer veinte kilómetros por una mujer, cuando podía llegar al harén en unos minutos?

– Quizá quisiera tenerla aparte si la amaba tanto – repuso Maggie irritada ante su cara divertida-. A usted, desde luego, esa noción le debe de resultar increíble.

– Del todo -convino con sequedad.

– ¡Eres tan poco romántico! -reprendió Catalina-. A mí me encanta imaginar al sultán de pie ante una ventana de La Alhambra, mirando en la dirección en la que su favorita estaría de pie en esta terraza, llamando su nombre a través del valle. Maggie, ¿de qué te ríes? No es gracioso.

– Lo siento. Pero has dicho que quería mantenerla oculta al mundo. No sería un gran secreto si él gritara su nombre desde veinte kilómetros.

– ¡Qué poco romántica es! -dijo Sebastián con las palabras de Catalina, pero sonreía-. Y para aclarar un malentendido, el sultán Yusuf no fue asesinado por un amante celoso. Fue asesinado por un loco. Y ningún fantasma recorre estos aposentos… no se alarme.

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