Supongo que mi hermana se ha quedado con ganas de decirme que había más de una redicha en este bar, pero se interrumpe al ver llegar al primer cliente de la noche. Se trata de un tipo bajito y repeinado, que no debe de tener más de treinta años. Lleva un polo rosa, pantalones de pinzas y zapatos italianos. Apenas supera el metro setenta. Un pijillo en la treintena. Fijo que es broker, como si lo viera.
– ¿Me perdonas un momento? -le digo a mi hermana overachiever y me marcho a atender al cliente-. Dime.
– Quiero un whisky con cocacola -me anuncia el de gafas con voz engolada. Habla como si se hubiera metido una patata frita en la boca.
– ¿Qué whisky? -pregunto, y lo hago por pura rutina. Bien sé yo que todas las botellas están rellenadas con el mismo tipo de alcohol de garrafa.
– No sé -duda él-. ¿Cómo se llama el de aquella botella marrón que está en lo alto del estante?
– Eso no es whisky -le hago saber con un deje de superioridad digno de una reina-. Es ginebra.
– Entonces quiero una ginebra con cocacola. Esa ginebra -recalca.
– Te advierto que esa ginebra es carísima -le aviso con retintín.
– No importa. El dinero no es problema.
Valiente gilipollas.
– Además, no voy a alcanzar ese estante…
– Pues te subes a una silla o a una caja. Yo soy el cliente y tú la camarera, y si pido una ginebra determinada estás obligada a servírmela, ¿o no?
Le dirijo una mirada asesina, dudando entre si mandarlo a la mierda o tirarle la cocacola de Rosa en la cara, pero finalmente agarro una caja y me encaramo como puedo a lo alto del estante. Mientras intento alcanzar la botella de marras me vuelvo y caigo en que el muy cabrón está aprovechando la ocasión para mirarme el culo. Acto seguido vuelvo la cabeza hacia Rosa, que también está contemplando la escena.
Mi altísima hermana se levanta del taburete y se yergue cuan alta es sobre sus imponentes ciento ochenta centímetros, sin tacones.
– ¿Le importaría dejar de mirar el culo de mi novia con semejante descaro? -le pregunta cortésmente al chico del polo rosa.
Las mejillas del gañán adquieren el color de su polo.
– ¿Es tu novia? -alcanza a articular con voz trémula.
– Ella es mi novia y yo soy cinturón negro de kárate, por si te interesa -escucho decir a mi imprevisible hermana.
Está de pie frente a mí, cuan alta es (más que él), las manos apoyadas en las caderas y soltando fuego por los ojos. Si hubiese tenido un revólver juraría que habría estado a punto de desenfundarlo. Me la quedo mirando con los ojos como platos y la boca tan abierta que Agassi hubiese podido colarme una pelota en ella. Pero mi impasible hermana ni se inmuta.
– ¿Por qué no te vas yendo a la pista? -le sugiere Rosa al de las gafas, sin perder un ápice de su calma-. En breve empezarán a llegar hordas de adolescentes a las que les podrás mirar el culo con toda tranquilidad.
El de las gafas se marcha sin decir palabra, y sin la ginebra.
– No trabajas en una estructura machista. Ya veo -observa mi irónica hermana con tanta tranquilidad como si se estuviera refiriendo al tiempo, y a continuación apura su cocacola de un trago-. Son casi las once y yo mañana me levanto a las siete. Tengo que dejarte. No te olvides de llamar a Ana.
Recoge su abrigo y abandona el bar. Me cuesta unos cuantos segundos recuperar el habla, y por tanto no puedo llamarla hasta que se encuentra justo en medio de la pista.
– ¡ROSA! Ella gira la cabeza… -¿Qué?… y yo sonrío. -Gracias.
– De nada. Y no te olvides de llamar a Ana.
– Lo haré. Cruza la pista en tres zancadas, marcial, solemne y estilosa. Todas las luces del bar se reflectan en su abrigo porque ni siquiera los focos pueden sustraerse a la tentación de seguir con la mirada a esa amazona rubia distante e insondable. Y yo pienso para mí, cuando la veo cruzar la pista con la velocidad constante de una flecha disparada a un objetivo claro, puede que no me lleve mucho con mi hermana, puede que no tengamos nada que ver, pero, joder, hay que reconocer, aunque me pese, que hay momentos en que la admiro profundamente.
El informe Harvard-Yale, publicado en 1987 por los sociólogos Bennet y Bloom y basado en el modelo paramétrico de análisis de diferentes grupos de población, dice textualmente: «A los treinta años las mujeres solteras con estudios universitarios tienen un 20% de posibilidades de casarse, a los treinta y cinco este porcentaje ha descendido al 5% y a los cuarenta al 1,3%. Las mujeres con educación universitaria que anteponen los estudios y la vida profesional al matrimonio encontrarán serias dificultades para casarse.»
Ya dicen los agoreros que a los treinta años es más fácil que te caiga una bomba encima que un hombre.
Yo tengo treinta años y estoy tan cansada que me cuesta trabajo empujar la pesada puerta de entrada de mi edificio. La cocacola que me he tomado en el bar de Cristina ha servido para ayudarme a superar el último tramo de la carrera, pero ahora caigo en la cuenta de que ya llevo encima del cuerpo catorce horas de actividad constante, y siento el agotamiento incrustado en cada uno de mis huesos.
No me atrevo a reconocer que probablemente mi hermana pequeña tenga razón y que no me sirva de nada trabajar tanto.
Las fábricas de la revolución industrial trabajaban con jornadas de hasta doce horas. Desde entonces la reducción de jornada ha sido uno de los principales objetivos de los sindicatos. Diversos estudios de psicología industrial publicados por la Universidad de Yale han demostrado que una jornada de trabajo superior a las ocho horas diarias incide negativamente en la salud física y psíquica.
Pero a pesar de los avances sociales y los cambios notables respecto a las condiciones laborales, yo llego a trabajar entre doce y catorce horas diarias, tanto como los más explotados obreros del siglo diecinueve.
Por pura inercia me detengo en el buzón y miro a ver si me espera una sorpresa. En mi buzón sólo pone mi apellido, Gaena, no mi nombre completo, Rosa Gaena. Es peligroso hacer saber que vives sola. Lo abro. Sé lo que voy a encontrar: cartas del banco y folletos publicitarios.
En el ascensor echo un vistazo al último extracto bancario que he recibido. Debería invertir todo este dinero en algo. Resulta absurdo mantenerlo congelado en una cuenta. Tengo que recordar que mañana debo consultarlo con mi asesor, a ver qué tipo de inversión me aconseja.
Empujo decidida la puerta de mi apartamento conceptual, estrictamente monocromático. Todos los objetos de adorno han sido eliminados. Resulta moderno. Sofá negro por elementos diseño Philip Stark. Mesa de metacrilato transparente. Televisor, vídeo y equipo de alta fidelidad negros. Incluso los cedés (música clásica, en su mayoría) están almacenados en un mueble negro diseñado específicamente para albergarlos. Estanterías negras, ceniceros negros, lámpara negra. Alfombra irreprochablemente aspirada, y negra. Hasta el ordenador portátil es de color negro.
Y al fondo, en la pared, una enorme ampliación en blanco y negro de una foto de Diane Arbus, que me costó un ojo de la cara. Es el único toque personal que me he permitido en este entorno minimalista.
Cuando llego a mi apartamento lo primero que hago es quitarme el traje de chaqueta gris y colgarlo cuidadosamente en el armarlo.
El informe Dressfor Success, de John T. Molloy, publicado en 1977, recomienda a las ejecutivas el uso de un traje sastre en la oficina: «Las mujeres que llevan ropa discreta tienen un 150% más de probabilidades de sentirse tratadas como ejecutivas y un 30% menos de probabilidades de que los hombres cuestionen su autoridad.
»Una indumentaria que proyecte una imagen de sexualidad menoscaba el éxito profesional de quien la vista. Vestirse para el éxito profesional y vestirse para resaltar el atractivo sexual son dos cosas que casi puede decirse que se excluyen mutuamente.»
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