Nadie más me llama últimamente. Gonzalo se pasaba las tardes encerrado en su cuarto, que antaño había sido el cuarto de la plancha, escuchando música. Pero la música que Gonzalo oía no tenía nada que ver con la que yo había conocido hasta entonces.
La música que yo había conocido y amado era dulce y tranquila, metódica, pausada, con un orden interior y una razón de ser. Las notas se dividían en redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. Una redonda equivalía a dos tiempos de blanca, una blanca a dos tiempos de negra y así sucesivamente. El pentagrama se dividía en compases que sólo podían albergar un número exacto de tiempos y estaba presidido por una clave, de sol o de fa, que determinaba la manera de ser de las notas.
Todo poseía un orden estricto, una razón de ser clara, una lógica.
Pero la música que Gonzalo escuchaba no se podía transcribir a un pentagrama. El compás era fácil de identificar, cuatro por cuatro. Todo lo demás era el caos. Las voces desafinaban y se iban de tono, las guitarras distorsionaban y chirriaban, el bajo se salía de compás. A veces no había melodía, y en otras la melodía se repetía con machacona insistencia hasta hacerse insufrible.
Sin embargo, puesto que a Gonzalo parecía entusiasmarle, intenté mostrarme interesada. Aprendí a seguir el ritmo con los pies, como hacía Gonzalo cuando leía, determiné que la mayoría de las composiciones de Hendrix estaban escritas en tono menor, me aprendí de memoria las letras de todas las canciones de los Stones, y habría podido solfear varias de los Kinks.
Y sin embargo Gonzalo no parecía apreciar ninguno de mis esfuerzos. Ni siquiera parecía enterarse de que yo existía. Gonzalo sólo tenía ojos para una de las hermanas: Cristinita. Cristinita, aquel revoltoso duendecillo de ojos negros.
Aquella ladrona de atenciones. Cristinita se pasaba horas en el cuarto de Gonzalo. Él leía cómics y ella jugaba a las casitas. Sin embargo, cada vez que yo encontraba una excusa para penetrar en aquel sanctasanctórum -normalmente, anunciar una nueva llamada de teléfono- Gonzalo sólo acertaba a responder con monosílabos y con un muy explicatívo «Cierra la puerta al salir».
Yo quería matar a Cristina. Y sin embargo, cuando era más pequena, cuando era poco más que una muñequita morena que no sabía hablar, la había acunado entre mis brazos hasta que se dormía. Le había cambiado los pañales, me había encargado de calentarle el biberón.
La había querido con locura. Cuando era muy pequeña, cuatro, cinco, seis, siete años, jamás sentí celos de mi hermana, como habría sido de esperar. Puede que fuera porque nunca sentí que la pequeña me robaba ningún tipo de atención. Mi padre casi nunca estaba y mi madre no le dedicaba cariño a nadie.
Cristina era cosa mía, mi juguete. Quise a Cristina hasta que cumplió cuatro años y empezó a cecear y a ser graciosa. La quise hasta que mi padre empezó a quererla. Cuando Cristina cumplió cuatro años, dejé de quererla.
Cuando cumplió siete, ya la odiaba. La verdad es que nunca he tenido demasiado éxito con los hombres. En el colegio iba a lo mío. Me di cuenta desde el principio de que una chica como yo, tan alta y tan reservada, no estaba destinada a ser popular.
Me concentré en mis estudios y en mis intereses, y me daban igual los chicos, el SuperPop, los cuentos de Ester y su mundo, los guateques que acababan a las nueve y media de la noche, el esmalte de uñas color rosa bebé.
Prescindía de los intereses que se le suponían a una chica de mi edad.
Tenía mis libros, mis discos y mi universo propio, y no me importaba el de las demás. Hacía los deberes, estudiaba para los exámenes, escribía trabajos en los que incorporaba bibliografía y notas al final.
Alguna vez oí a las otras niñas hacer comentarios sobre mí en los lavabos del colegio, mientras yo me escondía en uno de los retretes. Es más estirada que un espantapájaros, decían. No me importaba. Seguí adelante, ajena al desprecio general. Me daban igual las niñas de mi edad. Me daba igual todo.
Me había convertido, sin saberlo, en una nihilista de trece años.
Lo único que no había dejado de importarme era Gonzalo. Seguía fascinada por él.
Pero ése era mi secreto. El teléfono vuelve a sonar. Compruebo la hora en mi reloj. Son las doce y cuarto. No debería descolgar, pero lo hago. Sé perfectamente lo que voy a oír. La hora fatal. Acerco el auricular a la oreja y escucho.
The fatal hour comes on a pace which I would rather die than see.
Esta vez no espero a que quien sea cuelgue, y vuelvo a dejar el auricular en su sitio.
A los catorce comencé el bachillerato y sorprendí a toda la familia con mi decisión de escoger ciencias puras: matemáticas, física y química. Les extrañó porque yo nunca había manifestado particular interés por las ciencias. Al contrario, siempre había leído muchísimo, y había ganado todos los concursos de redacción del colegio. Ni mi madre ni las profesoras entendieron aquella decisión.
Pero para mí estaba muy claro.
Resultaba tranquilizador saber que en una existencia en constante cambio, en un mundo en que tu padre podía desaparecer de la noche a la mañana y tu hermana de seis años podía robarte el afecto de tu primo, existía un universo que se regía por leyes inmutables. Un universo en el que dos y dos siempre serían cuatro, se marchase tu padre o no, y la suma de los cuadrados de los catetos siempre sería igual al cuadrado de la hipotenusa.
Y nada de lo que Cristina hiciese o dejase de hacer podría cambiar eso.
Me lancé a estudiar matemáticas con el entusiasmo del converso y, como era de esperar, saqué el BUP con matrículas de honor. Mientras mis compañeras de clase se dedicaban a pintarse las uñas con brillo, rizarse la melena, maquillarse los ojos e intercambiar citas y teléfonos con los chicos de los Maristas, yo me encerré en mí misma y en mis números, completamente ajena al hecho de que más allá de las paredes de mi casa y mi colegio existía un mundo lleno de citas, flirteos, risas, cocacolas y cucuruchos de helado.
Lleno de chicos. Entretanto, la tía Carmen había decidido irse a vivir definitivamente a San Sebastián, y se llevó con ella a Gonzalo. Cuando me enteré me pasé dos noches enteras llorando, mordiendo la almohada para ahogar el sonido de los sollozos.
Antes morir que reconocer lo que me estaba pasando. Superé su partida a fuerza de estudiar de corrido tablas de elementos y valencias, y la desesperación por el hecho de haber perdido a mi primer amor se tradujo en la primera matrícula de honor en química que había conocido el Sagrado Corazón.
Como era de esperar, obtuve un ocho con cinco en el examen de selectividad, la nota más alta que había obtenido jamás una alumna de mi colegio. Mi futuro se me antojaba claro como el agua: estudiaría exactas y luego trabajaría como auditora o me dedicaría a estudiar modelos matemáticos.
Me matriculé en la escuela de exactas. En mi clase éramos cinco chicas para sesenta varones. Pero a pesar de la sobreabundancia de machos entre los que elegir, yo seguía sin sentirme particularmente atraída por el sexo opuesto.
Hay que decir, de todas formas, que los chicos de mi clase no constituían precisamente el orgullo de su sexo. La mayoría tenía el pelo graso y el cutis acneico, y varios kilos de más, todo ello resultado de pasar la mayor parte del día encerrados estudiando a la luz mortecina de un flexo eléctrico.
Acabado el segundo curso fui la única de mi clase que no dejó una sola asignatura para septiembre. A nadie le extrañó. Por entonces me dedicaba al estudio con una fe casi mahometana.
En el fondo casi lamenté haber aprobado todo, porque me había acostumbrado a la hiperactividad y la perspectiva de pasar tres meses sin hacer nada me resultaba un poco desoladora.
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