Entonces Ana anunció que se casaba. Mi hermana Ana, la mayor, siempre hacía gala de un vestuario sobrio, discreto y algo aniñado, como correspondía a su condición de niña modelo, ejemplo de sensatez y principios cristianos. Aquellos trajecitos de flores, aquellas faldas escocesas que no revelaban nada. Tan sólo inocencia y tranquilidad. Ana tenía novio formal, se encargaba de las tareas de la casa y apenas salía.
Vivía en la estratosfera. Yo la encontraba excesivamente apocada e infantil para sus veintidós años. Siempre tan callada, tan modosita. Acababa de finalizar un curso de secretariado internacional pero no parecía albergar la menor intención de ponerse a trabajar. Todas habíamos tenido muy claro que en cuanto Borja, su formalísimo novio y proyecto de ingeniero, acabara la carrera y encontrase un buen trabajo, Ana se casaría y se dedicaría a cuidar de su casa como ahora cuidaba de la nuestra.
En fin, yo no tenía nada que criticar a Ana. No podía decir que la vida de ella fuese mejor ni peor que la mía. Y por lo menos, esa obsesión que Ana tenía con el orden y la limpieza nos ahorraba a las demás tener que preocuparnos de limpiar el polvo, hacer las camas o planchar la ropa. Teníamos criada gratis.
Lo triste es que la perderíamos en breve, ahora que se casaba.
Por supuesto, Gonzalo estaba invitado a la boda. Hacía dos años que yo no veía a Gonzalo. No habíamos coincidido los veranos en Donosti, porque él los pasaba en Inglaterra o Francia, aprendiendo idiomas.
Para qué negarlo: ardía en deseos de volver a verle. Me compré el mejor traje para la ocasión. Era de raso negro, entallado, con los bordes ribeteados de dorado. Zapatos dorados de tacón. Iba a resultar difícil andar sobre eso.
Me sentía ridícula así vestida, como un personaje de circo que hubiese caído por accidente en una reunión de gala.
Frente al espejo, me preguntaba qué pensaría Gonzalo al verme por primera vez en dos años, así, vestida de vampiresa. Me repetía a mí misma que la cosa no tenía mayor importancia, que al fin y al cabo aquella obsesión que tuve por Gonzalo no pasaba de ser un capricho de adolescencia y que cuando volviera a verlo caería en la cuenta de que, en realidad, nunca me había importado.
Que nunca había estado enamorada de Gonzalo, sino de la idea misma del amor.
En cuanto a Cristina, se compró su primer traje de mayor. Blanco, de lino, con volantes en la falda. Una bomba. El color blanco resaltaba su tez de oliva y sus rizos de ébano. Y el lino transparente dejaba clarísimo que acababa de dejar de ser una niña.
Cristina me eclipsaría. Estaba cantado. Desde hacía años. Según entramos en la iglesia escuché un cuchicheo a mi espalda: ¿Es verdad que sólo tiene catorce años? Me volví. Un joven de veintitantos miraba a Cristina con la expresión de un niño ante el escaparate de una pastelería. Debía de ser uno de los amigos de Borja.
Gonzalo estaba de pie en la primera fila de bancos. Llevaba un esmoquin negro. Me dio un vuelco el corazón. Nunca le había visto tan guapo.
Volvieron a mi cabeza todas mis fantasías de adolescente, aquellos sueños en que me colaba en el cuarto de Gonzalo en mitad de la noche y le besaba todo el cuerpo: las sienes, los párpados, las comisuras de los labios, el cuello, los hombros, los pezones, el vientre, el ombligo, y Gonzalo seguía allí dormido y no se despertaba. Mis fantasías de adolescente sólo llegaban hasta allí.
Pero la Rosa de veinte años que yo era, por muy virgen que fuese, sabía cómo completarlas.
Los labios seguirían bajando hasta la ingle, y encontrarían un falo perfecto, enorme, casi art déco, que parecería dibujado con aerógrafo, sin venas azules ni imperfecciones, un falo que estaría allí esperándome desde tiempos inmemoriales, y me lo metería en la boca, hasta el fondo, aspirando su olor dulzón, acariciándolo con la lengua, y después me montaría encima de él como había visto hacer en las películas y él me agarraría fuerte por las caderas, haría que me moviese arriba y abajo, dejaría impresas las huellas de sus dedos en mi cintura y me arrebataría de golpe esa virginidad incómoda que llevaba lastrándome desde hacía tantos años.
No dolería. No podría doler, e incluso si doliese, me gustaría. Disfrutaría del dolor de la misma manera que de niña había disfrutado del miedo que sentía cuando subía en la montaña rusa. Sería como la montaña rusa. Subir, bajar, marearse, perder el sentido de una misma.
Eso era exactamente lo que yo pensaba sentada en el banco de aquella iglesia, mientras veía a mi hermana contraer matrimonio.
Si aquello era un sacrilegio, habrá que disculparme. Nunca he sido creyente. Ni siquiera cuando iba al colegio. Los rezos, el rosario y las flores a María nunca fueron más que mecánicas repeticiones de palabras.
Muy bien. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era una chica que sabía lo que quería. Estaba decidida a acostarme con Gonzalo esa misma noche. No creía que fuese a resultar muy difícil.
Al fin y al cabo, Gonzalo era un mujeriego. Lo normal es que si yo se lo ponía muy fácil, él acabara por aceptar. Además, yo era consciente de que era bastante guapa. Quizá no tan espectacular como Cristina, pero si bastante interesante con aquel tipo de belleza lánguida y pálida, aquellos ojos grises del mismo tono que los de Gonzalo, y la piel blanquísima.
Había heredado de mi madre el porte aristocrático y la belleza elegante aunque poco evidente.
Después de la ceremonia hubo un banquete en el Mayte Commodore. Qué otra cosa cabía esperar de los padres de Borja.
Bebí litros de champán durante toda la velada, para darme ánimos. La noche se me pasó en constantes idas y venidas al cuarto de baño, tanto para deshacerme del champán que se me acumulaba en la vejiga como para retocarme una y otra vez el maquillaje, que lucía excepcionalmente en homenaje a lo especial de la ocasión.
Ensayé frente al espejo del hotel la mejor de mis sonrisas. Me repinté los labios trescientas cincuenta veces. Me cepillé y recepillé la melena rubia. Intenté imitar las expresiones de deseo que había visto adoptar a las chicas de los catálogos de lencería. Mis labios, relucientes merced a la cosmética, se separaban para exhibir mis dientes, como si acabase de meter una mano en agua hirviendo.
Arqueé la espalda de modo que la luz se reflejara en la parte inferior de mis pechos. Mi cuerpo, pensé, era bonito. Ahora se habían puesto de moda las altas. Las modelos tenían mi talla.
No me encontré atractiva vestida así, pero pensé que Gonzalo sí podría encontrarme deseable. Al fin y al cabo, ¿no me parecía un poco a las chicas de las revistas?
Labios rojos entreabiertos, pelo rubio alborotado. Cuando acabó la cena en el hotel, los más jóvenes propusieron salir a una discoteca. Yo odiaba las discotecas con toda el alma. En otras circunstancias habría preferido irme directamente a casa, pero no ahora. No pensaba desaprovechar la oportunidad más propicia de acercarme a Gonzalo.
Era una discoteca muy oscura. Los asientos estaban tapizados de terciopelo rojo. Una bola formada de millones de diminutos cristalitos rectangulares que pendía del techo de la pista daba vueltas y vueltas. La luz se reflejaba en cientos de rayos como aguijones que se disparaban directos a mi cerebro.
Vi a Gonzalo entrar por la puerta. Me armé de valor. Fui directa a él y me colgué de su brazo. Vamos a bailar, dije melosa. Él sonrió. Fuimos a bailar juntos. La música sonaba, estruendosa. Caja de ritmo. Cuatro por cuatro. Tic tac tic tac tic tac. Muy rítmico. Resultaba difícil bailar aquello. Hacía falta desencajar los brazos y las piernas. Convertirse en una especie de robot animado.
Aquello no se me daba bien. Pero Gonzalo sonreía y yo me esforzaba por devolverle la sonrisa.
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