Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes
Здесь есть возможность читать онлайн «Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Beatriz y los cuerpos celestes
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Beatriz y los cuerpos celestes: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Beatriz y los cuerpos celestes»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.
Beatriz y los cuerpos celestes — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Beatriz y los cuerpos celestes», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
El se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la página central del Playboy.
– Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. -Y para demostrarlo cogió a su (por decir algo) novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.
Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los celos y la envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?
Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó detenidamente su imagen en el espejo. Comprobó que el rouge se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se perfiló los labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra vez en la boca.
Mi madre, sentada frente a su tocador, se prepararía para salir, como hacía todas las tardes a esas horas. Su pelo aclarado estaría impecablemente peinado, las mechas recién retocadas, las ondas marcadas con rulos calientes y sujetas con laca. Llevaría pendientes y collar de perlas, y broche de oro sobre un traje de chaqueta impecablemente negro. Esos preparativos diarios, dignos de una arrebolada jovencita que se dispusiera a ver a su primer amante, se teñían de una significación entre amarga y patética si una era sabedora de que las destinatarias de tanto acicalamiento eran sus compañeras del club de bridge, una serie de loros de La Moraleja, tan frustradas y tan repeinadas como ella, con las que mi madre pasaba las tardes desde hacía años. Mi madre había llegado a ser una experta jugadora, una especialista en impasses y slams grandes y pequeños. Yo le decía a veces, con una cruda sinceridad que intentaba malamente disfrazar de ironía, que, si hubiese dedicado todos los esfuerzos que había consagrado al bridge a sacarse una carrera universitaria, habría obtenido probablemente un doctorado cum laude y estaría disfrutando de su propio apartamento y de coche de empresa, en lugar de tener que compartir sus tardes con una serie de brujas chismosas que sólo sabían hablar de liftings y de upliftings y comentar adulterios de maridos ajenos fingiendo con un descaro casi conmovedor que ignoraban los de los propios. Puedo imaginar perfectamente cómo descolgó el auricular de su teléfono color crema, el teléfono supletorio que había instalado en su habitación para procurarse una intimidad que ella hubiese deseado necesitar (y que no necesitaba, puesto que no tenía amantes ni amigas íntimas) y para garantizarse que, en aquellos días de jaqueca en los que decidía enclaustrarse en su habitación, no habría excusa que le hiciera salir de su refugio de cortinas echadas. Puedo imaginar cómo marcó el número que se sabía de memoria y cómo se mordió los labios en un gesto sólo perceptible para los que la conocíamos de toda la vida y habíamos aprendido a descifrar las expresiones que adoptaba cuando se disponía a hacer algo que en el fondo no deseaba hacer. Y el tono digno que emplearía para arrogarse de una superioridad que sabía que había perdido hacía tiempo -«Mónica -diría-, soy Herminia Martínez de Haya, la madre de Bea… Tus padres no están, ¿verdad guapa?… Llamaba para preguntar por mi hija… ¿Dices que ha salido? ¿Y cuándo volverá?… Ya suponía que estaría contigo. Esa niña venera el suelo que tú pisas, Dios sabrá por qué… Caramba con la bendita cría. Nos va a matar a disgustos a su padre y a mí. Siempre ha hecho lo que le ha dado la santísima gana. No atiende a razones, ha salido a su padre… Dile al menos que se digne llamar… En fin, no hagáis muchas tonterías…»
Cuando Mónica colgó, se mordió los labios. Era sorprendente lo mucho que mi madre y mi mejor amiga se parecían en determinados momentos.
– Que sepas que no vuelvo a mentir por ti. Además, es tu madre -me dijo-. Deberías llamarla.
– Antes muerta -repliqué, y salí disparada a encerrarme en el cuarto de baño.
Coco dirigió una mirada interrogante a Mónica, quien se limitó a encogerse de hombros con expresión sarcástica.
Mi madre me quiso mucho, cuando yo era muy pequeña.
Pero de repente, de la noche a la mañana, crecí, y aquello fue el fin de todo. Mi madre me entendía como una parte de su ser y no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que no constituíamos una unidad, de que cada una de nosotras existía por sí misma. Mientras yo fui su niña, fui parte de ella. En cuanto crecí se dio cuenta de que había comenzado la cuenta atrás, de que a partir de ese momento era como si yo estuviese en un escaparate, con un cartel de oferta colgado del cuello, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien decidiera comprarme, sacarme de aquella vitrina en donde descansaba y pasearme por el mundo exterior.
Yo entonces no sabía nada de eso.
Recuerdo perfectamente que a mi madre le sacó de quicio desde el principio que los hombres me admirasen por la calle. La religión era su coartada perfecta. En cuanto alguno me silbaba empezaba a recriminarme una supuesta actitud provocativa que estimulaba la lascivia de los hombres, su pecado. No era culpa de ellos, era yo la que les provocaba. En seguida comprendí que no importaba la ropa que me pusiera o la actitud que tomara. Ya podía llevar camisetas de talla enorme o ir por la calle mirando al suelo: me silbaban igual. A no ser que me pusiera un hábito talar, llamaría la atención. O incluso, quién sabe, podría llamarla también con hábito y todo… Esta situación me reafirmaba en la idea que había ido haciéndome en el colegio de monjas: hiciera lo que hiciera, estaba destinada al pecado, por mucho que yo me esforzara en evitarlo. En el fondo, aunque mi educación fuera formalmente católica, crecí con ideas calvinistas.
Empecé a odiar a mi madre con todo mi corazón, con la misma intensidad con la que antes la había amado. Estaba harta de que pusiera pegas a todo: a mis vaqueros, a mi pelo suelto, a mi forma de andar e incluso de mirar.
Y entonces comenzaron los verdaderos problemas.
Mis recuerdos de infancia, hasta los once o doce años, vienen con una banda sonora propia: las discusiones encarnizadas entre mi padre y mi madre. Pero cuando alcancé la pubertad, ella desvió su agresividad y encontró un nuevo objetivo hacia el que canalizarla: Yo. Por supuesto, este cambio de actitud coincidió con una nueva toma de postura con respecto a mi padre, que pasó de ser el enemigo declarado a convertirse en un aliado de conveniencia. Es cierto que no dormían juntos, que él no le era fiel, que probablemente no se amaban, pero compartían una opinión común: no estaban dispuestos a permitir que yo hiciera lo que quisiera con mi vida. A partir de entonces, iban a ser ellos los que tomaran decisiones sobre mi existencia: qué ropa debía ponerme, a qué hora debía irme a dormir, con qué gente debía relacionarme, qué música debía escuchar, qué sitios debía frecuentar.
En aquel universo privado lo de menos eran las razones, las excusas que me dieran para controlarme (mi minoría de edad, mi supuesta indefensión o la necesidad de que alguien velara por mí). Lo importante era la renuncia, la sumisión a un poder ajeno, impuesto y absoluto, que exigía la entrega de lo íntimo en nombre de los sagrados valores de obediencia familiar. Se suponía que yo debía aprender a negarme a mí misma y a amoldarme, a aceptar normas y convenciones por incomprensibles que parecieran, asumiendo que se establecían porque eran buenas para mí. Y aquella exigencia se justificaba en la seguridad de su criterio, tan aplastante que rechazaba la existencia de cualquier otro.
Mi padre, que hasta entonces había parecido el enemigo de mi madre, se convirtió de pronto en su aliado; y por tanto yo, a la inversa, pasé de aliada a enemiga. Dejé de ser el consuelo de mi madre frente a la incomprensión de mi padre, y pasé a convertirme en la nueva razón de su desesperación. La diferencia es que mi padre no supuso un apoyo tan grande para mi madre como lo había sido yo en la primera guerra, o sea, cuando nosotras dos luchábamos contra él. Lo suyo era un acuerdo de circunstancias, una entente cor di ale, pero él nunca le brindaría la absoluta confianza que yo le había otorgado. Yo había constituido su refugio, su fortaleza inexpugnable, mientras que mi padre no era sino un ejército de mercenarios, que podrían abandonar la lucha en cualquier momento si aparecía una recompensa mejor por la que luchar. En cierto modo, en esta segunda lucha fue cuando mi madre descubrió su propia fuerza, porque era la primera vez en su vida en que le tocaba enfrentarse a algo sola, puesto que con mi padre, en el fondo, nunca llegó a contar del todo. La desesperación la llenaba de rabia, y la rabia la hacía fuerte, mucho más fuerte de lo que había sido nunca. Se enfurecía y me insultaba, me acusaba de egoísta, de frívola, de insensible; y en el fondo lo que intentaba decirme, a su desesperada e histérica manera, era que sentía que yo la abandonaba, que me disponía a irme dejándola clavada a aquella casa, a aquella vida sin sentido de la que yo podía escapar, pero ella no.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Beatriz y los cuerpos celestes»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Beatriz y los cuerpos celestes» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Beatriz y los cuerpos celestes» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.