José Saramago - Memorial Del Convento

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Había una confusión de lanchones y barcazas descargando pescado, los capataces gritaban y maltrataban de palabra, con algún revés por añadidura, a los cargadores negros que pasaban abrumados por la carga, chapoteando en el agua que chorreaba de las banastas, con la piel de los brazos y de la cara salpicada de escamas. Parecía que se hubieran juntado en el mercado todos los habitantes de Lisboa. A Sietesoles se le hacía la boca agua, era como si el hambre acumulada en cuatro años de campaña militar saltara ahora los diques de la resignación y de la disciplina. Sintió unos retortijones de estómago, buscó inconscientemente con los ojos a la mujer del fardel, dónde iría ya, y con ella su sosegado esposo, éste probablemente contemplando las hembras que pasaban, adivinando si serían inglesas y de mala vida, que un hombre precisa hacer provisión de sueños.

Con poco dinero en el bolsillo, sólo unas monedas de cobre que sonaban bastante menos que los hierros de la alforja, desembarcado en una ciudad que apenas conocía, tenía Baltasar que resolver qué pasos iba a dar de inmediato, si ir a Mafra, donde su única mano no iba a poder con la azada, que requiere dos, o a palacio, donde tal vez le dieran una limosna por la sangre vertida. Alguien le había dicho algo de esto en Évora, pero le dijeron también que era necesario pedir mucho y por mucho tiempo, con mucho empeño de padrinos, y pese a eso muchas veces se apagaba la voz y acababa la vida antes de verle el color a los dineros. En caso de urgencia, ahí estaban las hermandades limosneras y las porterías de los conventos, que daban la sopa boba y un mendrugo. Un hombre a quien le han rebanado una mano no tiene queja si aún le queda la diestra para pedir a quien pasa. O exigir con un hierro aguzado.

Sietesoles atravesó la Pescadería. Las vendedoras gritaban desbocadas a los compradores, incitándolos, agitaban los brazos cargados de brazaletes de oro, se golpeaban, jurando, el pecho donde se reunían cadenas, cruces, pinjantes, cordones, todo de buen oro brasilero, así como los largos y pesados pendientes o aretes, arracadas ricas que valían la mujer. Pero, en medio de la sucia multitud, parecían milagrosa mente aseadas, como si ni siquiera las tocara el olor del pescado que removían a manos llenas. A la puerta de una taberna que quedaba al lado de la casa de los diamantes, compró Baltasar tres sardinas asadas, que, sobre la indispensable rebanada de pan, soplando y mordisqueando, comió mientras caminaba hasta el Terreiro do Paço. Entró en el matadero que daba a la plaza, regalando la vista ansiosa en las grandes piezas de carne, en los canales de buey y puerco, en los cuartos enteros colgados de ganchos. A sí mismo se prometió un festín de carne cuando el dinero le diera para tanto, no sabía entonces que allí iba a trabajar muy pronto, y que el empleo lo debería, al padrino, sí, pero también al gancho que llevaba en la alforja, tan práctico para tirar de un costillar, para sacar tripas, para arrancar unas capas de grasa. Fuera de la sangre, el lugar es limpio, con las paredes cubiertas de azulejos blancos, y si el de la balanza no engaña en el peso, con otros engaños nadie sale de allí, porque en lo de blandura y salud es muy verdadera la carne.

Por otra parte, aquello es además el palacio del rey, está el palacio, el rey no está, anda cazando en Aceitão con el infante Don Francisco y sus otros hermanos, más los criados de la casa, y los reverendos padres jesuitas João Seco y Luis Gonzaga, que, desde luego, no fueron sólo para comer y rezar, tal vez quisiera refrescar el rey las lecciones de matemáticas y latinidades que de ellos, siendo príncipe, había recibido. Llevó también su majestad una espingarda nueva, que le hizo João de Lara, maestro armero de los almacenes del reino, obra fina, damasquinada en plata y oro, que si se pierde de camino volverá presto a su dueño, pues a lo largo del cañón, en buena letra romana repujada, como la del frontón de San Pedro de Roma, lleva estos decires explicados SOY DEL REY NUESTRO SEÑOR AVE DIOS GUARDE A DON JUAN EL V, todo en mayúsculas, como se copia, y aún dicen que las espingardas sólo saben hablar por la boca y en lenguaje de pólvora y plomo. Eso son las comunes, como fue la de Baltasar Mateus, el Sietesoles, ahora desarmado y parado en medio del Terreiro do Paço, viendo pasar la gente, las literas y los frailes, los cuadrilleros y los vendedores, viendo pasar fardos y cajones, le da de repente una añoranza muy grande de la guerra, y si no fuera porque sabe que no lo quieren allá, al Alentejo volvería en este instante, hasta adivinando que le esperaba la muerte.

Se metió Baltasar por la calle ancha, hacia el Rossío tras haber entrado en la iglesia de Nuestra Señora da Oliveira, donde oyó una misa y cambió guiños con una mujer sola que pareció prendarse de él, diversión por otra parte general, porque, mujeres a un lado, hombres a otro, recados, gestos, movimientos de pañuelo, muecas, guiños, no hacían más, si no es pecado el hacer tanto, que transmitir mensajes, combinar citas, pactar acuerdos, pero viniendo Baltasar de tan lejos, maltratado por los caminos, sin dinero para golosinas y cintas de seda, no fue adelante el cortejo y, saliendo de la iglesia, se metió por la calle ancha hacia el Rossío. Día era éste de mujeres, como confirmaba la docena de ellas que salía de una callejuela, rodeadas de cuadrilleros negros que las hacían avanzar a golpes, y con un mayoral vara en mano, y eran casi todas rubias, de ojos azules, verdes, cenicientos, Quiénes son éstas, preguntó Sietesoles, y cuando un hombre se lo dijo ya estaba él seguro de que eran las inglesas llevadas al navío de donde por fraude del capitán habían salido, y qué remedio ahora sino ir a las Barbadas, en vez de quedarse en esta buena tierra portuguesa, tan favorecedora de putas extranjeras, oficio que se ríe de las confusiones de Babel porque en sus oficinas se puede entrar mudo y salir callado, si es que antes ha hablado el dinero. Pero el patrón de la barca había dicho que eran unas cincuenta, y allí no iban más de doce, Qué ha sido de las otras, y el hombre respondió, Ya cogieron unas cuantas, pero no se las llevan a todas porque algunas se han escondido bien escondidas, seguro que a esta hora ya saben si hay diferencia entre ingleses y portugueses. Siguió Baltasar su camino, haciendo promesa a San Bento de un corazón de cera si, al menos una vez en la vida, le ponía delante a una inglesa rubia, de ojos verdes, y que fuera alta y delgada. Si el día de la fiesta de ese santo va la gente a su puerta para pedir que no le falte el pan, si las mujeres que quieren un buen marido mandan rezarle misas los viernes, qué mal hay en que un soldado le pida a San Bento una inglesa, aunque sólo sea por una vez, por no morir ignorante.

Baltasar Sietesoles vagabundeó por barrios y plazas toda la tarde. Fue a la sopa de la portería de San Francisco da Cidade, se informó de las hermandades más generosas en limosnas, reteniendo tres para ulterior comprobación, la de Nuestra Señora da Oliveira, donde había estado ya, que era la de los confiteros, la de San Eloy, de los aurífices y plateros, y la del Niño Perdido, por cierta semejanza que consigo encontraba, incluso no recordando haber sido niño, pero sí perdido, a ver si algún día me encuentran.

Cayó la noche, y Sietesoles fue a buscar dónde dormir. Ya entonces había hecho amistad con otro veterano, más viejo que él en años y experiencia, se llamaba éste João Elvas, ahora rufián de oficio, que se acomodaba de noche siendo suave el tiempo, en unos tejares abandonados, junto a los muros del convento de la Esperanza, al lado del olivar. Se hizo Baltasar huésped de ocasión, siempre era un amigo nuevo compaña para charlar, pero, por el sí o por el no, dando por disculpa convenirle mucho librar al brazo sano del peso de la alforja, encajó el gancho en el muñón, no queriendo asustar a João Elvas y demás compadres con el espigón, arma mortal como sabemos. Nadie le hizo mal, y eran seis bajo el tejar, y él tampoco hizo mal a nadie.

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