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José Saramago: Memorial Del Convento

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De desahogos tales las reinas se ven privadas, principalmente si están ya grávidas, y de su señor legítimo, que por nueve meses no volverá a acercarse a ellas, regla, por otra parte, común al pueblo, pero que va sufriendo sus infracciones. Doña María Ana, como razones acrecentadas de recato, tiene además la maníaca devoción con que fue educada en Austria, y la complicidad prestada al artificio franciscano, mostrando así, o dando a entender que la criatura que en su vientre se está formando es tan hija del rey de Portugal como del propio Dios, a cambio de un convento.

Doña María Ana se acostó muy temprano, rezó antes de irse a la cama, murmurando oraciones a coro con las damas que la sirven, y luego, cubierta ya por su edredón de plumas, vuelve a rezar, reza infinitamente, empiezan las damas a cabecear pero resisten como sabias, si no como vírgenes, y al fin se retiran, queda sólo la lamparilla de aceite vigilando, y la dama que allí pasará la noche, en un lecho bajo, no tarda también en quedarse dormida, que sueñe si quiere, qué importancia han de tener los sueños que detrás de sus párpados se están soñando, a nosotros lo que nos interesa es el trémulo pensamiento que aún se agita en Doña María Ana, bordeando el sueño, que en Viernes Santo ha de ir a la iglesia de la Madre de Dios, donde hay un Santo Sudario que las monjas desdoblarán ante ella antes de exponerlo a los fieles, y en él están claramente vistas las marcas del cuerpo de Cristo, éste es el único y verdadero Santo Sudario que existe en la cristiandad, señoras y señores, y los otros son igualmente verdaderos y únicos, y si no, no serían mostrados a la misma hora en tan diferentes lugares del mundo, pero éste está en Portugal, y es así el más vero de todos e incluso único. Cuando, consciente aún, Doña María Ana se ve a sí misma inclinándose ante el paño santísimo, no se llega a saber si lo iba a besar devotamente, porque de repente se queda dormida y se encuentra dentro del coche, volviendo a palacio con la noche ya oscura, con su guardia de arqueros, y de pronto un hombre a caballo, que viene de caza, con cuatro criados en mulas, y animales de pelo y pluma colgados de los arzones, en redes, rompe el hombre en dirección al coche, espingarda en mano, el caballo sacando chispas de las piedras y echando humo por los ollares, y cuando como un rayo rompe la guardia de la reina y llega al estribo sofrenando difícilmente su montura, le da en la cara la luz de las antorchas, es el infante Don Francisco, de qué lugares del sueño vino y por qué vendrá tantas veces. Se le espanta el caballo, no podía haber sido de otra manera con el batir del coche y de los arqueros sobre las piedras de la calzada, pero, comparando sueño y sueño, observa la reina que cada vez el infante se acerca más, qué querrá, y ella, qué querrá.

Es la Cuaresma sueño de unos y vigilia de otros. Pasó la Pascua, que despertó a todos pero condujo de nuevo a las mujeres a la sombra de las estancias y a la carga de las faldas. En casa hay unos cuantos maridos cucos*mas lo bastante feroces para el caso de otras caídas fuera de estación. Y porque, andando, andando, hemos acabado por hablar de pájaros, es hora ya que oigamos a los canarios que, en las iglesias, en jaulas adornadas con cintas y flores, cantan locos de amor, mientras en el púlpito predica el fraile su sermón y habla de cosas que presume más sagradas. Es Jueves de la Ascensión, asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros, subirán o no las preces al cielo, si ellos no las ayudan, no habrá esperanza, tal vez si nos calláramos todos.

Este que por la entereza de su porte, por su aire al mover la espada y por lo disparejo de las vestimentas, aunque descalzo, parece soldado, es Baltasar Mateus, el Sietesoles. Fue licenciado del ejército por no tener ya acomodo en él, tras cortarle la mano izquierda por la muñeca, destrozada por una bala frente a Jerez de los Caballeros, en la gran entrada de once mil hombres que hicimos en octubre del año pasado y que terminó con la pérdida de doscientos de los nuestros y la desbandada de los vivos, acosados por los caballos que los españoles sacaron de Badajoz. Nos refugiamos en Olivenza, con algún botín que cogimos en Barcarrota, y poco gusto para gozar de él, que no valió la pena andar diez leguas para llegar allí y correr otras tantas para acá, dejando en el campo tanta gente muerta y media mano de Baltasar Sietesoles. Por mucha suerte o por gracia particular del escapulario que trae al pecho no se le gangrenó la herida al soldado ni le reventaron las venas con la fuerza del garrote, y, siendo hábil el cirujano, bastó con desarticularle las junturas, que ni preciso fue meter el serrucho al hueso. Le almohadillaron el muñón con hierbas cicatrizantes, y tan excelente era la carnadura del Sietesoles que al cabo de dos meses estaba curado.

Por ser poco lo que pudo guardar de la soldada, tuvo que ponerse a pedir limosna en Évora para juntar las monedas que tendría que darle al herrero y al guarnicionero si quería el gancho de hierro que le iba a servir de mano. Así pasó el invierno, guardando la mitad de lo que conseguía, reservando para el camino la mitad de la otra mitad, y entre comida y vinos se le iba el resto. Era ya primavera cuando, pagado a plazos por cuenta del total, el guarnicionero, con la última entrega, le dio el gancho más un espigón que, por capricho de tener dos manos izquierdas diferentes, le había encargado Baltasar. Eran finas obras de cuero, perfectamente ligadas a los hierros, sólidos éstos de mazo y temple, y las correas de dos tamaños, para atar encima del codo y al hombro, para mayor refuerzo. Comenzó Sietesoles su viaje al tiempo cuando se sabía ya que el ejército de la Beira se quedaba en los cuarteles y no acudía en ayuda del de Alentejo, por ser mucha el hambre en esta provincia, sobre ser general en las demás. La tropa andaba descalza y rota, robaba a los labrantines, se negaba a entrar en batalla, y tanto desertaba para el enemigo como salía en desbandada, cada uno para su tierra, echándose fuera de los caminos, asaltando para comer, violando mujeres desgarradas, cobrando en fin la deuda a quien nada les debía y sufría un desespero igual. Sietesoles, mutilado, caminaba hacia Lisboa por el camino real, acreedor de una mano izquierda que había quedado parte en España y parte en Portugal, por artes de una guerra en que se decidiría quién vendrá a sentarse en el trono de España, si un Carlos austríaco o un Felipe francés, portugués ninguno, si completos o mancos, si enteros o cojos, salvo si dejar miembros cortados en el campo o vidas perdidas no es apenas señal de quien tenga nombre de soldado y para sentarse el suelo o poco más. Salió Sietesoles de Évora, pasó por Montemor, no lleva por ayuda o compaña fraile o diablillo, que para mano rota le basta con la suya.

Vino andando lentamente. No tiene a nadie a su espera en Lisboa, y en Mafra, de donde partió años atrás para sentar plaza en la infantería de su majestad, si padre y madre se acuerdan de él, lo creen vivo porque no tienen noticia de que esté muerto, o muerto porque no las tienen de que esté vivo. Al fin todo acabará por saberse con el tiempo. Hace sol ahora, no ha llovido, los matojos están cubiertos de flores, los pájaros cantan. Baltasar Sietesoles lleva los hierros en la alforja, porque hay momentos, horas enteras, en que siente la mano como si la tuviera aún rematando el brazo y no quiere robarse a sí mismo la felicidad de encontrarse entero y completo como enteros y completos estarán Carlos y Felipe en sus tronos, que al fin los habrá para los dos cuando la guerra acabe. A Sietesoles le basta para su contento, y mientras no mire donde le falta, la comezón que siente en la punta del dedo índice, e imaginar que está rascándose con el pulgar en el sitio donde le come. Y cuando esta noche sueñe, si a sí mismo se ve en el sueño, se verá sin que nada le falte, y podrá apoyar la cansada cabeza en las palmas de las dos manos.

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