José Saramago - Memorial Del Convento
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Preguntó el rey, Es verdad lo que acaba de decirme su eminencia, que si yo prometo levantar un convento en Mafra tendré hijos, y el fraile respondió, Es verdad, señor, pero sólo si el convento es franciscano, y volvió el rey, Cómo lo sabéis, y fray Antonio dijo, Lo sé, no sé cómo he llegado a saberlo, yo soy sólo la boca de que la verdad se vale para hablar, la fe no tiene más que responder, construya vuestra majestad el convento y en seguida tendrá sucesión; no lo construya y Dios decidirá. Con un gesto mandó el rey al fraile que se retirase, y luego preguntó a Don Nuno da Cunha, Es virtuoso este fraile, y el obispo respondió, No hay otro que lo sea más en su orden. Entonces Don Juan, el V de su nombre, seguro así sobre el mérito del empeño, levantó la voz, para que claramente lo oyese quien allí estaba y mañana lo supieran ciudad y reino, Prometo, por mi palabra real, que haré construir un convento de franciscanos en la villa de Mafra si la reina me da un hijo en el plazo de un año a contar de este día en que estamos, y todos dijeron, Dios oiga a vuestra majestad, y nadie allí sabía quién iba a ser puesto a prueba, si el mismo Dios, si la virtud de fray Antonio, si la potencia del rey, o, al fin, la dificultosa fertilidad de la reina.
Doña María Ana conversa con su camarera mayor portuguesa, la marquesa de Unhão. Han hablado ya de las devociones del día, de la visita realizada al convento de las carmelitas descalzas de la Conceição dos Cardais y de la novena de San Francisco Javier, que se iniciará mañana en San Roque, es el hablar de la reina y la marquesa jaculatorio y al mismo tiempo lacrimoso cuando dicen los nombres de los santos, pungitivo si hay mención de martirios o sacrificios particulares de clérigos y monjas, aunque unos y otros no excedan la sencilla maceración del ayuno o el oculto flagelo del cilicio. Pero el rey se ha anunciado ya, y viene con el ánimo encendido, estimulado por la conjunción mística del deber carnal y de la promesa que hizo a Dios por medio de los buenos oficios de fray Antonio de San José. Entraron con el rey dos camareros que lo aliviaron de las ropas superfluas, y lo mismo hace la marquesa con la reina, de mujer a mujer, con ayuda de otra dama, condesa, más una camarera mayor no menos graduada, que vino de Austria, es el cuarto una asamblea, las majestades que se hacen mutuas reverencias, no se acaba el ceremonial, al fin se retiran los gentileshombres de cámara por una puerta, las damas por otra, y en las antecámaras permanecerán a la espera de que acabe la función, a fin de que el rey regrese acompañado a su cuarto, cuarto que fue de la reina su madre en tiempos de su padre, y vengan las damas a éste a cobijar a Doña María Ana con el edredón de plumas que también trajo de Austria y sin el que no puede dormir, sea invierno o verano. Y es por causa de este edredón, sofocante hasta en el frío febrero, que Don Juan no pasa toda la noche con la reina, al principio sí, por ser aún mayor la novedad que el incomodo, que no lo era pequeño el sentirse bañado en sudores propios y ajenos, con una reina tapada hasta la cabeza, recocido en olores y secreciones. Doña María Ana, que no ha venido de país cálido, no soporta el clima de éste. Se cubre toda con un inmenso y altísimo edredón, y así se queda, enroscada como topo que encontró piedra en su camino y anda pensando por qué lado ha de seguir excavando su galería.
Visten la reina y el rey camisas largas, que por el suelo arrastran, la del rey sólo la fimbria bordada, la de la reina una buena cuarta más, para que ni la punta de los pies se vea, el dedo gordo o los otros, de las impudicias conocidas tal vez sea ésta la más osada. Don Juan V conduce a Doña María Ana al lecho, la lleva de la mano, como en un baile el caballero a su dama, y antes de subir los pequeños escalones, cada uno por su lado, se arrodillan y dicen las oraciones precautorias necesarias para no morir en pleno acto carnal sin confesión, para que de esta nueva tentativa resulte fruto, y sobre este punto tiene Don Juan V razones dobladas para esperar, confianza en Dios y en su propio vigor, por eso dobla la fe con que al propio Dios impetra sucesión. En cuanto a Doña María Ana, es de suponer que esté orando por los mismos favores, si por ventura no tiene motivos particulares que los dispensen y sean secreto de confesionario.
Se han acostado ya. Ésta es la cama que vino de Holanda cuando la reina vino de Austria mandada hacer de propósito por el rey, la cama, a quien costó setenta y cinco mil cruzados, que en Portugal no hay artífices de tanto primor, y, si los hubiera, sin duda ganarían menos. Para un mirar distraído, ni se sabe si es de madera el magnífico mueble, cubierto como está por la armazón preciosa, tejida y bordada de florones y relieves de oro, eso por no hablar del dosel, que podría servir para cubrir al papa. Cuando la cama fue aquí puesta y armada aún no había en ella chinches, tan nueva era, pero después, con el uso, el calor de los cuerpos, las migraciones en el interior del palacio, o de la ciudad para adentro, que de dónde viene esta ventregada de bichejos es algo que no se sabe, y siendo tan rica de materia y adorno no se le puede aproximar un trapo ardiendo para quemar el enjambre, y no hay más remedio, aun no siéndolo, que pagar a San Alejo cincuenta reis al año, a ver si libra a la reina, y nos libra a nosotros todos, de la plaga y el picor. En noches que viene el rey, las chinches tardan más en empezar a atormentar, por mor del bullicio de los colchones, que son bichos que gustan de sosiego y gente adormecida. Allá en la cama del rey hay otros a la espera de su quiñón de sangre, que no la encuentran ni mejor ni peor que la otra de la ciudad, azul o natural. Doña María Ana tiende al rey la manita sudada y fría, que incluso tras calentarse al cobijo del edredón se hiela pronto en el aire gélido del cuarto, y el rey, cumplido ya el débito, y esperándolo todo del convencimiento y creativo esfuerzo con que lo cumplió, se la besa como a reina y futura madre, si no es que fray Antonio de San José ha ido demasiado lejos en su presunción. Es Doña María Ana quien tira del cordón de la campanilla, entran por un lado los gentileshombres del rey, por otro las damas, flotan olores diversos en la atmósfera pesada, uno lo identifican fácilmente, que sin lo que lo causa no son posibles milagros como el que esta vez se espera, porque la otra, la tan comentada, incorpórea fecundación, fue una vez y no sirva como ejemplo, sólo para mostrar que Dios, cuando quiere, no precisa de los hombres, aunque no pueda dispensarse de mujeres.
Aunque insistentemente tranquilizada por el confesor, tiene Doña María Ana, en estas ocasiones, grandes escrúpulos de alma. Retirados el rey y los gentileshombres, acostadas ya las damas que la sirven y protegen su sueño, siempre piensa la reina que sería obligado levantarse para sus últimas oraciones, pero, obligada por los médicos a hacer la clueca, se contenta con murmurarlas hasta el infinito, pasando cada vez más lentamente las cuentas del rosario, hasta que se queda dormida en medio de un Dios te salve María llena eres de gracia, al menos a ella le fue todo tan fácil, bendito sea el fruto de tu vientre, y es en el de su ansiado propio en el que piensa, al menos un hijo, Señor, al menos un hijo. De este involuntario orgullo nunca se confesó, por ser distante e involuntario, tanto que si fuera llamada a juicio juraría, con verdad, que siempre se había dirigido a la Virgen y al vientre que ella tuvo. Son meandros del subconsciente real, como aquellos otros sueños que siempre Doña María Ana tiene, a ver quién los explica, cuando el rey viene a su cuarto, que es verse atravesando el Terreiro do Paço hacia la parte de los mataderos, levantando la falda por delante y patinando en un cieno aguado y pegajoso que huele a lo que huelen los hombres cuando descargan, mientras el infante Don Francisco, su cuñado, cuyo antiguo cuarto ahora ocupa, y algún hechizo queda de él allí, danza a su alrededor, alzado en zancos, como una cigüeña negra. Tampoco de este sueño dio nunca cuenta al confesor, y qué cuentas le iba a dar él a su vez, siendo, como es, caso omiso en el manual de la perfecta confesión. Quede Doña María Ana en paz, dormida ya, invisible bajo la montaña de plumas, mientras las chinches empiezan a salir de las hendeduras, de las dobleces, y se dejan caer desde lo alto del dosel, haciendo así más rápido el viaje.
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