José Saramago - Memorial Del Convento
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Corrió el Antruejo por esas calles, quien pudo se atracó de gallina y de carnero, de sueños y buñuelos, se pegó el lote por los rincones quien no pierde baza autorizada, se pusieron rabos celebrados en lomos fugitivos, se roció de agua la cara con jeringas de lavativas, se atizaron incautos con ristras de cebollas, bebieron vino hasta el regüeldo y el vómito, se partieron ollas, se tocaron gaitas, y si más no se revolcaron por travesías, plazas y rinconadas, barriga al aire, es porque la ciudad es inmunda, está alfombrada de excrementos, de basura, de perros pustulentos y gatos vagabundos, y cieno hasta cuando no llueve. Ahora es tiempo de pagar los cometidos excesos, mortificar el alma para que el cuerpo finja arrepentirse, él rebelde, él insumiso, este cuerpo parco y puerco de la pocilga que es Lisboa.
Va a salir la procesión de la penitencia. Castiguemos la carne por el ayuno, macerémosla ahora con los zurriagos. Comiendo poco se purifican los humores, sufriendo un algo se lavan las costuras del alma. Los penitentes, hombres todos, van al frente de la procesión, inmediatamente detrás de los frailes que llevan los pendones con las imágenes de la Virgen y del Crucificado. Tras ellos aparece el obispo bajo rico palio, y luego los santos en las andas, el regimiento interminable de curas, cofradías y hermandades, pensando todos en la salvación del alma, convencidos algunos de que no la han perdido, dudosos otros hasta hallarse en el lugar de la sentencia, quizá uno de ellos pensando que el mundo está loco desde que nació. Pasa la procesión entre filas de gente, y cuando pasa se arrastran por el suelo hombres y mujeres, se arañan la cara unos, se arrancan otros mechones de pelo, se dan todos de bofetadas, y el obispo va amagando bendiciones a un lado y otro, mientras un acólito maneja el incensario. Lisboa huele mal, huele a podrido, el incienso da un sentido a la fetidez, el mal es de los cuerpos, que el alma, ésa, es perfumada.
En las ventanas hay sólo mujeres, ésa es la costumbre. Los penitentes llevan grilletes alrededor de las piernas, o cargan sobre los hombros gruesas barras de hierro pasando sobre ellas los brazos, como crucificados, o se aplican zurriagazos con las disciplinas hechas de cordones en cuyos cabos hay bolas de cera dura armadas con puntas de cristal, y, los que así se flagelan, son lo mejor de la fiesta porque exhiben verdadera sangre que les corre por la espalda, y claman estrepitosamente, tanto por los motivos que el dolor les da como de obvio placer, que no comprenderíamos si no supiéramos que algunos tienen su amor en la ventana y van de procesión no tanto por salvar el alma como por pasados o prometidos gustos del cuerpo.
Presas en el alto copete o en la propia disciplina llevan cintitas de colores, cada uno la suya, y si la mujer elegida que desde la ventana ansía de angustia, de piedad por el amado sufridor, si no también de gozo al que sólo mucho más tarde aprenderemos a llamar sádico, no supiere, por la fisonomía o la silueta, reconocer al amante en aquella confusión de penitentes, pendones, gentío derramado en pavores y súplicas, vocear de letanías, ondear desajustado de los palios, bruscos cabeceos de las imágenes, adivinará al menos por la cintita rosa, o verde o amarilla, lila si no roja o color del cielo, que aquél es su hombre y servidor, que le está dedicando el vergajazo violento y que, no pudiendo hablar, brama como toro en celo, pero si a las mujeres de la calle, y a ella misma, les parece que falta vigor al brazo del penitente o que el vergajazo fue de esos que no abren laña en la piel, y desgarrones que desde aquí arriba se vean, entonces se levanta del coro femenino la rechifla y lo abuchean, posesas, frenéticas, las mujeres reclaman fuerza en el brazo, quieren oír el restallar de los rabos de la tralla, que corra la sangre como corrió la del Divino Salvador, mientras palpitan bajo las redondeces de las faldas, y aprietan y abren los muslos según el ritmo de la excitación y su avance. Está el penitente justo ante la ventana de la amada, abajo en la calle, y ella lo contempla dominante, acompañada tal vez de madre, o prima, o aya, o tolerante abuela, o tía acedísima, pero sabiendo todos muy bien lo que allí pasa, por experiencia fresca o remota remembranza, que Dios nada tiene que ver con esto, que todo es cosa de fornicación, y probablemente el espasmo de arriba viene a tiempo de responder al espasmo de abajo, el hombre arrodillado en el suelo azotándose furiosamente, frenético, mientras gime de dolor, la mujer mirando con ojos desorbitados al macho derrumbado, abriendo la boca para beberle la sangre y lo demás. Se ha parado la procesión el tiempo suficiente para que concluya el acto, el obispo bendijo y santificó, la mujer siente aquel delicioso relajamiento de los miembros, el hombre sigue adelante, va pensando, con alivio, que a partir de este momento no va a necesitar azotarse con tanta furia, que lo hagan otros para gusto de otras.
Así, maltratadas las carnes, alimentadas de magro, parece que se habrían de recoger las insatisfacciones hasta la libertad pascual y que las solicitaciones de la naturaleza podrían esperar a que se limpiara de sombras el rostro de la Santa Madre Iglesia, ahora que se aproximan Pasión y Muerte. Pero tal vez la riqueza fosfórica del pescado atice la sangre, tal vez la costumbre de dejar que las mujeres corran solas por las iglesias en Cuaresma, contra lo que es uso en el resto del año, que es tenerlas en casa presas, salvo si son populares con puerta a la calle o viviendo en ésta, tan presas aquellas que se dice que salen, si son de noble extracción, para sólo ir a la iglesia, y apenas tres veces a lo largo de la vida, para ser bautizadas, casadas, sepultadas, para el resto allá está la capilla de la casa, quizá porque el dicho acostumbrado muestra, en fin, cuán insoportable es la Cuaresma, que todo tiempo cuaresmal es de muerte anticipada, aviso que debemos aprovechar, y, entonces, creyendo los hombres, o fingiendo creer, que las mujeres no hacen más que las devociones a que dijeron ir, es la mujer libre una vez sólo al año, y si no va sola, por no consentirlo la decencia pública, quien la acompaña lleva iguales deseos e igual necesidad de satisfacerlos, por eso la mujer, entre dos iglesias, fue a encontrarse con un hombre, cuál sea éste, y la criada que la guarda troca una complicidad por otra, y ambas, cuando se reencuentran ante el próximo altar, saben que la Cuaresma no existe y que el mundo está afortunadamente loco desde que nació. Por las calles de Lisboa, llenas de mujeres que visten igual, con sus velos, el refajo por encima de la cabeza, sólo una rendija apenas abierta para gestos de ojos o de labios, código general aprendido en la clandestinidad de los sentimientos y en los deleites prohibidos, por esas calles, con una iglesia en cada esquina, un convento en cada cuarterón de casas, corre un viento de Primavera que vuelve la cabeza y, no corriendo el viento, hacen su vez los suspiros, los que se desahogan en los confesonarios o en lugares cerrados propicios a otras confesiones, las de la carne adúltera, oscilando entre los bordes del placer y del infierno, ambos gustosos en estos días de mortificación, de altares desnudos, de lutos rituales, de pecado omnipresente.
Entre tanto, si es de día, estarán durmiendo la siesta los maridos ingenuos, o que fingen serlo, y si de noche es, cuando soturnamente calles y plazas se llenan de multitudes que hieden a cebolla y a lavanda, y el murmullo de las oraciones asoma por las puertas abiertas de par en par de las iglesias, si es de noche, más descansados se sienten, porque así la demora no será tanta, se oye ya la llamada en la puerta, suenan los pasos en la escalera, vienen hablando familiarmente ama y criada, quizá no, o la esclava negra, si es que la llevó, y por las hendiduras danzan las luces de la palmatoria o del candil, finge el marido que despierta, finge la mujer que lo ha despertado, y si él pregunta, Qué, ya sabemos qué va ella a responder, que viene muerta de cansancio, molida de pies, desollada de rodillas, pero con el consuelo en el alma, y dice el misterioso número, Siete iglesias he visitado, tan apasionadamente lo dice que, o fue la devoción mucha o mucha la falta de ella.
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