José Saramago - Memorial Del Convento
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También Don Juan V soñará esta noche. Verá alzarse de su sexo un árbol de Jessé, frondoso y poblado todo de los ascendientes de Cristo, hasta al mismo Cristo, heredero de todas las coronas, y después disiparse el árbol y en su lugar alzarse, poderosamente, con altas columnas, torres de campanas, cúpulas y torreones, un convento de franciscanos, como se puede ver por los hábitos de fray Antonio de San José, que está abriendo, de par en par, las puertas de la iglesia. No es vulgar en reyes un temperamento así, pero de ellos Portugal siempre ha estado bien servido.
Y bien servido de milagros también. Aún es pronto para hablar de este que se prepara, y que, por otra parte, no es exactamente un milagro sino favor divino, descenso de mirada piadosa y propiciatoria hacia un vientre esquivo, esto será el nacimiento del infante cuando llegue la hora, pero es justamente tiempo de mencionar veros y certificados milagros que, por venir de la misma y ardentísima zarza franciscana, bien auguran la promesa del rey.
Véase si no el célebre caso de la muerte de fray Miguel de la Anunciación, provincial electo que fue de la orden tercera de San Francisco, cuya elección, dicho sea de paso pero no fuera de propósito, se hizo con guerra encendida que contra ella y él levantó la Parroquial de Santa María Magdalena, por oscuros celos, con tal saña que a la muerte de fray Miguel aún andaba en pleitos y no se sabe cuándo iban a ser juzgados de una vez, si es que al fin lo eran, entre sentencia y recurso, entre conciliación y agravio, hasta que la muerte viniera a cerrar el proceso, cosa que ocurrió. Lo cierto es que no murió el fraile de corazón despedazado, sino de una maligna tifoidea o tifus, si no fue otra fiebre sin nombre, remate común de una vida en ciudad de tan pocas fuentes de agua para beber y donde los gallegos no dudan en llenar los barriles en las fuentes de los caballos, y así mueren, inmerecidamente, los provinciales. Sin embargo, era fray Miguel de la Anunciación de tan compasiva naturaleza que, hasta después de muerto, pagó con bien el mal, y si vivo había hecho caridades, difunto obraba maravillas, siendo la primera el desmentir a los médicos que temían que se corrompiera el cuerpo aceleradamente y por eso recomendaron abreviada sepultura, y no se corrompió el carnal despojo, antes bien, por espacio de tres días enteros embalsamó la iglesia de Nuestra Señora de Jesús, donde estuvo expuesto, con suavísimo aroma, y el cadáver no estaba rígido, al contrario, blandamente los miembros todos se dejaban mover, como si estuviese vivo.
Segundas y terceras maravillas, pero de valor primerísimo, fueron los milagros propiamente dichos, tan señalados e ilustres que acudió el pueblo de toda la ciudad a observar el prodigio y beneficiarse de él, pues quedó autentificado que en dicha iglesia fue dada vista a ciegos, y pies a cojos, y era tanta la afluencia que en los escalones del atrio había puñetazos y puñaladas para entrar, y algunos perdieron la vida, que luego, ni por milagro les fue restituida. O tal vez sí, si pasados tres días, y siendo grande la alarma, de allí no se hubiesen llevado el cuerpo, a escondidas, y a escondidas lo enterraran. Privados de esperanza de cura mientras no constase el fallecimiento de otro bienaventurado, allí mismo anduvieron a bofetadas de pura fe y puro desespero, ciegos y mancos, si es que a éstos les sobraba mano, en gritos todos y en invocaciones a cuantos santos hay, hasta que los frailes salieron a bendecir aquel ayuntamiento, y con eso, a falta de cosa mejor, se fueron todos.
Pero ésta, confesémoslo sin vergüenza, es una tierra de ladrones, ojo que ve, mano que se dispara, y siendo la fe tanta, aunque no siempre bien recompensada, mayor es el descaro y la impiedad con que se asaltan iglesias, como ocurrió sin ir más lejos el año pasado, en Guimarães, también en la de San Francisco, quien, por haber despreciado en vida tan sólidos bienes, consiente que se le lleven todo en la eternidad, menos mal que tiene la orden la vigilancia de San Antonio, que, ése, se resigna mal a que le vacíen altares y capillas, como en Guimarães se vio y en Lisboa se ha de ver.
En aquella ciudad fueron, pues, los ladrones a robar, entrando al efecto por una ventana, adonde el santo, jovialmente, fue a recibirlos, pegándoles con eso tan gran susto que hizo caer desamparado a quien más alto en la escalera estaba, cierto es que sin ningún hueso partido, pero tan tullido quedó que ya no va a poder moverse más, y queriendo los compañeros llevárselo de allí, que no son raros tampoco entre ladrones los generosos y abnegados de corazón, no lo consiguieron, caso, por otra parte, no inédito pues ya le sucedió a Inés, hermana de Santa Clara, cuando aún San Francisco andaba por el mundo, hace exactamente quinientos años, en mil doscientos once, pero no era por robo el caso de ella, o de robo sería, porque al Señor se la querían robar. Allí quedó el ladrón, como si la mano de Dios lo estuviera clavando al suelo o la garra del diablo lo sostuviera desde las profundidades, allí quedó hasta el día siguiente, cuando dieron con él las gentes del barrio y luego lo llevaron, ya sin esfuerzo y con peso natural, al altar del mismo santo para que lo sanara, milagro obrado de forma original, pues se vio sudar copiosamente a la imagen de San Antonio, y durante tanto tiempo que dio para que llegaran jueces y escribanos a dar fe del prodigio, que fue éste el de sudar la madera y también que se curó el ladrón al pasarle por la cara una toalla húmeda de aquel humor bendito. Y con esto quedó el hombre sano, salvo y arrepentido.
Pero no todos los delitos llegan a averiguarse. En Lisboa, por ejemplo, no habiendo sido el milagro menos notorio, aún hoy está por aclarar quién fue el del asalto, por más que se permitan algunas sospechas, afortunadamente absueltas, como quien de ellas fue objeto, por la buena intención que en definitiva lo motivara. Fue el caso que en el convento de San Francisco de Xabregas entraron los rateros, o entró un ratero, por la claraboya de una capilla contigua a la de San Antonio, y fue, o fueron, al altar mayor, y en un credo afanaron las tres lámparas que allí había. Descolgar las lámparas de los ganchos, cargar con ellas a oscuras por mayor cautela, arriesgarse a tropezones, tropezar incluso y hacer ruido sin que nadie acudiera a indagar el porqué de aquel barullo, sería como para sospechar un prodigio o complicidad de algún santo desvariado si no fuera que en aquel mismo momento empezaron a sonar la campana y la matraca con su acostumbrado zafarrancho despertando a los frailes para los maitines. Pudo por ello el ladrón escapar a salvo, y si más barullo hiciera no lo habrían oído, viéndose así hasta qué punto conocía el asaltante las costumbres de la casa.
Empezaron los frailes a entrar en la iglesia y la hallaron a oscuras. Ya estaba conforme el hermano responsable con el castigo que no dejarían de aplicarle por una falta que no sabría explicar, cuando se observó, y fue confirmado por el tacto y el olor, que no era aceite lo que faltaba, que allí estaba derramado por el suelo, sino las lámparas, que de plata eran. Estaba aún fresco el desacato, si así se puede decir, pues las cadenas de donde habían colgado las susodichas lámparas oscilaban aún mansamente, diciendo, en lenguaje de alambre, Hace poco, hace poco.
Salieron de inmediato algunos religiosos a las calles próximas, repartidos en patrullas, que si atrapan al ladrón no se sabe lo que misericordiosamente iban a hacer de él, pero no dieron ni con su rastro, o con el de la cuadrilla, si lo era, caso que no debe sorprendernos por cuanto pasaba ya de medianoche y estaba la luna en el menguante. Sofocáronse los frailes recorriendo las cercanías a paso de carga, y regresaron al fin al convento con las manos vacías. Entre tanto, otros religiosos, pensando que podría el ladrón, con fina astucia, haber permanecido oculto en la iglesia, dieron por ella una vuelta completa desde el coro a la sacristía, y fue cuando andaban en este alborozado escudriñar, toda la congregación batiendo las sandalias y las faldas del hábito, levantando las tapas de los arcones, apartando armarios, sacudiendo paramentos, cuando un fraile viejo, conocido por su vida virtuosa y su brava religión, reparó en que el altar de San Antonio no había sido tocado por aquellas rateras manos pese a ser abundantísima en él la plata, rica en peso, labor y pureza. Sorprendió a aquel pío varón, y nos sorprendería a nosotros si allí estuviésemos, porque, siendo manifiesto que por aquella claraboya entró el ladrón y al altar mayor fue a robar las lámparas, tuvo que pasar por delante de la capilla de San Antonio, que estaba de camino. Con toda razón, pues, volvióse el fraile para increpar a San Antonio como siervo poco celoso de sus obligaciones. Y vos, Santo, sólo guardáis la plata que os toca, y dejáis que se lleven la otra, pues ahora os vais a quedar sin ninguna, y dichas estas violentísimas palabras se fue a la capilla y empezó a despojarla, quitando de allí, no sólo plata, sino mantos y adornos, y no sólo en la capilla, sino también al propio santo, que vio cómo se llevaban su corona de quita y pon, y la cruz, y hasta sin Niño se habría quedado si los otros religiosos no hubieran acudido, pensando que el castigo era excesivo y advirtiendo que lo dejara para consuelo del pobre castigado. Meditó un poco el fraile la advertencia, y remató, Pues que se quede como fiador mientras el santo no devuelva las lámparas. Y como con todo esto eran ya más de las dos pasada la medianoche, tiempo gastado en la rebusca y, al fin, en el recriminatorio lance relatado, se recogieron los frailes para dormir, temiendo algunos que se vengara el santo de aquel insulto.
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