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José Saramago: Memorial Del Convento

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Otro ejemplo, pero éste de provecho al alma, si el cuerpo tan repleto está, se dará hoy aquí. Empezó a salir la procesión, van al frente los dominicos, con el pendón de Santo Domingo, y los inquisidores después, todos en una larga fila, hasta aparecer los sentenciados, ya fue dicho que ciento cuatro, llevan cirios en la mano, al lado los acompañantes, y todo son rezos y murmullos, por diferencias de copete y sambenito sábese quién va a morir y quién no, aunque otra señal haya que no miente, que es ir el alzado crucifijo de espaldas a las mujeres que acabarán en la hoguera, y al contrario mostrando su benigna y sufridora faz a aquellos que de ésta van a salir con vida, maneras simbólicas de entender todos lo que a cada cual espera, si no reparasen en el vestido que llevan, que, ése sí, es traducción visual de la sentencia, el sambenito amarillo con la cruz de San Andrés en rojo para quienes no han merecido la muerte, el otro con las llamas vueltas hacia abajo, llamado fuego revuelto, si confesando sus culpas la evitaron, y la zamarra cenicienta, lúgubre color, con el retrato del condenado cercado de diablos y llamaradas, cosa que, trasladado a lenguaje, significa que aquellas dos mujeres van a arder de inmediato. Predicó fray João dos Mártires, provincial de los frailes de la Arrábida, y ciertamente nadie lo estaría mereciendo más si recordamos que arrábido fue el fraile cuya virtud Dios coronó engravidando a la reina, así aproveche la prédica a la salvación de las almas como aprovecharán a la dinastía y a la orden franciscana en sucesión asegurada y prometido convento.

Grita el buen pueblo furiosos improperios a los condenados, chillan las mujeres asomadas a los alféizares, dicen su perorata los frailes, la procesión es una serpiente enorme que no cabe derecha en el Rossío y por eso se va curvando y recurvando como si decidiera llegar a todas partes u ofrecer el espectáculo edificante a toda la ciudad, aquel que allí va es Simeão de Oliveira e Sousa, sin menester ni beneficio, pero que del Santo Oficio declaraba ser calificador, y siendo secular decía misa, confesaba y predicaba, y al mismo tiempo que esto hacía se proclamaba hereje y judío, nunca se vio confusión tal, y para que fuera mayor unas veces se hacía llamar padre Teodoro Pereira de Sousa, otras fray Manuel da Conceição, o fray Manuel da Graça, e incluso Belchior Carneiro, o Manuel Lencastre, quién sabe qué otros nombres tendría y todos verdaderos porque debería ser un derecho de hombre elegir su propio nombre y cambiarlo cien veces por día, que un nombre no es nada, y aquél es Domingos Afonso Lagareiro, natural y morador que fue de Portel, que fingía visiones para que lo tuviesen por santo y hacía curas usando bendiciones, palabras y cruces, y otras tales supersticiones, imagínense, como si hubiera sido él el primero, y aquel otro es el padre Antonio Teixeira de Sousa, de la isla de San Jorge, por culpas de solicitar mujeres, manera canónica de decir que las palpaba y fornicaba, empezando sin duda por la palabra en el confesonario y terminando el acto en el recato de la sacristía, por ahora no va corporalmente a acabar en Angola, adonde irá degradado de por vida, y ésta soy yo, Sebastiana María de Jesús, un cuarto de cristiana-nueva, que tengo visiones y revelaciones, pero dijeron en el Tribunal que era fingimiento, que oigo voces del cielo, pero me explicaron que era efecto demoníaco, que sé que puedo ser santa como los santos son, o aún mejor, pues no alcanzo diferencia entre yo y ellos, pero me reprendieron que eso es presunción insoportable y monstruoso orgullo, desafío a Dios, y aquí voy blasfema, herética, temeraria, amordazada para que no se me oigan las temeridades, las herejías y las blasfemias, condenada a ser azotada en público y a ocho años deportada en el reino de Angola, y habiendo oído las sentencias, las mías y las de quienes conmigo van en esta procesión, no oí que se hablase de mi hija, es su nombre Blimunda, dónde estará, dónde estás, Blimunda, si no fuiste presa después de mí, aquí has de venir a saber de tu madre, y yo te veré si en medio de esa multitud estás, que sólo para verte quiero ahora estos ojos, la boca me amordazaron, no los ojos, ojos que no te verán, corazón que siente y sintió, oh corazón mío, me salta en el pecho si Blimunda ahí está, entre esa gente que me escupe y me tira cascas de sandía e inmundicias, ay qué engañados están, sólo yo sé que todos podrían ser santos, si así lo quisieran y no puedo gritárselo, al fin el pecho me da la señal, gimió profundamente el corazón, voy a ver a Blimunda, voy a verla, ahí, allí está, Blimunda, Blimunda, Blimunda, hija mía, y ya me ha visto, y no puede hablar, tiene que fingir que no me conoce o me desprecia, madre bruja y marrana aunque sólo un cuarto, ya me vio y a su lado está el padre Bartolomeu Lourenço, no hables, Blimunda, mira sólo, mira con esos tus ojos que todo son capaces de ver, y aquel hombre quién será, tan alto, que está cerca de Blimunda y no sabe, ay, no sabe, quién es él, de dónde viene, qué va a ser de ellos, poder mío, por las ropas soldado, por el rostro castigado, por la mano cortada, adiós, Blimunda, que no te veré más, y Blimunda le dijo al cura, Ahí va mi madre, y luego, volviéndose hacia el hombre alto que estaba junto a ella, preguntó, Cuál es su gracia, y el hombre dijo, naturalmente, reconociendo así el derecho de esta mujer a hacerle preguntas, Baltasar Mateus, también me llaman Sietesoles.

Pasó ya Sebastiana María de Jesús, pasaron todos los demás, dio vuelta entera la procesión, fueron azotados quienes este castigo tuvieron por sentencia, quemadas las dos mujeres, una agarrotada, primero por haber declarado que quería morir en la fe cristiana, la otra asada viva por contumacia hasta en la hora de morir, ante las hogueras se armó un baile, danzan hombres y mujeres, el rey se ha retirado, vio, comió y anduvo, con él los infantes, se recogió en palacio en su coche tirado por seis caballos, guardado por su guardia, la tarde va bajando con rapidez pero el calor sofoca aún, sol de garrote, sobre el Rossío caen las grandes sombras del convento del Carmen, bajan a las mujeres muertas sobre los tizones para que se acaben de consumir, y cuando sea ya noche, serán esparcidas sus cenizas, ni el Juicio Final las sabrá juntar, y la gente volverá a su casa, rehechos todos en su fe, llevando pegada a la suela de los zapatos alguna motita fuliginosa, pegajosa polvareda de carnes negras, sangre quizás aún viscosa si en las brasas no se ha evaporado. El domingo es el día del Señor, verdad trivial ésta, porque de Él son todos los días, y a nosotros nos vienen consumiendo los días si en nombre del mismo Señor no nos consumen más de prisa las llamas, con duplicada violencia, que es la de quemarme cuando por mi razón y voluntad recusé a dicho Señor huesos y carne, y el espíritu que me sustenta el cuerpo, hijo de mí y de mí, cópula directa de mí conmigo mismo, infuso del mundo sobre el rostro escondido, igual al mostrado y por eso ignorado. No obstante, es preciso morir.

Frías habrán parecido, a quien cerca estuviese, las palabras dichas por Blimunda, Ahí va mi madre, ni suspiros ni lágrimas ni siquiera el rostro compasivo, que aun así no faltan éstos en el pueblo, pese a tanto odio, a tanto insulto y escarnio, y esta que es hija, y amada como se vio por el modo como la miraba la madre, no tuvo más que decir sino, Ahí va, y luego se volvió hacia un hombre a quien nunca había visto, y le preguntó, Cuál es su gracia, como si contara más saberlo que el tormento de los azotes después del tormento de la cárcel y de los malos tratos, y que la cierta certeza de ir Sebastiana María de Jesús, ni el nombre la ha salvado, desterrada a Angola, para quedarse allí, quién sabe si consolada espiritual y corporalmente por el padre Antonio Teixeira de Sousa, que mucha práctica lleva de aquí, y menos mal, para que el mundo no sea tan desgraciado e incluso cuando ya se tiene garantizada la condena por toda la eternidad. Pero, ahora, en su casa, lloran los ojos de Blimunda como dos fuentes de agua, si vuelve a ver a su madre será en el embarque, pero de lejos, más fácil es que un capitán inglés dé suelta a un rebaño de mujeres de mala vida que el que una hija bese a su madre condenada, acercar una mejilla a otra mejilla, la piel suave, la piel floja, tan cerca, tan distante, dónde estamos, quiénes somos, y el padre Bartolomeu Lourenço dice, Nada somos ante los designios del Señor, si Él sabe quién somos, confórmate, Blimunda, dejemos a Dios el campo de Dios, no atravesemos sus fronteras, adorémoslo desde este lado de acá, y hagamos nuestro campo, el campo de los hombres, que estando hecho ha de querer Dios visitarnos, y entonces sí será el mundo creado. Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto claros cenicientos, o verdes, o azules, que con la luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque le dijeran que viniese, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soldados en las murallas del castillo, si fuera otra la ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para los ojos de Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día en que desembarcó en Lisboa.

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