José Saramago - Memorial Del Convento
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Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en la lar, puso sobre la trébede una cacerola de sopas y cuando hirvió, echó una parte en dos cuencos hondos que sirvió a los hombres, todo esto lo hizo sin hablar, no había vuelto a abrir la boca desde que preguntó, cuántas horas hace, Cuál es su gracia, pese a que el cura fue el primero en acabar de comer, esperó a que Baltasar terminase para servirse de la cuchara de él, era como si, callada estuviese respondiendo a otra pregunta, Aceptas para tu boca la cuchara de que se ha servido la boca de este hombre, haciendo suyo lo que era tuyo, volviendo ahora a ser tuyo lo que fue de él, y eso tantas veces hasta que se pierda el sentido de lo tuyo y lo mío, y como Blimunda ya había dicho que sí antes de ser preguntada, Entonces, os declaro casados. El padre Bartolomeu Lourenço esperó a que Blimunda acabara de comer las sopas que quedaron, le echó la bendición, cubriendo con ella persona, comida y cuchara, el regazo, la lumbre, la candela, la estera del suelo, el muñón de Baltasar. Luego, se fue.
Durante una hora se quedaron los dos sentados, sin hablar. Sólo una vez se levantó Baltasar para echar leña al fuego que iba decayendo, y una vez espabiló Blimunda la candela que estaba agonizando la luz, y entonces, siendo tanta la claridad, ya pudo Sietesoles decir, Por qué me preguntaste el nombre, y Blimunda respondió, Porque mi madre lo quiso saber y quería que yo lo supiera, Cómo lo sabes, si con ella no pudiste hablar, Sé que sé, no sé cómo sé, no hagas preguntas a las que no puedo responder, haz como hiciste, viniste y no preguntaste por qué, Y ahora, Si no tienes dónde vivir mejor, quédate aquí, He de ir a Mafra, tengo allá familia, Mujer, Padres, y una hermana, Quédate mientras no vayas, siempre tendrás tiempo de partir, Por qué quieres que me quede, Porque es preciso, No es razón que me convenza, Si no quieres quedarte, vete, no te puedo obligar, No tengo fuerzas que me lleven de aquí, me has echado un hechizo en el cuerpo, No eché tal, no dije una palabra, no te toqué, Me miraste por dentro, juro que nunca te miraré por dentro, Juras que no lo harás y ya lo has hecho, No sabes de qué hablas, no te miré por dentro, Si me quedo, dónde duermo, Conmigo.
Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero entonces su edad era otra. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego el silencio. No corrió más sangre.
Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.
Llevarse este pan a la boca es gesto fácil, excelente de hacer si el hambre lo reclama, por lo tanto alimento del cuerpo, beneficio del labrador, probablemente mayor beneficio de algunos que entre la hoz y los dientes supieron meter manos de llevar y traer y bolsas de guardar, y ésta es su regla. No hay en Portugal trigo que baste al perpetuo apetito que los portugueses tienen de pan, parece que no sepan comer otra cosa, por eso los extranjeros que aquí viven, doloridos de nuestras necesidades, que en mayor volumen fructifican que simientes de calabaza, mandan venir, de sus propias y de otras tierras, flotas de cien navíos cargados de cereal, como estos que vienen ahora Tajo adentro, salvando la Torre de Belem y mostrando al gobernador de ella los papeles al uso, y esta vez son más de treinta mil medidas de pan que vienen de Irlanda, y es la abundancia tal, hambre convertida al fin en hartura, y bien está mientras en hambre no se torne, que, hallándose llenos los tinglados del muelle e incluso almacenes particulares, andan por ahí alquilando silos a cualquier precio, y ponen escritos en las puertas de la ciudad para que conste a las personas que los tuvieron por alquilar, conque de esta vez van a tirarse de los pelos los que mandaron venir el trigo, obligados por el exceso a bajar precios, tanto más cuanto que se habla ya de la llegada inmediata de una flota de Holanda cargada del mismo género, pero de ésta se sabrá más tarde que la asaltó una escuadra francesa casi a la entrada de la barra, y así el precio, que iba a bajar, no baja, que si es preciso se prende fuego a un silo o a dos, mandando en seguida pregonar la falta que el trigo que ardió nos está haciendo cuando creíamos que había tanto y de sobra. Son misterios mercantiles que los de fuera enseñan y los de dentro van aprendiendo, aunque éstos sean normalmente tan estúpidos, hablamos de los mercaderes, que nunca mandan venir ellos mismos las mercancías de las otras naciones, y se contentan con comprarlas aquí a los extranjeros, que se forran con nuestra simplicidad y forran con ella los cofres, comprando a precios que ni sabemos y vendiendo a otros que sabemos demasiado, porque los pagamos con lengua de a palmo y la vida palmo a palmo.
Pero, habitando la risa tan cerca de la lágrima, el desahogo tan próximo al ansia, el alivio tan vecino del susto, pasando así la vida de las personas y de las naciones, cuenta João Elvas a Baltasar Sietesoles el hermoso paso bélico de haberse armado la marina de Lisboa, de Belem a Xabregas, por espacio de dos días y dos noches, al tiempo que en tierra tomaban posiciones de combate los tercios y la caballería, porque corrió la voz de que venía una armada francesa a conquistarnos, hipótesis ante la que cualquier hidalgo, o un plebeyo cualquiera, sería aquí otro Duarte Pacheco Pereira * , y Lisboa una nueva plaza de Diu, y al fin la armada invasora resultó una flota de bacalao, que buena falta estaba haciendo, como no tardó en verse por el apetito. Mustios acogieron los ministros la noticia, risueños soltaron las armas los soldados, y más altas y estrepitosas fueron aún las carcajadas del vulgo, vengándose así de no pocas vejaciones. Al fin, peor que la vergüenza de esperar al francés y ver llegar el bacalao, sería si contáramos con el bacalao y entrara el francés.
Sietesoles concuerda, pero se imagina en la piel de los soldados que esperaban la batalla, sabe cómo late entonces el corazón, qué va a ser de mí, estaré vivo dentro de poco, se aterra un hombre por la posible muerte y vienen luego a decirle que están descargando fardos de bacalao en la Riveira Nova, si los franceses se enteran del equívoco se reirán todavía más de nosotros. Está Baltasar a punto de sentir de nuevo añoranza de guerra pero se acuerda de Blimunda e intenta averiguar de qué color son los ojos de ella, es una guerra en la que anda con su propia memoria, que tanto le recuerda un color como otro, ni sus propios ojos consiguen decidir qué color de ojos están viendo cuando los tienen delante. Se olvidó así de la añoranza que iba a sentir, y responde a João Elvas, Debía de haber un modo cierto de saber quién viene y qué trae o quiere, que lo saben las gaviotas que se posan en los mástiles, y nosotros, a quienes más importa, no lo sabemos, y el soldado viejo dijo, Las gaviotas tienen alas, también las tienen los ángeles, pero las gaviotas no hablan, y de ángeles, nunca vi ninguno.
Atravesaba el Terreiro do Paço el padre Bartolomeu Lourenço, que venía de palacio, adonde había ido por instancia de Sietesoles, deseoso de que se enterara de si habría o no pensión de guerra, si es que tanto vale una simple mano izquierda, y cuando João Elvas, que de la vida de Baltasar no sabía todo, vio aproximarse al cura, dijo continuando la conversa, Ese que ahí va es el padre Bartolomeu Lourenço * a quien llaman el Volador, pero al Volador no le crecieron bastante las alas, y así no podemos ir a espiar las flotas que vienen y las intenciones o negocios que traen. No puede Sietesoles responder porque el cura, sin acercarse demasiado, le hizo señal para que se aproximase, así queda João Elvas estupefacto al ver a su amigo envuelto en efluvios del Palacio y de la Iglesia, y pensando ya si de esto podría sacar ventaja un soldado vagabundo. Y para que, entre tanto, algo fuera adelantándose ya, tendió la mano pidiendo limosna, primero a un hidalgo, que se la dio sin más, y luego, por distracción, a un fraile mendicante que pasaba exhibiendo una imagen ofreciéndola a los ósculos devotos, por lo que João Elvas acabó por dejar lo que había recibido, Mal rayo me parta, será pecado maldecir, pero alivia mucho.
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