José Saramago - Memorial Del Convento
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Don Juan V está en una sala del torreón, cara al río. Mandó salir a los gentileshombres, a los secretarios, a los frailes, a una cantante de comedia, no quiere ver a nadie. Tiene dibujado en la cara el miedo a morir, vergüenza suprema en monarca tan poderoso. Pero ese miedo a morir no es el de que un día el cuerpo se abata y se le vaya el alma, y sí el de que no estén abiertos y relucientes sus propios ojos cuando, consagradas, se alcen las torres y la cúpula de Mafra, es el de que no sean ya sensibles y sonoros sus propios oídos cuando suenen gloriosamente los carillones y las músicas, es el no poder palpar con sus manos los ricos paramentos y los paños de fiesta, es el de que no llegue a oler su nariz el incienso de los turíbulos de plata, es el de ser sólo el rey que mandó hacer y no el que lo ve hecho. Va allá un barco, quién sabe si llegará a puerto, Pasa una nube por el cielo, puede que la veamos en lluvia derramada, Bajo aquellas aguas nada el cardumen al encuentro de las redes. Vanidad de vanidades, dijo Salomón, y Don Juan V repite, Todo es vanidad, vanidad es desear, tener es vanidad.
Pero la victoria sobre la vanidad no es la modestia, y menos aún la humildad, es más bien su exceso. De esta meditación y agonía no salió el rey para vestir sayal de la penitencia y renuncia, sino para hacer volver a los gentileshombres, a los secretarios y a los frailes, la cantante vendría más tarde, para preguntarles si era verdad, según creía saber, que la consagración de las basílicas debe hacerse los domingos, y ellos respondieron que sí, de acuerdo con el Ritual, y entonces el rey mandó que miraran cuándo caería en domingo el día de su cumpleaños, veintidós de octubre, los secretarios, tras cuidadosa comprobación del calendario, respondieron que tal coincidencia se daría dentro de dos años, en mil setecientos treinta, Pues en ese día quiero que se haga la consagración de la basílica de Mafra, así lo quiero, ordeno y determino, y cuando esto oyeron, los gentileshombres de cámara besaron la mano de su señor, ya me diréis qué es mejor, si ser del mundo rey, o de esta gente.
Echaron reverentemente en aquel entusiasmo un jarro de agua fría João Frederico Ludovice y el doctor Leandro de Melo, llamados a toda prisa de Mafra, adonde el primero había ido y el segundo estaba, quienes con la memoria fresca de lo que allí veían, dijeron que el estado de la obra no permitía tan feliz previsión, tanto en lo referente al convento, cuyo segundo cuerpo se iba levantando lentamente de paredes, como a la iglesia, por su naturaleza de delicada construcción, una conjunción de piedras que no podía realizarse a la ligera, vuestra majestad lo sabe mejor que nadie, cuando tan armoniosamente concilia y equilibra las partes que forman la nación. Se cargó el ceño de Juan V, porque la forzada lisonja en nada le había aliviado, y cuando iba a abrir la boca para responder desabrido, prefirió llamar otra vez a los secretarios y preguntarles en qué fecha volvería a caer en domingo el día de su cumpleaños, pasada la de mil setecientos treinta, que, por lo visto, era plazo que no bastaba. Trabajaron los secretarios afanosamente en sus aritméticas, y con alguna duda respondieron que el acontecimiento se repetiría diez años después, en mil setecientos cuarenta.
Estaban allí ocho o diez personas, entre rey, Ludovice, Leandro, secretarios e hidalgos de semana, y todos asintieron gravemente con la cabeza, como si Halley en persona acabara de explicarles la periodicidad de los cometas, las cosas que son capaces de descubrir los hombres. Pero, Don Juan V tuvo un negro pensamiento, se le vio en la cara, e hizo cuentas rápidas, mentalmente, con ayuda de los dedos, En mil setecientos cuarenta tendré cincuenta y un años, y añadió lúgubre, Si estoy vivo. Y durante unos terribles minutos volvió a subir este rey al Monte de los Olivos, y agonizó allí con el miedo a la muerte y el pavor del robo que le harían, ampliado ahora con un sentimiento de envidia, imaginar a su hijo ya rey, con la reina nueva que va a venir de España, gozando ambos de las delicias de inaugurar y ver consagrar Mafra, mientras él va a estar pudriéndose en San Vicente de Fora, junto al pequeño infante Don Pedro, muerto, tan niño aún, a causa del brutal destete. Estaban los circunstantes mirando al rey, Ludovice con cierta curiosidad científica, Leandro de Melo indignado contra la severidad de la ley del tiempo que ni a las majestades respeta, los secretarios dudando si habrían acertado en los bisiestos, los camaristas evaluando sus propias posibilidades de supervivencia. Todos esperaban. Y entonces Don Juan V dijo, La consagración de la basílica de Mafra se hará el veintidós de octubre de mil setecientos treinta, me da igual que falte o que sobre tiempo, haga sol o llueva a cántaros, caiga nieve o sople el viento, aunque se inunde el mundo o le dé un tembleque.
Dejando aparte las expresiones enfáticas, esta misma orden ya la había dado antes, y no parece más que una declaración solemne para la historia como aquélla, tan conocida, Padre, en tus manos entrego mi espíritu, o sea que Dios no es manco, no señor, por ahí anduvo el padre Bartolomeu Lourenço en domésticos sacrilegios, apartando a Baltasar Sietesoles del camino recto, cuando bastaría con preguntarle al Hijo, que tiene la obligación de saber cuántas manos tiene el Padre, pero, a lo que Don Juan V dijo ya, deberá añadirse ahora lo que resulta de saber nosotros cuántas manos tienen los hijos súbditos y para qué sirven ellos y ellas, Ordeno a todos los corregidores del reino se mande que reúnan y envíen a Mafra cuantos operarios se encuentren en sus jurisdicciones, sean ellos carpinteros, albañiles o peones, retirándolos, aunque sea mediante violencia, de sus menesteres, y que bajo ningún pretexto los dejen quedar, no valiendo para ello consideraciones de familia, dependencia o anterior obligación, porque nada está por encima de la voluntad real, salvo la voluntad divina, y a ésta nadie podrá invocar, que lo hará en vano, porque precisamente para servicio de ella se ordena esta providencia, he dicho. Ludovice movió la cabeza gravemente, como quien acaba de comprobar la regularidad de una reacción química, los secretarios escrituraron velocísimas notas, los gentileshombres de cámara se miraron y sonrieron, esto es un rey, el doctor Leandro de Melo estaba a salvo de esta nueva obligación porque en su comarca ya no había quien trabajara en oficios que no sirvieran al convento por vía directa o indirecta.
Fueron las órdenes, vinieron los hombres por su voluntad algunos, atraídos por la promesa de un buen salario, otros por gusto de la aventura, por desprendimiento de afectos también, a la fuerza casi todos. Se pregonaba la orden en las plazas, y, siendo escaso el número de voluntarios, iba el corregidor por las calles, acompañado por los cuadrilleros, entraba en las casas, empujaba las cancelas de los huertos, salía al campo a ver dónde se ocultaban los relapsos, al cabo del día juntaba diez, veinte, treinta hombres, y cuando eran más que los carceleros, los ataban con cuerdas, variando el modo, presos por la cinturas unos a otros, o con una improvisada cogotera, o atados por los tobillos, como lazarinos o esclavos. En todos los lugares se repetía la escena, Por orden de su majestad vais a trabajar en las obras del convento de Mafra, y si el corregidor era hombre de celo, era igual que estuviera el requisado en la fuerza de la vida o que ya no pudiera con los calzones, o que fuese aún un niño. Se negaba el hombre primero, intentaba escapar, alegaba pretextos, la mujer fuera de cuentas, la madre vieja, una camada de hijos pequeños, la pared a medio alzar, el arca por reforzar, la barbechera, y si empezaba a explicar sus razones, no acababa, le echaban la mano encima los cuadrilleros, lo golpeaban si se resistía, muchos iniciaban la marcha sangrando.
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