José Saramago - Memorial Del Convento

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Podían quedarse hablando el resto del día, pero Don Juan V, que en general no admite resistencias a su arbitrio, cayó en melancolía al ver, en la imaginación, el mortuorio cortejo de sus descendientes hijo, nieto, bisnieto, tataranieto, muriendo todos sin ver la obra acabada, para eso no vale la pena empezarla. João Frederico Ludovice disimula su contento, ha entendido que no habrá ya San Pedro de Lisboa, bastante trabajo tiene con la capilla mayor de la catedral de Évora y las obras de San Vicente de Fora, que son cosas a escala portuguesa, todo se queda en su según. Están en una pausa, el rey no habla, el arquitecto tampoco, así se desvanecen en el aire los grandes sueños, y nunca llegaríamos a saber que Don Juan V quiso un día construir San Pedro de Roma en el Parque Eduardo VII, de no ser por la incontinencia de Ludovice, que lo dijo a su hijo, y éste en secreto lo transmitió a una monja amiga, de quien era visita, que a su vez se lo dijo al confesor, que se lo dijo al general de la orden, que se lo dijo al patriarca, que fue a preguntarle al rey, que le respondió que si alguien volvía a hablarle del asunto incurriría en su cólera, y así ocurrió, todos se callaron, y si hoy sale a luz el proyecto es porque la verdad camina siempre en la historia por su propio pie, no hay más que darle tiempo, y un día aparece y declara, Aquí estoy, no tenemos más remedio que creer en ella, viene desnuda y sale del pozo como la música de Domenico Scarlatti, que aún vive en Lisboa.

En fin, el rey se da una palmada en la cabeza, le resplandece la frente, le rodea el nimbo de la inspiración, Y si aumentáramos el convento de Mafra hasta dar cabida a doscientos frailes, y quien dice doscientos dice quinientos, dice mil, estoy convencido de que sería algo no menor en grandeza que la basílica que no puede haber. El arquitecto ponderó, Mil frailes, quinientos frailes, es mucho fraile, majestad, acabaríamos por hacer una iglesia tan grande como la de Roma para que cupieran todos, Entonces, cuántos, Digamos trescientos, e incluso así ya va a ser pequeña para ellos la basílica que proyecté y está siendo construida, muy lentamente, si se me permite la observación, Sean trescientos, no se discuta más, ésta es mi voluntad, Así se hará, dando vuestra majestad las órdenes necesarias.

Fueron dadas. Pero primero se reunieron, otro día, el rey y el provincial de los franciscanos de la Arrábida, el almojarife y nuevamente el arquitecto. Ludovice llevó sus planos, los tendió sobre la mesa, explicó la planta, Aquí está la iglesia, hacia el norte y el sur estas galerías y estos torreones son el palacio real, por la parte de atrás quedan las dependencias del convento, ahora bien, para satisfacer las órdenes de su majestad, tendremos que construir, más atrás aún, otros cuerpos, hay aquí un monte de piedra compacta que va a haber que minar y allanar, con lo que nos costó ya morderle la falda para hacer la explanación. Al oír que quería el rey ampliar el convento para tan gran número de frailes, de ochenta a trescientos, imagínense, el provincial, que había ido allí sin saber de la novedad, se derrumbó en el suelo dramáticamente, besó con exuberancia las manos de su majestad, y declaró al fin con voz estrangulada, Señor, podéis estar seguro de que en este mismo momento está Dios mandando preparar nuevos y más suntuosos aposentos en su paraíso para premiar a quien en la tierra lo engrandece y loa en piedras vivas, estad seguro de que por cada nuevo ladrillo que sea colocado en el convento de Mafra, será dicha en vuestra intención una plegaria, no por la salvación de vuestra alma, que está ya garantizadísima por las obras, pero sí como flores de la corona con que habéis de presentaros ante el supremo juez, quiera Dios que de aquí a muchos años, para que no mengüe la felicidad de vuestros súbditos y perdure la gratitud de la Iglesia y de la orden a la que sirvo y represento. Don Juan V se levantó de su sitial, besó la mano del provincial, humillando el poder de la tierra ante el poder del cielo, y cuando volvió a sentarse se le repitió el halo en torno de la cabeza, este rey, si no anda con cuidado, va a acabar santo. El almojarife seca sus ojos húmedos de copiosas lágrimas, Ludovice conserva la punta del dedo índice de la mano derecha sobre el lugar del plano que representa aquel monte que tanto va a costar arrasar, el provincial alza los ojos al techo, que se supone representa aquí el empíreo, y el rey los va mirando sucesivamente a los tres, grande, pío, fidelísimo que ha de ser, no todos los días se ordena la ampliación de un convento de ochenta frailes a trescientos, el mal y el bien a la cara vienen, dice el pueblo, en este caso de hoy, vino lo mejor.

Se retiró repitiendo reverencias João Frederico Ludovice para ir a modificar los planos, se recogió el provincial a la provincia para ordenar los actos congratulatorios adecuados y dar la buena nueva, se quedó el rey, que está en su casa, esperando ahora a que regrese el almojarife que ha ido a por los libros de contabilidad y cuando vuelve, le pregunta, después de colocados sobre la mesa los enormes infolios, Hablemos ahora de cómo estamos de debe y haber. El contador se lleva la mano a la barbilla pareciendo que va a entrar en meditación profunda, abre uno de los libros como para mostrar un registro decisivo, pero enmienda ambos movimientos y se contenta con decir, Sepa vuestra majestad que haber, habemos cada vez menos, y deber, debemos cada vez más, Ya me dijiste lo mismo el mes pasado, Y el otro mes, y el año pasado, a este paso, majestad, vamos a ver el fondo del saco, Está lejos de aquí el fondo de nuestros sacos, uno en el Brasil, otro en la India, cuando se agoten lo sabremos con un retraso tan grande que podremos decir, éramos pobres y no lo sabíamos, Si su majestad me perdona la osadía, me atrevería a decir que somos pobres y lo sabemos, Pero, gracias sean dadas a Dios, el dinero no nos falta, Pues no, y mi experiencia contable me recuerda todos los días que el peor pobre es aquel a quien no falta el dinero, eso es lo que pasa en Portugal, que es un saco sin fondo, le entra el dinero por la boca y le sale por el culo, con perdón de vuestra majestad, Ja, ja, ja, se río el rey, eso tiene mucha gracia, sí señor, quieres decir que la mierda es dinero, No, majestad, es el dinero lo que es mierda, y estoy en muy buena posición para saberlo, en cuclillas, que es como siempre debe estar quien hace cuentas del dinero de los otros. Este diálogo es falso, apócrifo, calumnioso, y también profundamente inmoral, no respeta al trono ni al altar, pone al rey y a un tesorero hablando como arrieros en taberna, sólo faltaba que les inflamaran ardores de maritornes, sería el colmo, pero esto que se ha leído es sólo la traducción moderna del portugués de siempre, y luego dijo el rey, A partir de hoy, te doblo el sueldo para que no te cueste tanto hacer fuerza, Beso las manos de su majestad, respondió el contador.

Aun antes de terminar João Frederico Ludovice los planos del convento ampliado, galopó un correo real a Mafra con órdenes imperiosas de que, inmediatamente, se empezara a allanar el monte, ganándose así algún tiempo. Se apeó el correo a la puerta de la veeduría general, más la escolta, se sacudió el polvo, subió por la escalera, entró en el salón, El doctor Leandro de Melo, éste era el nombre del veedor, Yo soy, le dijo el tal señor, Traigo cartas urgentes de su majestad, aquí están, y páseme vuesa merced recibo y quitanza, que vuelvo inmediatamente a la corte, no tarde. Así se hizo, se fueron el correo y la escolta, ahora al paso, y el veedor abrió las órdenes, después de haber besado reverentemente el sello, pero, cuando acabó de leerlas, se quedó pálido, tanto que el subveedor creyó que allí venía la destitución de su cargo, cosa que quizá podría beneficiar a su carrera, pero pronto se desengañó, el doctor Leandro de Melo se levantaba ya y decía, Vamos a la obra, vamos a la obra, y en pocos minutos se reunieron el tesorero, el maestro de los carpinteros, el de los albañiles, el de los canteros, el carrero mayor, el ingeniero de las minas, el capitán de la tropa, todos cuantos en Mafra tenían vara de mando y estando reunidos les habló el veedor general, Señores, su majestad ha determinado, en su piedad y amplia sabiduría, que se aumente la capacidad del convento a trescientos monjes, y que de inmediato empiecen las obras de explanación del monte situado a levante, por ser ahí donde se erigirá el nuevo cuerpo de la construcción, de acuerdo con medidas aproximadas que vienen en estas cartas, y como las órdenes de su majestad hay que cumplirlas, vamos todos a la obra a ver cómo hay que poner mano a la empresa. Dijo el tesorero que para pagar los gastos consiguientes no precisaba tasar el monte, dijo el maestro de los carpinteros que su oficio era la madera y la aserradura, dijo el maestro de los albañiles que lo llamaran cuando se tratara de levantar paredes y asentar pavimentos, dijo el de los canteros que él sólo trabajaba con piedra arrancada, no por arrancar, dijo el carrero mayor que los bueyes y las mulas irían allí si eran precisos, y estas respuestas, que parecen de gente insumisa, son de gente sensata, de qué serviría que fuera todo el personal al monte cuando bien sabía lo que iba a costar aquello. Dio el veedor por buenas las explicaciones, y al fin salió llevando consigo al ingeniero de las minas, que era el que cargaba con la mayor responsabilidad, y al capitán de la tropa, por ser el desmonte principalmente tarea de soldados.

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