José Saramago - Memorial Del Convento

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Era así en los cuentos antiguos, se decía una palabra secreta y ante la gruta maravillosa se alzaba un bosque de robles, impenetrable para quien no supiese la otra palabra mágica, aquella que pondría en lugar del bosque un río, y en el río una barca con sus remos. En este lugar también fueron dichas las palabras, Si tengo que morir en una hoguera, que sea al menos ésta, les dijo, loco, el padre Bartolomeu Lourenço, quizá sean estos zarzales el bosque de robles, este brezo florido los remos y el río, será barca esta ave herida, qué palabra se dirá que dé sentido a esto. Le quitaron la albarda al burro, le puso Baltasar una traba en las patas de delante, para que no se alejara demasiado, y ahora que coma lo que quiera, si alguna elección hay en lo que es simplemente posible, y, entre tanto, fue Baltasar abriendo camino entre las zarzas que protegían la máquina, es un trabajo que tiene que hacer siempre que allí va, porque, apenas vuelve la espalda, avanzan los brotes, los zarcillos, mucho trabajo cuesta mantener aquí un paso, un túnel por dentro y alrededor, sin él cómo se iban a restaurar los entramados de mimbre, cómo se ampararían las alas que el tiempo aflojó, la erecta cabeza caída, la sustentación de la cola, hay que afinar los timones, es verdad que estamos, nosotros y la máquina, caídos en el suelo, pero preparados. Trabajó Baltasar mucho tiempo, hiriéndose la mano en los espinos, y cuando el acceso estuvo fácil, llamó a Blimunda, incluso así tuvo ella que avanzar arrastrándose sobre las rodillas, llegó al fin, estaban inmersos en una sombra verde, translúcida, tal vez por las ramas jóvenes que pasaban por encima de la vela negra sin esconderla, tiernas hojas que aún dejaban pasar la luz, y sobre esta cúpula, otra de silencio, y sobre el silencio, una bóveda de luz azul, vista a trozos, a desgarrones, confidencias. Subiendo por el ala que se apoyaba en el suelo, se llegaba al convés de la máquina. Allí estaban el sol y la luna, grabados en una tabla, ninguna otra señal se les había unido, era como si no hubiera nadie más en este mundo. En algunos lugares el piso se había podrido, otra vez tendría Baltasar que traer unas tablas de la obra del convento, desechos de los andamios, de nada valdría cuidar las laminillas de hierro y del cesto exterior si bajo los pies se deshacían las maderas. Lucían mortecinas las bolas de ámbar bajo la sombra de la vela, como ojos que no pudieran cerrarse o que resistieran al sueño para no perderse la hora de la partida. Pero hay en todo esto un aire de abandono, las hojas muertas oscurecen el agua que se estancó y aún aguanta los primeros calores, si no fuese por la constancia de Baltasar, encontraríamos aquí una triste ruina, los huesos de un pájaro muerto.

Sólo las esferas, fabricadas de materia misteriosa, brillan como en el primer día, foscas pero luminosas, nítidas las nervaduras, preciosos los encajes, no se creería que llevan aquí cuatro años. Blimunda se acercó a una, le puso la mano encima, no estaba caliente, no estaba fría, fue como si hubiera juntado las dos manos, no siente frío, no siente calor, sólo que ambas están vivas, Aún viven las voluntades aquí dentro, no han salido si veo enteras las esferas, incorrupto el metal, pobrecillas, encerradas desde hace tanto tiempo, esperando qué. Baltasar ya estaba trabajando abajo, oyó una parte cualquiera de la pregunta, o la adivinó, Si las voluntades salieran de las esferas, la máquina no serviría para nada, ni valdría la pena volver aquí, y Blimunda dijo, Mañana lo sabré.

Trabajaron los dos hasta que el sol se puso. Con ramas de brezo Blimunda hizo una escoba para barrer las hojas y los detritus, luego ayudó a Baltasar a sustituir los mimbres partidos, a untar con sebo las laminillas. Cosió, su trabajo de mujer, la lona que se rompía por dos lados, como Baltasar había hecho otras veces su trabajo de soldado, y ahora remataba cubriendo de pez la superficie restaurada. Cayó la noche entre tanto. Baltasar fue a liberar al burro de las trabas para que el pobre no anduviera por allí tan incómodo, y lo ató cerca de la máquina, de paso daría señal si se acercaba una alimaña. Ya antes había inspeccionado el interior de la passarola, bajando por una abertura del convés, escotilla de esta nave aérea, o aeronave, nombre que fácilmente podrá formarse en el futuro cuando sea preciso. No había señal de vida, ni una culebra, ni la simple lagartija que en todo lo oculto corre, de arañas ni un hilo de tela, qué moscas iba a haber allí. Era como el interior de un huevo, la cáscara, el silencio que allí hay. Allí se acostaron, en un lecho de hojas, sirviéndoles sus propias ropas de abrigo y de colchón, en profunda oscuridad se buscaron, desnudos, ansioso entró él en ella, ella lo recibió ansiosa, después, el ansia de ella, el ansia de él, al fin, los cuerpos encontrados, los movimientos, la voz que viene del ser profundo, aquel que no tiene voz, el grito nacido, prolongado, interrumpido, el sollozo seco, la lágrima inesperada, y la máquina estremeciéndose, vibrando, es posible que no esté ya en la tierra, se desgarró la cortina de zarzales y trepadoras, planeó en la alta noche, entre las nubes, Blimunda, Baltasar, pesa el cuerpo de él sobre el de ella, y ambos pesan sobre la tierra, al fin están aquí, fueron y vinieron.

Cuando apareció la primera luz del día filtrándose entre los mimbres, Blimunda, desviando los ojos de Baltasar, se levantó lentamente, desnuda como había dormido, y salió por la escotilla. La estremeció el aire frío de la mañana, la estremeció tal vez más la ya casi olvidada visión de un mundo hecho de transparencias sucesivas, tras la amurada de la máquina y la red de zarzas y trepadoras, la silueta irreal del asno, y a través de él matojos y árboles que parecían fluctuar, al fin, la más sólida espesura del monte próximo, si allí no estuviera, veríamos los peces del mar distante. Blimunda se aproximó a una de las esferas y miró. Allá dentro, circularmente, se movía una sombra, como un torbellino de viento visto a gran distancia. En la otra esfera había una sombra igual. Blimunda volvió a bajar por la escotilla, se hundió en la penumbra del huevo, buscó entre las ropas su pedazo de pan. Baltasar no se había despertado aún, tenía el brazo izquierdo medio oculto por el follaje, a la vista el hombre entero. Blimunda se quedó dormida otra vez. Era día claro cuando sintió que despertaba con el contacto instantáneo de Baltasar. Antes de abrir los ojos, dijo, Puedes venir, ya he comido el pan, y entonces Baltasar entró en ella sin miedo, porque ella no entraría en él, así fuera prometido. Cuando salieron del interior de la máquina, mientras se iban vistiendo, preguntó Baltasar, Has ido a ver las voluntades, Sí, respondió ella, Y están ahí, Están, A veces pienso que deberíamos abrir las esferas y dejarlas ir, Si las dejamos ir, será igual que si no hubiera ocurrido nada, sería como si no hubiéramos nacido, ni tú, ni yo, ni el padre Bartolomeu Lourenço, Siguen pareciendo nubes cerradas, Son nubes cerradas.

Mediada la mañana acabaron el trabajo. Más por haberla cuidado hombre y mujer que por haber sido dos los cuidadores, la máquina parecía renovada, tan despierta como en su primer vuelo. Tirando de los zarzales y enredándolos, Baltasar cerró el paso de entrada. A fin de cuentas, esto es un cuento de hadas. Ante la gruta hay un bosque de robles, si lo que vemos no es más bien un río sin barca ni remos. Sólo desde lo alto se vería el singular techo negro de la gruta, sólo una passarola que pasase por encima, pero la única que existe está derrumbada aquí, y las aves comunes, las que Dios hizo o mandó hacer, pasan y vuelven a pasar, miran y vuelven a mirar, y no lo entienden. Tampoco el burro sabe a lo que vino. Bestia alquilada, va a donde lo llevan, carga cuanto le pongan encima, todos los viajes son iguales para él, pero ojalá todos los de su vida fuesen como éste que la mayor parte del camino vino sin carga, con lirios en las orejas, algún día había de ser la primavera de los burros.

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