José Saramago - Memorial Del Convento
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Bajaron la sierra, tomaron por prudencia otros caminos, Lapaduços y Vale Benfeito, siempre bajando, y porque cuanta más gente hubiera menos se fijarían en ellos, ladearon Torres Vedras, luego hacia el sur, por la ribera de Pedrullos, si no hubiera tristeza ni miseria, si en todo lugar corriesen las aguas sobre las piedras, si cantasen aves, la vida podría ser siempre estar sentado en la hierba, coger una margarita y no arrancarle los pétalos por ser ya sabidas las respuestas o por ser éstas de tan poca importancia que descubrirlas no valdría la vida de una flor. Hay también otros simples y rústicos placeres, como lavarse Baltasar y Blimunda los pies en el agua, ella levantando la saya hasta la curva de la pierna, va a ser mejor que la baje, porque por cada ninfa que se baña, hay siempre un fauno al acecho, y éste está cerca y arremete. Blimunda huye del agua riendo, él la agarra por la cintura, caen ambos, cuál debajo, cuál encima, ni parecen personas de este siglo. El burro levanta la cabeza, aguzando las largas orejas, pero no ve lo que nosotros vemos, sólo una agitación entre las sombras, los árboles cenicientos, el mundo de cada uno es los ojos que tiene. Baltasar levanta a Blimunda en brazos, va a posarla en la albarda, arre burro, toque-toque. Es la hora del atardecer, no corre viento, ni brisa, ni un soplo mínimo, siente en la piel el suspiro del aire como otra piel, no se encuentra diferencia alguna entre Baltasar y el mundo, entre el mundo y Blimunda qué diferencia podría haber. Es de noche cuando llegan a Mafra. Arden hogueras en el alto de la Vela. Si las llamas se prolongan y se ensanchan se ven los muros de la basílica, irregulares, las hornacinas vacías, los andamios, los agujeros negros de las ventanas, más ruina que construcción nueva, siempre es así cuando se ausenta el trabajo de los hombres.
Fatigosos días, mal dormidas noches. En estos barracones reposan los obreros, pasan de veinte mil, acomodados en cubículos toscos, para muchos, no obstante, mejor cama que la que en sus casas no tienen, sólo la estera en el suelo, el dormir vestido, la capa por único agasajo, al menos en tiempo de fríos se calientan aquí los cuerpos unos a otros, peor es cuando viene el calor con rebaños de pulgas y de chinches chupando sangre, y también los piojos de cabeza, los otros del cuerpo, los pruritos torturadores. Y la comezón del sexo, el tragarse los humores, las descargas seminales del sueño, el vecino del camastro refocilándose, si no hay mujeres, qué vamos a hacer. Es cierto que hay mujeres, pero no llegan para todos. Los más afortunados son los de la primera leva, que pudieron juntarse con viudas y abandonadas, pero Mafra es pequeña, en poco tiempo no quedó mujer vacante, ahora la preocupación de los hombres es defender de tentaciones y asaltos su jardín, aunque sea de pocos o ningunos encantos. Algunas cuchilladas ha habido por razones de este tipo. En caso de muerte, viene el corregidor del crimen, vienen los cuadrilleros, si es preciso echa una mano la tropa, va el matador para la cárcel, caso en el que, de dos una, si el criminal fue el hombre de la mujer, en poco tiempo tiene sucesor, si de la mujer era el hombre muerto, en menos tiempo aún sucesor tiene.
Y los otros, qué hacen los otros. Éstos rondan por estas calles siempre cenagosas de las aguas perdidas, van a ciertos rincones donde las casas son también de tablas, tal vez construidas por previsión de la veeduría, que no ignora lo que son necesidades de hombre, tal vez por la usura de un contratista de burdeles, quien hizo la casa, la vendió, quien la compró, la alquiló, quien la alquiló, se alquiló, más afortunado fue el burro que Baltasar y Blimunda llevaron al monte, que le pusieron lirios en la cabeza, a estas mujeres nadie les lleva flores por detrás de sus postigos, sólo un sexo impaciente que a oscuras entró y salió, cuántas veces llevando consigo el principio de podredumbre, el gálico, y entonces gimen los pobres, tan desgraciados como las desgraciadas que los contaminaron, corre el pus por las piernas abajo en flujo sin fin, no es enfermedad que los cirujanos admitan en las enfermerías, el remedio, si lo hay, es aplicar en las partes un zumo de consuelda, que es planta milagrosa que da para todo y no cura nada. Aquí llegaron chicarrones que hoy, pasados tres o cuatro años, están podridos de pies a cabeza. Vinieron limpias mujeres que cuando acabaron de morir tuvieron que ser enterradas en lo más profundo porque se deshacían en pura purulencia y envenenaban el aire. Al día siguiente, la casa tiene nueva inquilina. El jergón es el mismo, los trapos ni siquiera han sido lavados, un hombre llama a la puerta y entra, no hay preguntas que hacer ni respuestas que dar, el precio es conocido, se afloja él los calzones, levanta ella las sayas, gimió él su goce, ella no precisa fingir, estamos entre gente seria.
Pasan de largo los frailes del hospicio, por apariencia de virtud, no tengamos lástima de éstos, que jamás se ha visto congregación tan conocedora de cómo se alternan y compensan mortificaciones y consuelos. Van con los ojos bajos, tintineando las camándulas, las del rosario que llevan a la cintura, las de la parte que ocultamente dan a besar a las penitentes, y si algún cilicio de crines les ciñe los riñones, o de púas en caso extravagante, podemos apostar que a ellos no les ciñen los riñones ciliciosamente, y léase esto con mucha atención para que no escape su entendimiento. Si no acuden a otras obras y obligaciones, van a asistir a las dolencias del hospital, a soplar y acercar el caldo, a encomendar a los moribundos, que días hay en que mueren dos o tres, sin que les valgan los santos de invocación de las enfermerías, a saber, San Cosme y San Damián patrones de los médicos, San Antonio, tan capaz de pegar huesos como de remendar botijas, San Francisco, por saber de estigmas, San José, por carpintear muletas, San Sebastián, que mucho resistió a la muerte, San Francisco Xavier, por ser entendido en medicinas orientales, Jesús María José, la sagrada familia, pero en todo apartada la ralea de las personas de distinción y de los oficiales militares, que ésos tienen enfermería aparte, y por esa desigualdad, sabiendo los frailes de dónde les viene el convento, se pueden evaluar las diferencias de trato y extremaunción. Tíreles la segunda piedra quien no cayó nunca en pecados afines, el mismo Cristo favoreció a Pedro y animó a Juan, y eran doce los apóstoles. Un día se averiguará que judas traicionó por celos y abandono.
En una hora de éstas murió João Francisco Sietesoles. Esperó a que el hijo bajara de la obra, primero entró Álvaro Diego, que tenía prisa por comer y volver al cobertizo de los albañiles, estaba migando pan en la sopa cuando entró Baltasar, Buenas noches, déme su bendición, padre, esta noche parecía igual a cualquier otra, sólo faltaba el más joven de la familia, que es siempre el último en aparecer, quizás anda ya zascandileando por las calles de mujeres, a escondidas, cómo se las arreglará para pagar si tiene que dar a su padre el jornal entero, sin quiebra de un real, y es Álvaro Diego quien justamente está preguntando, No ha llegado aún Gabriel, imagínense, hace tantos años que conocemos al mozo y hasta ahora no sabíamos su nombre, tuvo que esperar a hacerse hombre para que lo supiéramos, e Inés Antonia responde, encubridora, No tardará, es una noche como las otras, son las mismas palabras, y nadie repara en el espanto que apareció en la cara de João Francisco, sentado junto al fuego pese al calor que hace, ni Blimunda distraída con Baltasar que acaba de entrar, dio las buenas noches al padre y le pide la bendición sin ver siquiera si se la daba, cuando durante muchos años se es hijo se cae en estas desatenciones, y así fue, Déme su bendición, padre, y el viejo levanta lentamente la mano, la lentitud de quien para eso aún tiene fuerzas, fue su último gesto, no concluido, no rematado, cayó la mano junto a la otra, sobre las dobleces de la manta, y cuando al fin Baltasar se vuelve hacia el padre, va a recibir la bendición, lo ve apoyado en la pared, con las manos abiertas, la cabeza caída en el pecho, Está enfermo, es una pregunta inútil, qué sorpresa ahora si João Francisco respondiera, Estoy muerto, y ésta sería la mayor de las verdades. Se lloraron las lágrimas normales, Álvaro Diego no fue a trabajar, y cuando Gabriel entró en casa no tuvo más remedio que mostrarse triste, él que tan contento venía del paraíso, ojalá no le queme el infierno entre las piernas.
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