José Saramago - Memorial Del Convento
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Aquella noche contó Manuel Milho el final de la historia. Le había preguntado Sietesoles si los soldados del rey habían conseguido encontrar a la reina y al ermitaño, y él respondió, No los atraparon, recorrieron el reino de punta a punta, buscaron casa por casa, y no los encontraron, y tras decir esto, se calló. Preguntó José Pequeno, Bueno, y ésa es una historia para andarla contando toda una semana, y Manuel Milho respondió, El ermitaño dejó de ser ermitaño, la reina de ser reina, pero no se ha averiguado si el ermitaño llegó a hacerse hombre y si la reina llegó a hacerse mujer, para mí que no fueron capaces, si no, nos habríamos enterado, si un día pasa una cosa así no será sin que haya una gran señal, pero con éstos no, ya hace tantos años que ocurrió el caso que no pueden estar vivos ni el uno ni el otro, y con la muerte siempre se acaban las historias. Baltasar golpeó con el gancho de hierro una piedra suelta. José Pequeno se frotó la mandíbula, áspera de barba, y preguntó, Cómo se hace hombre un boyero, y Manuel Milho respondió, No lo sé. Sietesoles tiró el guijarro a la hoguera y dijo, Tal vez volando.
Durmieron aún otra noche en el camino. Entre Pêro Pinheiro y Mafra emplearon ocho días completos. Cuando entraron en la explanada fue como si llegaran de una guerra perdida, sucios, andrajosos, sin riquezas. Todos quedaron asombrados ante el tamaño desmedido de la piedra, Qué grande. Pero Baltasar murmuró, mirando la basílica, Qué pequeña.
Desde que la máquina voladora descendió en las laderas del Monte Junto, se contaban por seis, o quizá siete, las veces que Baltasar Sietesoles se puso en marcha para ver y remediar en lo posible los estragos que el tiempo iba causando, pese a la protección del bosque y de los brezos. Cuando vio que empezaban a oxidarse las planchas de hierro, llevó una cazuela con sebo y las untó cuidadosamente, renovando la operación cada vez que volvía por allí. También se había acostumbrado a cargar a cuestas un haz de mimbres, que cortaba en una tierra medio pantanosa que le quedaba de camino, y con ellos remendaba los fallos y desgarrones del trenzado, no siempre de causa natural, como cuando encontró dentro de la carcasa una camada de seis rapositos. Los mató como si fuesen conejos, dándoles con el gancho en lo alto de la cabeza, y luego los tiró lejos, unos aquí, otros allá, al azar. El padre y la madre encontrarían a los hijos muertos, olerían la sangre, lo más seguro es que nunca volvieran a aquel lugar. Durante la noche les oyó los chillidos. Le habían seguido el rastro. Cuando encontraron los cadáveres soltaron alaridos, pobrecillos, y, como no sabían contar, o, sabiendo, no tenían la seguridad de que estuvieran muertas todas las crías, se acercaron a lo que había sido refugio suyo y era máquina de volar ajena, aunque posada en tierra, prudentemente se fueron acercando, temerosos del olor del hombre, y, al fin, olfatearon otra vez la sangre derramada de su sangre y retrocedieron con el pelo erizado, roznando. No volvieron a aparecer. Sin embargo, el remate del caso podría haber sido diferente si en vez de raposos hubieran sido lobos. Y por pensarlo así, Sietesoles, desde aquel día, llevaba la espada, con el filo bastante comido de herrumbre, pero aún muy capaz de degollar lobos y lobas.
Iba siempre solo, solo está pensando que de nuevo irá, pero hoy Blimunda le dice, en tres años es la primera vez, Yo voy también, y él se sorprendió, Hay mucho que andar, te cansarás, Quiero conocer el camino por si alguna vez tengo que ir allá sin ti. Era una buena razón, aunque Baltasar no olvidara la probabilidad del lobo, Pase lo que pase, no irás nunca sola, los caminos son malos, el sitio es un desierto, aún lo recordarás, y no estás libre de que te ataque una alimaña, y Blimunda respondió, jamás hay que decir pase lo que pase, porque siempre pueden ocurrir primero cosas con las que no contábamos cuando dijimos pase lo que pase, Pues sí, te pareces a Manuel Milho hablando, Quién es ese Manuel Milho, Andaba conmigo en la obra, pero resolvió volverse a su tierra, dijo que prefería morir ahogado en una crecida del Tajo antes que quedar aplastado por una piedra de Mafra, porque al contrario de lo que se suele decir, la muerte no es toda igual, lo que es igual es estar muerto, y se iba para su tierra, donde las piedras son pequeñas y pocas y es dulce el agua.
No quiso Baltasar que hiciera Blimunda aquella caminata a pie, y alquiló un burro, y, hechas las despedidas, se pusieron en marcha dejando sin respuesta las preguntas de Inés Antonia y del cuñado, Adónde vais, que por ese viaje vas a perder dos jornales, y si ocurre algo malo no sabremos dónde avisar, probablemente la fatalidad de que hablaba Inés Antonia era la muerte de João Francisco, que ya andaba rondándole la puerta, daba un paso para entrar, se arrepentía, tal vez le intimidara el silencio del viejo, cómo se va a decir a un hombre, Ven conmigo, si él no pregunta ni responde, sólo mira, con una mirada así hasta la muerte se acobarda. No sabe Inés Antonia, no sabe Álvaro Diego, el hijo de ellos está en la edad de sólo querer saber de sí mismo, que a João Francisco le dijo Baltasar adónde iban, Padre, voy con Blimunda al Monte Junto, a la sierra del Barregudo, a ver cómo está la máquina en que volamos desde Lisboa, se acuerda, cuando dijeron por aquí que el Espíritu Santo había pasado por el aire, sobre la obra, no fue el Espíritu Santo, fuimos nosotros, con el padre Bartolomeu Lourenço, se acuerda, aquel cura que estuvo aquí en casa cuando madre aún vivía, y ella quiso matar el gallo, pero él no la dejó, y dijo que mucho mejor que comer el gallo era oírlo cantar, y que no podíamos hacerles una cosa así a las gallinas. Oyó estos recuerdos João Francisco, y él, que solía no hablar, dijo, Me acuerdo de todo, y tú vete tranquilo, que aún no estoy para morirme, si llega la ocasión ya daré contigo donde estés, Pero padre, cree de verdad que yo volé, Cuando somos viejos es cuando las cosas del porvenir empiezan a ocurrir, y una razón de que sea así es que ya somos capaces de creer en aquello de que dudábamos, e, incluso no creyendo que haya ocurrido, creemos que ocurrirá, Yo he volado, padre, Y yo te creo, hijo.
Toque-toque-toque, lindo borriquito, de éste no podría el verso decir tal cosa, que tiene, él, no el verso, no pocas mataduras bajo la albarda, pero camina contento el asno, la carga es leve y se hace ligera, dónde queda ya la esbeltez aérea de Blimunda, dieciséis años pasaron desde que la vimos por primera vez, pero de esta madurez se harían admirables mocedades, no hay nada que conserve tanto la juventud como guardar un secreto. Llegaron ala zona encharcada, Baltasar cortó un haz de mimbres, entre tanto cogía Blimunda lirios de agua, con ellos tejió un ramillete que colocó en las orejas del burro, y qué gracioso quedó, que nunca tales fiestas le habían hecho, parece esto un episodio de la Arcadia, el pastor, aunque manco, la zagala, guardadora de voluntades, el asno, que normalmente no entra en historias de éstas, pero ahora sí, vino alquilado, porque no quiso el pastor que se cansara la zagala, y quien crea que éste es alquiler común, es porque no sabe cómo tantas veces andan los burros contrariados con erradas cargas, por eso les crecen las mataduras y atormentan los afanes. Atados los mimbres en haz, aumentó la carga, pero carga con gusto no pesa, menos aún si Blimunda decide bajar del burro y seguir a pie, son tres que van de paseo, uno lleva las flores, los otros lo acompañan.
El tiempo es de primavera, se cubre el campo de blancas margaritas, si para atajar cortan camino los viajeros entre ellas, rozan las duras cabezas de las flores los pies descalzos de Blimunda y Baltasar, tienen ambos zapatos o botas, pero las llevan guardadas en la alforja para cuando el camino sea de piedras, y del suelo asciende un olor acre, es la savia de las margaritas, perfume del mundo en su primer día, antes de que Dios hubiera inventado la rosa. Hace un tiempo hermoso para ir a ver la máquina de volar, pasan por el cielo grandes nubes blancas, qué bonito sería volar en la máquina aunque sólo fuese una vez más, subir por los aires, rodear esos castillos suspendidos, atreverse a lo que las aves no se atreven, entrar por ellos gloriosamente, temblar de miedo y de frío, y salir luego para el azul y para el sol, ver la tierra hermosa y decir, Tierra, qué bella es Blimunda. Pero este camino es pedestre, Blimunda menos bella, hasta el burro dejó caer los lirios, muertos, marchitos por la sed, vamos a sentarnos aquí a comer el duro pan del mundo, comemos y seguimos luego, que aún tenemos mucho por andar. Va Blimunda tomando nota del camino en su memoria, aquel monte, aquellos matorrales, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, los pueblos cómo se llaman, pasamos por Codeçal y Gradil, Cadriceira y Furadoiro, Merceana y Pena Firme, tanto hemos andado que llegamos ya, Monte Junto, la passarola.
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