José Saramago - Memorial Del Convento
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Aquella noche fueron descargados los bueyes, pero los dejaron en el camino, no los reunieron en un hato. La luna salió más tarde, muchos hombres dormían ya con la cabeza sobre las botas, los que las tenían. A algunos les atraía aquella luz fantasmal, se quedaban mirando al astro y en él veían distintamente la silueta de un hombre que fue a cortar zarzales un domingo y a quien el Señor castigó, obligándole a cargar por toda la eternidad el haz que había juntado antes de que le fulminara la sentencia, quedando así, en destierro lunar, sirviendo de emblema visible de la justicia divina, para escarmiento de irreverentes. Baltasar buscó a José Pequeno, los dos encontraron a Francisco Marques, y, con algunos más, se sentaron alrededor de una hoguera, pues hacía frío en la noche. Más tarde se les acercó Manuel Milho, que contó una historia, Érase una vez una reina que vivía con su real marido en palacio, y con ellos los hijos, que eran un infante y una infanta, así de este tamaño, y se dice que al rey le gustaba mucho ser rey, pero la reina no sabía si le gustaba o no le gustaba ser lo que era, porque nunca le habían enseñado otra cosa, por eso no podía escoger y decir, me gusta más ser reina, aunque si ella fuera como el rey, que a ése sí le gustaba ser lo que era porque otra cosa tampoco le habían enseñado, pero la reina era diferente, si fuera igual no habría cuento, entonces ocurrió que allá en el reino había un ermitaño que había corrido muchas aventuras y, después de llevar años y años corriéndolas, fue a meterse en aquella cueva, él vivía en una cueva del monte, no sé si lo había dicho ya, y no era ermitaño de esos de rezos y de penitencias, le llamaban ermitaño porque vivía solo, su comida era lo que cogía por ahí, si le daban otra, no la rechazaba, pero, pedir, nunca pidió, pues bien una vez fue la reina a dar una vuelta por el monte con su séquito y le dijo al aya más antigua que quería hablar con el ermitaño para hacerle una pregunta, y el aya respondió, sepa su majestad que ese ermitaño no es de iglesia, es hombre como los otros, la diferencia es que vive solo en un agujero, eso dijo el aya, pero nosotros lo sabíamos ya, y la reina contestó, la pregunta que quiero hacerle no es de religión, entonces fueron andando, y cuando llegaron a la boca de la cueva un paje gritó para dentro y el ermitaño apareció, era un hombre ya mayor, pero robusto, como un árbol en una encrucijada, y cuando apareció, preguntó, quién me llama, y el paje dijo, su majestad la reina, pero bueno, basta ya, por hoy se ha acabado la historia, todos a dormir. Protestaron los otros, querían saber el resto de la historia de la reina y el ermitaño, pero Manuel Milho no se dejó convencer, que mañana también era día de trabajo duro, tuvieron que conformarse, fue cada cual a su sueño, cada cual pensando, antes de adormecerse de acuerdo con sus conocidas inclinaciones, José Pequeno que el rey ya no se atrevía con la reina, pero si el ermitaño es viejo, cómo van a hacer, Baltasar que la reina es Blimunda, y él mismo el ermitaño, esto se confirma por ser la historia de hombre y mujer, aunque las diferencias sean tantas, Francisco Marques que bien que sé yo cómo acaba la historia, en cuanto llegue a Cheleiros la explico. La luna ya va allí, no es que pese mucho un haz de zarzas, lo peor son las espinas, que parece que se vengara Cristo de la corona que le pusieron.
El día siguiente fue de gran aflicción. La carretera se ensanchaba un poco, podían, pues, las yuntas maniobrar con más comodidad sin atropellos, pero el carro, por su tamaño, por la rigidez de los ejes, y también por la carga soportada, giraba con dificultad en las curvas, por eso tenían que arrastrarlo lateralmente, primero hacia delante, luego hacia atrás, las ruedas se resistían, las frenaban las piedras, que había que hacer añicos a mazazos, y aun así no se quejaban los hombres si había espacio para desuncir y volver a uncir los bueyes suficientes para desplazar el carro y llevarlo nuevamente al camino. Las subidas, si no había curvas, se resolvían a base de fuerza bruta, tirando, los bueyes echando el cuello hacia delante, tocando casi con el morro los cuartos traseros del que los precede, resbalando a veces en el fiemo y en los orines, que formaban arroyos en las regueras abiertas por la presión de las patas y el desplazamiento de las ruedas. Con cada dos yuntas iba un hombre, se veían las cabezas y las aguijadas hasta lejos, entre los yugos, sobre los lomos pardos, sólo José Pequeno no se veía, nada extraño es, que estaría hablándoles al oído a sus bueyes, hermanos en altura, Tira, pequeño, tira.
Pero la aflicción se convertía en agonía si el camino era de bajada. Constantemente el carro se escapaba, había que meterle los calzos a toda prisa, desuncir las yuntas, casi todas, tres o cuatro de cada lado bastaban para mover la piedra, pero entonces tenían los hombres que agarrar las cuerdas de detrás de la plataforma, centenares de hombres como hormigas, con los pies hincados en el suelo, los cuerpos inclinados hacia atrás, los músculos tensos, sosteniendo el carro que amenazaba arrastrarlos hacia el valle, lanzarlos fuera de la curva como un trallazo. Los bueyes, más allá, rumiaban sosegadamente mirando aquella agitación, las carreras de los hombres que daban órdenes, el veedor en su mula, los rostros congestionados y empapados en sudor, y ellos allí, quietos, a la espera de su turno, tan tranquilos que ni la aguijada se movía, apoyada contra el yugo. A alguien se le ocurrió la idea de uncir bueyes en la parte trasera de la plataforma, pero tuvieron que dejarlo porque el buey no entiende una aritmética del esfuerzo que acabe en dos pasos adelante y tres atrás. El buey, o vence la rampa y hace subir lo que debería descender, o es arrastrado sin resistencia y llega destrozado a donde debería poder descansar.
Aquel día, desde el amanecer hasta la caída de la tarde, hicieron unos mil quinientos pasos, menos de media legua de las nuestras, o, si queremos juzgar por comparación, el equivalente a doscientas veces la anchura de la laja. Tantas horas de esfuerzo para tan poco andar, tanto sudor, tanto miedo, y aquel monstruo de piedra resbalando cuando debía estar parado, inmóvil cuando debería moverse, maldito seas, pero quién mandó sacarte de la tierra y a nosotros arrastrarte por estos yermos. Los hombres se tumban en el suelo, sin fuerzas, arqueando la barriga hacia arriba, mirando al cielo que se va oscureciendo lentamente, primero de un modo que parece que está naciendo el día y no acabando, luego haciéndose transparente a medida que disminuye la luz, y de repente donde había un cristal surge un espesor profundo y aterciopelado, es la noche. La luna, hoy, vendrá mucho más tarde, ya menguante, todo el campamento estará durmiendo. Cenan a la luz de las fogatas y la tierra está haciendo competencia al cielo, donde allá hay estrellas hay aquí fuegos, quizás alrededor de ellas, en el inicio de los tiempos, se habían sentado también los hombres que arrastraron las piedras con que se hizo la bóveda terrestre, quién sabe si tendrían estos mismos rostros fatigados, estas barbas crecidas, estas manos callosas y deformes, sucias, las uñas de luto, como se suele decir, este intenso sudor. Entonces Baltasar pidió, Cuenta aquello, Manuel Milho, qué fue lo que la reina le preguntó al ermitaño cuando apareció en la boca de la cueva, y José Pequeno se tumbó a adivinarlo, Mandaría que se fueran las ayas y los pajes, este José Pequeno es malicioso, en fin, dejémoslo entregado a la penitencia que le impondrá el confesor, si es que es hombre de buena y recta confesión, cosa de la que hay que dudar, y prestemos atención a Manuel Milho que está diciendo, Cuando el ermitaño apareció en la boca de la cueva, la reina avanzó tres pasos y preguntó, si una mujer es reina, si un hombre es rey, qué han de hacer para sentirse mujer y hombre y no sólo reina y rey, esto fue lo que preguntó, y el ermitaño respondió con otra pregunta, si un hombre es ermitaño, qué tendrá que hacer para sentirse hombre y no sólo ermitaño, y la reina lo pensó un rato y dijo, dejará la reina de ser reina, el rey no será rey, el ermitaño saldrá de su ermita, eso es lo que tendrán que hacer, pero ahora haré yo otra pregunta, qué mujer y qué hombre son esos que no son reina ni ermitaño, y sólo mujer y hombre, qué es ser hombre y ser mujer no siendo éstos ermitaño y reina, qué es ser no siendo lo que se es, y el ermitaño respondió, nadie puede ser no siendo, hombre y mujer no existen, sólo existe lo que son y la rebelión contra lo que son, y la reina dijo, yo me rebelo contra lo que soy, dime ahora tú si te rebelas contra lo que eres, y él respondió, ser ermitaño es lo contrario de ser piensan los que viven en el mundo, pero aún es ser algo, y ella, entonces dónde está el remedio, y él, tienes que ser la mujer que quieres ser, deja de ser reina, el resto lo sabrás sólo después, y ella, si quieres ser hombre, por qué continúas siendo ermitaño, y él, porque lo que más se teme es ser hombre, y ella, qué sabes tú lo que es ser hombre y ser mujer, y él, nadie lo sabe, con esta respuesta se retiró la reina, llevando tras ella el séquito que murmuraba, mañana diré el resto. Bien hizo Manuel Milho en callarse, porque dos de los oyentes, José Pequeno y Francisco Marques, ya estaban roncando envueltos en las mantas. Las hogueras se iban apagando. Baltasar se puso a mirar a Manuel Milho, insistentemente, Esa historia no tiene ni pies ni cabeza, no se parece nada a las que oímos contar siempre, la de la princesa que guardaba los patos, la de la chiquilla que tenía una estrella en la frente, la del leñador que encontró una doncella en el bosque, la del toro azul, la del diablo del Alfusqueiro, la de la sierpe de siete cabezas, y Manuel Milho dijo, Si en el mundo hubiese un gigante tan grande que llegara al cielo, dirías que los pies eran montañas y la cabeza la estrella de la mañana, para un hombre que ha dicho que ha volado y que es igual a Dios, es ésa mucha desconfianza. Con esta censura quedó Baltasar mudo, después dio las buenas noches, se volvió de espaldas al fuego y en poco tiempo se quedó dormido. Manuel Milho aún permaneció despierto, pensando en la mejor manera de salir de la historia en que se había metido, si hacer rey al ermitaño, si hacer a la reina ermitaña, por qué será que los cuentos tienen siempre que acabar así.
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